Publicado en El Cronista 10/12/99
Con cuatro años de atraso
Cuando el ciudadano Carlos Menem entregue hoy los
atributos del cargo al ciudadano Fernando de la Rúa, concluirá el mandato
presidencial más largo de la historia nacional, que además tuvo lugar en un momento de inflexión mundial único. Tiene sentido intentar un resumen de esa gestión.
Menem tenía todo para fracasar. Una pobre formación
intelectual y una
abreviada carrera académica, una visión pajuerana y ecuestre del mundo, un entorno rejuntado que apenas le permitió -allá por el lejano 1988- acceder a la farándula más marginal del poder y el establishment, y una generalizada sospecha de amplio espectro sobre su persona.
Es posible que así como el poder es un notable afrodisíaco
y hace que las personas se transformen en rubias, altas y de ojos celestes, obre también milagros en lo íntimo de los seres humanos y los transforme, del mismo modo en que un obispo de alguna ciudad perdida de pronto pasa a ser la voz de Dios, no sólo de afuera hacia adentro, sino en el sentido inverso.
"Que él reine, nosotros gobernaremos"
-decían algunos de sus adláteres, hasta un momento antes sus enemigos internos. Y Menem reinó. Se comportó monárquica y regiamente y la sociedad nacional se lo permitió, y el sistema internacional, como siempre, prefirió no notarlo, porque las contrapartidas eran importantes. Pero ciertamente también gobernó. E hizo algo mejor. Escuchó las
opiniones más sensatas.
A veces formulaba sus teorías frente al televisor,
inspirado por la opinión de algún invitado o columnista de los talk-shows, a
veces leía y recortaba los artículos que más lo impactaban y hasta se los arrojaba a sus ministros. Alfonsín había desperdiciado su tiempo, y la situación no dejaba demasiadas opciones. Copió a Perón y se jugó al comienzo al empresariado industrial, necesitaba consenso y necesitaba pertenecer.
De esa mezcla de influencias y sobremesas eligió tres
caminos centrales y acertados y los siguió a ultranza: las privatizaciones, la apertura económica, y el acercamiento a Estados Unidos y el Primer Mundo. Lo hizo a veces a los ponchazos, pero lo hizo.
Las privatizaciones crearon una infraestructura impensable de lograr de otra manera. También en el
proceso privatizador nacieron muchos nuevos ricos, merced a las coimas,
algunos; otros, a privilegios más sofisticados.
La convertibilidad -fruto de la desesperación- que
garantizaba una alta tasa y altas ganancias en dólares sin riesgo, y una seria
disciplina fiscal y presupuestaria en los primeros años de Cavallo, trajo el
crédito abundante y el apoyo de los mismos que apoyaban a Salinas de Gortari. El boom fué inevitable. El país triplicaba milagrosamente su producto bruto en un año, con lo que los índices eran espectaculares... y la capacidad de endeudarse también.
Si no se hubiese incurrido en el error (desde el punto
de vista del país) de la reelección, la Argentina habría tenido una real oportunidad, sobre todo si se salía de la convertibilidad en 1994. En vez, se prefirió comenzar a financiar con déficit y endeudamiento la falta de competitividad y la cruzada reeleccionista.
Coimeada con el aumento de consumo y el propio crédito
fácil en cuotas dolarizadas, la ciudadanía no vio que la fiesta podía tener fin. El tequila fue un anuncio. Cavallo se retiró estratégicamente. Las PYME estaban heridas de muerte. El desempleo era la inevitable consecuencia del currency board, que ajusta siempre de ese modo.
La competitividad prometida, el sueño de exportar
tecnología, se transformó una vez más en una plegaria para que subiese el precio
de los cereales, o bajase la tasa. La segunda presidencia fue una agonía
económica silenciosa y secreta mitigada por nuevos endeudamientos y rematada por la devaluación brasileña. Ya no quedaba nada por privatizar. La convertibilidad ya no es una medida de emergencia, ni siquiera un cepo. Ahora es final, definitiva, inexorable.
Si se hubiese resignado a ser Presidente solamente por
seis años, Carlos Menem tendría en la historia el mérito indiscutido de haber
puesto al país de pie y en una nueva senda de grandeza. Seguramente sus partidarios seguirán reclamando
ese honor, pero ahora no es seguro que lo merezca.
Habrá que ver cómo y hacia dónde marcha el barco que
desde hoy conducirá De la Rúa. El nuevo Presidente encuentra un rumbo de hierro
que no puede eludir. O peor aún, que puede empeorar, sin posibilidad de mejora.
Dornbusch ha dicho que el discurso inaugural debe conquistar a los mercados. Como ha demostrado en otros temas referidos a la Argentina, Dornbusch no habla seriamente.
El mercado le va a prestar a la Argentina lo necesario
para que sobreviva. Ningún índice justifica otra cosa. Lo único que quiere el
mercado es que no se hagan olas, que los impuestos se cobren al consumidor y la
clase media, que se sigan remitiendo los mismos dividendos en dólares. Esto no significa que haya que patear el tablero, sino que simplemente no se deben tener sueños imposibles.
Esta
encrucijada es la herencia de Menem, como la destrucción del sistema financiero fue la herencia de Alfonsín en 1989.
La historia no es una ciencia exacta. Casos como el
del Che o el de Eva Perón son una buena muestra de ello. Tampoco lo son los
analistas, ni los periodistas. Es entonces posible que el Presidente que se va ocupe nomás su
lugar cerca de Roca, como sueña.
Pero en éste, como en otros temas menos románticos, su destino dependerá del Presidente que hoy asume. Si el ciudadano De la Rúa es capaz de vencer estas premoniciones y de hacer también su propio milagro, el riojano se redimirá.
Si el ex cordobés no puede inventar su propia magia,
su propia mística, su propia misión, y embanderar a la ciudadanía y al sistema tras ella, el futuro será oscuro para ambos hombres. También para el país, que descubrirá que ha desperdiciado otra oportunidad.
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