OPINIÓN | Edición del día Martes 31 de Mayo de 2016
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
Empleo público contra empleo privado
La izquierda defiende causas que se contradicen: la cantidad y el salario del empleo público, la cantidad y el salario del empleo privado, la inmutabilidad del gasto, el ajuste inflacionario automático, la eternización de supuestas conquistas logradas por efectos azarosos temporarios y simultáneamente la no gravabilidad de esos ingresos.
Además, como el viejo comunismo, decide que la empresa privada es culpable de su situación y tiene la obligación de financiar todas esas conquistas. Por eso la patética búsqueda diaria de mecanismos impositivos para extraerle más recursos de los que alimentarse.
Como el viejo comunismo, se estrellará por esos errores conceptuales y también estrellará a Uruguay, si el gobierno le llevara el apunte. Al atacar con gravámenes continuos a la empresa privada, a la que llama el capital, ataca al trabajador privado. Con lo cual termina creando dos clases de trabajadores: los del Estado, que son inamovibles igual que su remuneración inmutable y actualizable, y los del sector privado, que terminan pagando con sus impuestos, su precariedad o su desempleo el sueño del socialismo arcaico.
En definitiva, el planteo del Frente Amplio se resume a una disyuntiva: trabajador del Estado contra trabajador privado. Porque finalmente la actividad privada se agota, se cansa, se funde y se marcha o desaparece. Y con ella desaparecen los puestos de trabajo, y la generación de riqueza.
Suena popular, solidario y seudomodernista sostener que el capital tiene que pagar la fiesta. Hasta que el capital deja de llegar, deja de arriesgar o decide buscar otros rumbos. Ese es el límite que se está traspasando. O que ya se ha traspasado. Ese es el límite que trata de cuidar el Ejecutivo, y eso no tiene nada que ver con ideología alguna.
Y, con todo respeto por las personas, el trabajo en el Estado no es igual que el trabajo en una empresa privada en sus efectos. La burocracia tiende a ser siempre ineficiente, siempre altamente superflua, siempre cara, hasta que termina sin cumplir aquellas misiones que le competen y que se suponen sagradas. La Intendencia de Montevideo es un perfecto ejemplo de este aserto: ocupada en la ideología, supuestamente, ha olvidado que su primera tarea es juntar la basura de las calles. De la educación hablaremos otro día.
No comentaremos el caso de las empresas del Estado, esa entelequia, porque eso ya es motivo de un tratado sociológico, o de una investigación judicial. Pero los costos en que incurren contra sus resultados no tienen nada que ver ni con los trabajadores ni con sus objetivos. Sin embargo, son gastos que jamás se aceptará reducir, lo que es la esencia del problema.
Bajo la excusa de mantener el empleo y las conquistas del trabajador, se defiende el dispendio sistemático y alevoso. Para no calificarlo con términos más precisos, por falta de pruebas legales, no económicas. Porque esas empresas son el gallinero donde cazan los zorros políticos del estatismo, siempre en complicidad con los zorros privados. Por eso también se las defiende a ultranza y están por sobre todo poder. Ese gasto es intocable.
Entonces, mientras en Francia el gobierno socialista pelea en las calles con el gremialismo amigo para flexibilizar las leyes laborales que ponen en peligro el empleo, con un desempleo que ya llega casi al 10%, la idea oriental es inflexibilizar el costo laboral, aumentarlo y cobrárselo al capital privado. El otro miembro resultante de esa ecuación es el desempleo en el sector privado. Una suerte de nueva lucha de clases, empleados públicos versus empleados privados. Que finalmente es la disyuntiva del distribucionismo fácil.
Como he sostenido, esta dialéctica que se cree de avanzada atrasa más de medio siglo y termina siempre del mismo modo: con el empobrecimiento colectivo, cuando no en situaciones peores.
Más allá de su viabilidad o no, el gobierno usa la terminología acertada: baja de gasto, apertura, baja de inflación. Las gremiales y la poliarquía hablan de redistribuir la riqueza, proteger el empleo, conservar las conquistas y mantener poder adquisitivo de los salarios. El déficit está en 4%, la inflación llegará al 11%. Las empresas temen invertir. La exportación de algún valor agregado no crecerá con estos costos laborales.
