OPINIÓN | Edición del día Martes 16 de Agosto de 2016
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
Despeje expeditivo: deuda
Es sabido que un relator deportivo dice “despeje expeditivo” cuando el central le da un patadón al balón y lo manda 50 metros lejos del arco, sin importar lo que pase luego, sino resolviendo la urgencia de la instantaneidad.
En términos económicos, el despeje expeditivo es el endeudamiento. Cuando no se puede bajar el déficit, cuando la presión populista desde dentro del gobierno, desde la oposición y desde la gente es muy grande, cuando para parar la inflación hay que crear recesión y desempleo o para crecer hay que crear emisión vía inflación, la solución de emergencia que deja conforme a todos, por un tiempito, es patear la pelota para más adelante, lo más lejos posible: tomar deuda.
Argentina no tiene en su gobierno un genio como Messi que haga magia, ni un metedor como Suárez que haga goles, pero sí tiene una hinchada que no quiere perder, no importa cómo. En esa línea de pensamiento homínido, los argentinos no queremos pagar las tarifas energéticas que corresponden, cosa que sí estamos dispuestos a hacer con el celular, el cable, la wifi y otras conquistas sociales. El país sigue soñando que tiene autoabastecimiento energético.
El gobierno ha claudicado al dejar incólume el gasto –suponiendo que alguna vez haya tenido voluntad de hacer lo contrario–. Debe bajar impuestos y reactivar si quiere tener alguna oportunidad de mejorar el empleo y de ganar las elecciones clave de 2017. En medio de ese panorama y ante el abismo presupuestario e inflacionario que se abre si no puede subir las tarifas, oscila entre la amenaza de cortar la obra pública –un tiro por elevación sobre el área chica de los gobernadores– y la idea de emitir más deuda externa.
Debe recordarse que tomar deuda es un camino que tiene despejado tras la vaga autorización de endeudamiento que le otorgara el Congreso, con lo que le resultaría más fácil conseguir US$ 6.000 millones por año que lograr que los argentinos paguen un promedio de US$ 20 de luz por mes.
Tampoco es muy factible postergar el plan de obra pública, por lo menos en la concepción de Cambiemos, que tiene cifrada allí su esperanza de aumento de empleo en los sectores de menos especialización y sobre todo, su mayor poder de negociación con el peronismo y sus gobernadores e intendentes pragmáticos.
En un mundo de bajas tasas y crédito largo, la opción de endeudarse es tentadora para cualquier gobierno y en el caso de Argentina, más fácil, porque el nivel de deuda externa es bajo. No podía ser distinto, tras el desastre que Cristina Fernández de Kirchner llamó “desendeudamiento”, una mezcla del colosal default de 2001, el pago al FMI a pedido de ese ente, que se vendió como épica, el regalo al Club de París de US$ 3.000 millones y otras insensateces , para no llamarlas de otro modo, que costaron carísimo.
Pero tal opción es una falacia. Tomar deuda externa implica una cuestión práctica: convertir esos dólares a pesos para pagar gastos u obra pública, da lo mismo. Si el Estado decide venderlos en el mercado como cualquier vecino, valorizará de tal manera el peso que el crecimiento, la inversión y el empleo serán imposibles y la exportación de valor agregado será cero.
Si en cambio decide emitir y quedarse con esos dólares en las Reservas, la emisión tendrá el mismo efecto que cualquier otra emisión: será inflacionaria, que es lo último que se necesita. Tal disyuntiva también es válida en el caso de los pagos que se originarán en el blanqueo mágico. En ese caso, se pagaría una tasa de interés sin contrapartida alguna.
La concepción teórica de que tomar deuda para infraestructura aumenta la productividad es una especulación muy de largo plazo en el mejor de los casos. Peor aun si, como es sabido, la obra pública de mi país contiene 30% de robo y otro 30% de impuestos, o sea más robo. De modo que el efecto de esa supuesta inversión virtuosa se diluye en el tiempo y estalla en el corto y mediano plazo.
Tampoco ha demostrado ser cierta la conveniente teoría de que si la entrada de dólares atrasa la paridad cambiaria, ello obra como ancla monetaria de la inflación. Desde Martínez de Hoz en la dictadura militar de 1976 hasta Kicillof en la dictadura de precariedad de la década ganada, pasando por Cavallo en su dictadura jurídica de los años 90, esa teoría ha estallado siempre y conducido a defaults múltiples y a desempleo. Por qué ahora sí funcionaría tal vez pueda explicarse por una intercesión de Francisco.
Eso deja una opción única: la realidad. Se debe crear empleo privado, bajar la pobreza y aumentar el bienestar, bajar el gasto y los impuestos, restablecer los términos relativos, empezando por las tarifas –elemental– y tener proyectos que solo nacen cuando se empiezan a discutir los temas en serio. Para nada de todo eso hace falta tomar deuda.
Se podrá argumentar que cualquier entrada de dólares subirá el valor del peso. Cierto, las exportaciones, por ejemplo. Por eso es vital bajar los recargos y protecciones y abrir la importación, que resolverá ese problema, bajará la inflación y mejorará notablemente el bienestar. Por supuesto que el gran empresariado odia esa idea y ama la deuda. Para los prebendarios proteccionistas, todo lo que esta nota sostiene cae bajo la guadaña de la calificación de fundamentalismo económico.
Ahora viene donde usted me pregunta qué conclusión puede sacarse de todo esto que le resulte útil a Uruguay. Salvo el reemplazo de “empresariado” por el de “empresas del Estado” , las consideraciones técnicas son igualmente válidas. El resto es solo una cuestión de matices y de velocidades.
