OPINIÓN | Edición del día Martes 26 de Abril de 2016
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
¡Es la población, estúpido!
Pocos profetas socioeconómicos más escarnecidos que Thomas Malthus, el clérigo, economista, sociólogo y demógrafo inglés, que al filo del siglo XIX expuso su teoría sobre el crecimiento de la población mundial.
Sostuvo en ese importante trabajo que el temor a la miseria era un fuerte regulador del crecimiento demográfico y que si no se tomaba conciencia de los riesgos, el número de habitantes crecería hasta que los recursos no fueran suficientes para mantenerlos y se llegase a una pobreza (y miseria) generalizada.
La población crecía geométricamente, y los recursos lo hacían aritméticamente, con lo que, de no detenerse el crecimiento demográfico, el resultado sería inexorable, fue su argumento central.
La teoría económica clásica –y con el tiempo la realidad– demostraron su error. La producción de alimentos creció exponencialmente con la incorporación constante de tecnología y conocimiento, la revolución industrial destruyó empleos pero creó muchos más, y el consenso generalizado pasó a ser que la población retroalimentaba de algún modo la economía, con lo que –por alguna fórmula que nunca nadie explicitó– la ortodoxia del bienestar se proyectaría infinitamente.
Pasada ya una década y media del siglo XXI, los que nos reíamos de Malthus tal vez deberíamos repasar algunas de nuestras críticas. Si bien los alimentos no escasean ni parece que fueran a hacerlo, todos los otros aspectos que hacen a la subsistencia están mostrando signos evidentes de colapso.
Esto se viene evidenciando desde mediados de la década de 1970, donde muchos estudiosos ubican el fin del crecimiento del bienestar americano que nace con el auge de las leyes de patente del siglo XIX y los colosales inventos y desarrollos, como el teléfono, el telégrafo, el automóvil, el ferrocarril, la electricidad, nunca luego igualados en su potencia creadora de empleo y bienestar hasta nuestros días.
Más allá de lo bien o mal con que haya manejado cada país su sistema jubilatorio, por caso, es evidente que no hay mecanismo que resista el crecimiento y la longevidad de la población, ni aún los sistemas privados de retiro. Esto se agrava por la nula rentabilidad de las inversiones o los altos riesgos que se deben asumir para obtener algún retorno. La prolongación de la edad de retiro, recurso fácil, reduce la oferta de empleos para la juventud, ya de por sí estructuralmente renuente a la actividad laboral.
No es diferente el análisis si se habla de los sistemas de salud, aún en los casos de esquemas privados de prestaciones. Basta que cada uno de nosotros compare el tiempo que tarda en conseguir un turno médico con lo que tardaba hace uno, dos o cinco años para comprender el punto.
En un resumen que puede englobar todo el problema, tal como predijo Malthus, la tasa de pobreza e indigencia es elevadísima globalmente. Y es peor cuando se la proyecta en países como India o China, o continentes enteros como África. Aún las tasas reales de desempleo y actividad de Europa son preocupantes ¿Será la mezquindad de los ricos, como aman creer los socialistas nostálgicos, o simplemente se está cumpliendo la profecía maltusiana?
A riesgo de que la posteridad cercana se ría de la profecía, esta columna pronostica que, por similares razones, el empleo será el bien más escaso del siglo XXI.
Es por ello que los gobiernos deben enfocar todo su esfuerzo y el de sus sociedades a la conservación y creación de empleos, más que a paliar los efectos de la falta de esos empleos, como se suele hacer. Justamente, tratar de evitar el desempleo con prohibición de despidos o duplicando indemnizaciones, como amenazó con hacer el peronismo argentino, es la mejor manera de no crear empleo.
Un ejemplo interesante es lo que acaba de ocurrir con el gremio de empleadas domésticas en Uruguay, que obtuvo un aumento mayor a la inflación pasada, cualquiera fuera la excusa técnica para ello, en un momento en que su sector es el que más empleos ha perdido en el último año, lo que indudablemente se acentuará luego de esta graciosa concesión.
Ya que he llegado al Río de la Plata, es interesante analizar algunos datos. Argentina tiene solamente el 16% de su población total trabajando en empleos privados, 6.7 millones. ¿No luce algo desproporcionado que ese modesto número mantenga a los 17 millones que dependen del estado? El presidente Macri tiene razón cuando ha determinado que el objetivo de su gestión será la generación masiva de empleos privados. No tiene otro camino.
El punto es que para ello deberá convencer a sus ciudadanos-votantes de que les conviene sacrificar algunos supuestos logros que no guardan relación con la calidad y cantidad de la producción que están entregando, si quieren ser ciudadanos-empleados. Y de paso explicarles que si no logran ser ciudadanos-empleados no serán ciudadanos-subsidiados.
Estos objetivos sólo se logran con inversión externa importante y con mucha apertura económica. Las dos van de la mano y las dos implican competir, algo a lo que los rioplatenses no estamos demasiado acostumbrados. Incluyo en conspicuo lugar a nuestros grandes empresarios (Grande en el sentido de tamaño).
Uruguay no tiene tanta desproporción en las cifras, ni el dilema poblacional, pero tiene el problema de que, pasados los años de bonanza, su empleo tiende y tenderá a caer, lo que no se soluciona con luchas en las calles ni en las asambleas, ni con huelgas ni emplazamientos. La Administración parece tener claro el problema. El resto del sistema económico no. Prefiere creer que el tema se solucionará por sí solo.
En términos de empleo, el problema de Argentina es mucho más grave, pero parece haber elegido el camino correcto para resolverlo. El problema de Uruguay es menos exagerado y menos urgente, pero no parece existir ni comprensión, ni voluntad, ni ideas para resolverlo.