La economía no puede darse el lujo de perder más actividad privada. Cargarle la cuenta a los que van quedando implica un riesgo que no es ni sensato ni patriótico correr.
Lo pondré en términos comprensibles para el Frente Amplio: de seguir por el camino que llevan este será el último mandato.
Además, como el viejo comunismo, decide que la empresa privada es culpable de su situación y tiene la obligación de financiar todas esas conquistas. Por eso la patética búsqueda diaria de mecanismos impositivos para extraerle más recursos de los que alimentarse.
Como el viejo comunismo, se estrellará por esos errores conceptuales y también estrellará a Uruguay, si el gobierno le llevara el apunte. Al atacar con gravámenes continuos a la empresa privada, a la que llama el capital, ataca al trabajador privado. Con lo cual termina creando dos clases de trabajadores: los del Estado, que son inamovibles igual que su remuneración inmutable y actualizable, y los del sector privado, que terminan pagando con sus impuestos, su precariedad o su desempleo el sueño del socialismo arcaico.
En definitiva, el planteo del Frente Amplio se resume a una disyuntiva: trabajador del Estado contra trabajador privado. Porque finalmente la actividad privada se agota, se cansa, se funde y se marcha o desaparece. Y con ella desaparecen los puestos de trabajo, y la generación de riqueza.
Suena popular, solidario y seudomodernista sostener que el capital tiene que pagar la fiesta. Hasta que el capital deja de llegar, deja de arriesgar o decide buscar otros rumbos. Ese es el límite que se está traspasando. O que ya se ha traspasado. Ese es el límite que trata de cuidar el Ejecutivo, y eso no tiene nada que ver con ideología alguna.
Y, con todo respeto por las personas, el trabajo en el Estado no es igual que el trabajo en una empresa privada en sus efectos. La burocracia tiende a ser siempre ineficiente, siempre altamente superflua, siempre cara, hasta que termina sin cumplir aquellas misiones que le competen y que se suponen sagradas. La Intendencia de Montevideo es un perfecto ejemplo de este aserto: ocupada en la ideología, supuestamente, ha olvidado que su primera tarea es juntar la basura de las calles. De la educación hablaremos otro día.
No comentaremos el caso de las empresas del Estado, esa entelequia, porque eso ya es motivo de un tratado sociológico, o de una investigación judicial. Pero los costos en que incurren contra sus resultados no tienen nada que ver ni con los trabajadores ni con sus objetivos. Sin embargo, son gastos que jamás se aceptará reducir, lo que es la esencia del problema.
Bajo la excusa de mantener el empleo y las conquistas del trabajador, se defiende el dispendio sistemático y alevoso. Para no calificarlo con términos más precisos, por falta de pruebas legales, no económicas. Porque esas empresas son el gallinero donde cazan los zorros políticos del estatismo, siempre en complicidad con los zorros privados. Por eso también se las defiende a ultranza y están por sobre todo poder. Ese gasto es intocable.
Entonces, mientras en Francia el gobierno socialista pelea en las calles con el gremialismo amigo para flexibilizar las leyes laborales que ponen en peligro el empleo, con un desempleo que ya llega casi al 10%, la idea oriental es inflexibilizar el costo laboral, aumentarlo y cobrárselo al capital privado. El otro miembro resultante de esa ecuación es el desempleo en el sector privado. Una suerte de nueva lucha de clases, empleados públicos versus empleados privados. Que finalmente es la disyuntiva del distribucionismo fácil.
Como he sostenido, esta dialéctica que se cree de avanzada atrasa más de medio siglo y termina siempre del mismo modo: con el empobrecimiento colectivo, cuando no en situaciones peores.
Más allá de su viabilidad o no, el gobierno usa la terminología acertada: baja de gasto, apertura, baja de inflación. Las gremiales y la poliarquía hablan de redistribuir la riqueza, proteger el empleo, conservar las conquistas y mantener poder adquisitivo de los salarios. El déficit está en 4%, la inflación llegará al 11%. Las empresas temen invertir. La exportación de algún valor agregado no crecerá con estos costos laborales.
La economía no puede darse el lujo de perder más actividad privada. Cargarle la cuenta a los que van quedando implica un riesgo que no es ni sensato ni patriótico correr.
Lo pondré en términos comprensibles para el Frente Amplio: de seguir por el camino que llevan este será el último mandato.