Suárez y Messi juegan en el Barça, no en el Río de la Plata. Llegue cada uno a sus conclusiones y haga sus propias comparaciones, pero por las dudas, no saque platea Olímpica: los despejes de los centrales tienden a ser tan expeditivos que se puede comer un pelotazo. l
En términos económicos, el despeje expeditivo es el endeudamiento. Cuando no se puede bajar el déficit, cuando la presión populista desde dentro del gobierno, desde la oposición y desde la gente es muy grande, cuando para parar la inflación hay que crear recesión y desempleo o para crecer hay que crear emisión vía inflación, la solución de emergencia que deja conforme a todos, por un tiempito, es patear la pelota para más adelante, lo más lejos posible: tomar deuda.
Argentina no tiene en su gobierno un genio como Messi que haga magia, ni un metedor como Suárez que haga goles, pero sí tiene una hinchada que no quiere perder, no importa cómo. En esa línea de pensamiento homínido, los argentinos no queremos pagar las tarifas energéticas que corresponden, cosa que sí estamos dispuestos a hacer con el celular, el cable, la wifi y otras conquistas sociales. El país sigue soñando que tiene autoabastecimiento energético.
El gobierno ha claudicado al dejar incólume el gasto –suponiendo que alguna vez haya tenido voluntad de hacer lo contrario–. Debe bajar impuestos y reactivar si quiere tener alguna oportunidad de mejorar el empleo y de ganar las elecciones clave de 2017. En medio de ese panorama y ante el abismo presupuestario e inflacionario que se abre si no puede subir las tarifas, oscila entre la amenaza de cortar la obra pública –un tiro por elevación sobre el área chica de los gobernadores– y la idea de emitir más deuda externa.
Debe recordarse que tomar deuda es un camino que tiene despejado tras la vaga autorización de endeudamiento que le otorgara el Congreso, con lo que le resultaría más fácil conseguir US$ 6.000 millones por año que lograr que los argentinos paguen un promedio de US$ 20 de luz por mes.
Tampoco es muy factible postergar el plan de obra pública, por lo menos en la concepción de Cambiemos, que tiene cifrada allí su esperanza de aumento de empleo en los sectores de menos especialización y sobre todo, su mayor poder de negociación con el peronismo y sus gobernadores e intendentes pragmáticos.
En un mundo de bajas tasas y crédito largo, la opción de endeudarse es tentadora para cualquier gobierno y en el caso de Argentina, más fácil, porque el nivel de deuda externa es bajo. No podía ser distinto, tras el desastre que Cristina Fernández de Kirchner llamó “desendeudamiento”, una mezcla del colosal default de 2001, el pago al FMI a pedido de ese ente, que se vendió como épica, el regalo al Club de París de US$ 3.000 millones y otras insensateces , para no llamarlas de otro modo, que costaron carísimo.
Pero tal opción es una falacia. Tomar deuda externa implica una cuestión práctica: convertir esos dólares a pesos para pagar gastos u obra pública, da lo mismo. Si el Estado decide venderlos en el mercado como cualquier vecino, valorizará de tal manera el peso que el crecimiento, la inversión y el empleo serán imposibles y la exportación de valor agregado será cero.
Si en cambio decide emitir y quedarse con esos dólares en las Reservas, la emisión tendrá el mismo efecto que cualquier otra emisión: será inflacionaria, que es lo último que se necesita. Tal disyuntiva también es válida en el caso de los pagos que se originarán en el blanqueo mágico. En ese caso, se pagaría una tasa de interés sin contrapartida alguna.
La concepción teórica de que tomar deuda para infraestructura aumenta la productividad es una especulación muy de largo plazo en el mejor de los casos. Peor aun si, como es sabido, la obra pública de mi país contiene 30% de robo y otro 30% de impuestos, o sea más robo. De modo que el efecto de esa supuesta inversión virtuosa se diluye en el tiempo y estalla en el corto y mediano plazo.
Tampoco ha demostrado ser cierta la conveniente teoría de que si la entrada de dólares atrasa la paridad cambiaria, ello obra como ancla monetaria de la inflación. Desde Martínez de Hoz en la dictadura militar de 1976 hasta Kicillof en la dictadura de precariedad de la década ganada, pasando por Cavallo en su dictadura jurídica de los años 90, esa teoría ha estallado siempre y conducido a defaults múltiples y a desempleo. Por qué ahora sí funcionaría tal vez pueda explicarse por una intercesión de Francisco.
Eso deja una opción única: la realidad. Se debe crear empleo privado, bajar la pobreza y aumentar el bienestar, bajar el gasto y los impuestos, restablecer los términos relativos, empezando por las tarifas –elemental– y tener proyectos que solo nacen cuando se empiezan a discutir los temas en serio. Para nada de todo eso hace falta tomar deuda.
Se podrá argumentar que cualquier entrada de dólares subirá el valor del peso. Cierto, las exportaciones, por ejemplo. Por eso es vital bajar los recargos y protecciones y abrir la importación, que resolverá ese problema, bajará la inflación y mejorará notablemente el bienestar. Por supuesto que el gran empresariado odia esa idea y ama la deuda. Para los prebendarios proteccionistas, todo lo que esta nota sostiene cae bajo la guadaña de la calificación de fundamentalismo económico.
Ahora viene donde usted me pregunta qué conclusión puede sacarse de todo esto que le resulte útil a Uruguay. Salvo el reemplazo de “empresariado” por el de “empresas del Estado” , las consideraciones técnicas son igualmente válidas. El resto es solo una cuestión de matices y de velocidades.
Suárez y Messi juegan en el Barça, no en el Río de la Plata. Llegue cada uno a sus conclusiones y haga sus propias comparaciones, pero por las dudas, no saque platea Olímpica: los despejes de los centrales tienden a ser tan expeditivos que se puede comer un pelotazo. l
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