Los que pierdan esta lucha, que es global, van a sufrir mucho y mucho tiempo. Morir aferrado a las conquistas es una opción, pero no parece muy inteligente. Competir es mejor. Aunque sea siempre duro.
Sostuvo en ese importante trabajo que el temor a la miseria era un fuerte regulador del crecimiento demográfico y que si no se tomaba conciencia de los riesgos, el número de habitantes crecería hasta que los recursos no fueran suficientes para mantenerlos y se llegase a una pobreza (y miseria) generalizada.
La población crecía geométricamente, y los recursos lo hacían aritméticamente, con lo que, de no detenerse el crecimiento demográfico, el resultado sería inexorable, fue su argumento central.
La teoría económica clásica –y con el tiempo la realidad– demostraron su error. La producción de alimentos creció exponencialmente con la incorporación constante de tecnología y conocimiento, la revolución industrial destruyó empleos pero creó muchos más, y el consenso generalizado pasó a ser que la población retroalimentaba de algún modo la economía, con lo que –por alguna fórmula que nunca nadie explicitó– la ortodoxia del bienestar se proyectaría infinitamente.
Pasada ya una década y media del siglo XXI, los que nos reíamos de Malthus tal vez deberíamos repasar algunas de nuestras críticas. Si bien los alimentos no escasean ni parece que fueran a hacerlo, todos los otros aspectos que hacen a la subsistencia están mostrando signos evidentes de colapso.
Esto se viene evidenciando desde mediados de la década de 1970, donde muchos estudiosos ubican el fin del crecimiento del bienestar americano que nace con el auge de las leyes de patente del siglo XIX y los colosales inventos y desarrollos, como el teléfono, el telégrafo, el automóvil, el ferrocarril, la electricidad, nunca luego igualados en su potencia creadora de empleo y bienestar hasta nuestros días.
Más allá de lo bien o mal con que haya manejado cada país su sistema jubilatorio, por caso, es evidente que no hay mecanismo que resista el crecimiento y la longevidad de la población, ni aún los sistemas privados de retiro. Esto se agrava por la nula rentabilidad de las inversiones o los altos riesgos que se deben asumir para obtener algún retorno. La prolongación de la edad de retiro, recurso fácil, reduce la oferta de empleos para la juventud, ya de por sí estructuralmente renuente a la actividad laboral.
No es diferente el análisis si se habla de los sistemas de salud, aún en los casos de esquemas privados de prestaciones. Basta que cada uno de nosotros compare el tiempo que tarda en conseguir un turno médico con lo que tardaba hace uno, dos o cinco años para comprender el punto.
En un resumen que puede englobar todo el problema, tal como predijo Malthus, la tasa de pobreza e indigencia es elevadísima globalmente. Y es peor cuando se la proyecta en países como India o China, o continentes enteros como África. Aún las tasas reales de desempleo y actividad de Europa son preocupantes ¿Será la mezquindad de los ricos, como aman creer los socialistas nostálgicos, o simplemente se está cumpliendo la profecía maltusiana?
A riesgo de que la posteridad cercana se ría de la profecía, esta columna pronostica que, por similares razones, el empleo será el bien más escaso del siglo XXI.
Es por ello que los gobiernos deben enfocar todo su esfuerzo y el de sus sociedades a la conservación y creación de empleos, más que a paliar los efectos de la falta de esos empleos, como se suele hacer. Justamente, tratar de evitar el desempleo con prohibición de despidos o duplicando indemnizaciones, como amenazó con hacer el peronismo argentino, es la mejor manera de no crear empleo.
Un ejemplo interesante es lo que acaba de ocurrir con el gremio de empleadas domésticas en Uruguay, que obtuvo un aumento mayor a la inflación pasada, cualquiera fuera la excusa técnica para ello, en un momento en que su sector es el que más empleos ha perdido en el último año, lo que indudablemente se acentuará luego de esta graciosa concesión.
Ya que he llegado al Río de la Plata, es interesante analizar algunos datos. Argentina tiene solamente el 16% de su población total trabajando en empleos privados, 6.7 millones. ¿No luce algo desproporcionado que ese modesto número mantenga a los 17 millones que dependen del estado? El presidente Macri tiene razón cuando ha determinado que el objetivo de su gestión será la generación masiva de empleos privados. No tiene otro camino.
El punto es que para ello deberá convencer a sus ciudadanos-votantes de que les conviene sacrificar algunos supuestos logros que no guardan relación con la calidad y cantidad de la producción que están entregando, si quieren ser ciudadanos-empleados. Y de paso explicarles que si no logran ser ciudadanos-empleados no serán ciudadanos-subsidiados.
Estos objetivos sólo se logran con inversión externa importante y con mucha apertura económica. Las dos van de la mano y las dos implican competir, algo a lo que los rioplatenses no estamos demasiado acostumbrados. Incluyo en conspicuo lugar a nuestros grandes empresarios (Grande en el sentido de tamaño).
Uruguay no tiene tanta desproporción en las cifras, ni el dilema poblacional, pero tiene el problema de que, pasados los años de bonanza, su empleo tiende y tenderá a caer, lo que no se soluciona con luchas en las calles ni en las asambleas, ni con huelgas ni emplazamientos. La Administración parece tener claro el problema. El resto del sistema económico no. Prefiere creer que el tema se solucionará por sí solo.
En términos de empleo, el problema de Argentina es mucho más grave, pero parece haber elegido el camino correcto para resolverlo. El problema de Uruguay es menos exagerado y menos urgente, pero no parece existir ni comprensión, ni voluntad, ni ideas para resolverlo.
Los que pierdan esta lucha, que es global, van a sufrir mucho y mucho tiempo. Morir aferrado a las conquistas es una opción, pero no parece muy inteligente. Competir es mejor. Aunque sea siempre duro.