OPINIÓN | Edición del día Martes 19 de Julio de 2016
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
La ignorancia, el real opio de los pueblos
Hubo una época en que Argentina tenía el mejor sistema educativo al sur del río Grande. Ello la llevó a la riqueza y al bienestar. Nadie en América tenía mayor movilidad social. La pionera educación gratuita, laica, universal y obligatoria fue un fenomenal elemento integrador, creador de oportunidades y ascenso social y económico.
El sueño del inmigrante que estereotipara genialmente Florencio Sánchez se hacía realidad. La escuela era naturalmente un conjunto social de cohesión y unidad. Coincidían en ella todas las clases sociales, las creencias y las ideas.
El liceo era una etapa de maduración y aprendizaje, todo en cuatro horas por día, y los colegios privados sólo eran el lugar de refugio de aquellos que no habían hecho el mérito suficiente como para alcanzar las metas colectivas. Era natural en ese tiempo que un alumno repitiera el grado si no alcanzaba las calificaciones necesarias.
Nadie cuestionaba que si se reprobaba en marzo dos materias, el año debía repetirse. Ni siquiera existía la posibilidad de llevar materias previas. La educación era de excelencia y era para todos. Quienes estudiamos desde la modestia del hogar de un asalariado, somos testigos de esas garantías que daba el sistema.
Las universidades eran pocas, siguiendo el concepto de concentración del conocimiento en polos, pero también gratuitas y abiertas. La educación secundaria permitía muchas veces no requerir un examen de ingreso, sin temor a que los alumnos no estuvieran capacitados para comprender lo que se enseñaba en el Ciclo Superior.
La Universidad era también solidaria. Sesenta por ciento de los profesores de la Universidad de Buenos Aires ejercían ad honorem. Era un honor y un compromiso devolver de ese modo lo que se había recibido. Y un compromiso para el alumno.
Las escuelas de oficios eran una solución para quienes no podían completar una carrera universitaria. Las pymes argentinas, una enorme fuente de recursos, empleo y crecimiento, todavía se asientan en la cultura y el orgullo del oficio.
Esta descripción parecería idílica si no estuviera avalada por la realidad de un siglo, de la que aún muchos sudamericanos disfrutan residual y gratuitamente y sobre la que se cimentó el desarrollo que se sostuvo tantos años.
Un día, al conjuro del discurso de un dictador populista, entró al sistema educativo el virus mortal de la inclusión. El concepto luce socialmente impecable. Hasta que se intenta aplicar. Allí se descubre que se trata de reemplazar el esfuerzo y el mérito por una dádiva. Entonces se baja la vara y los requisitos, y el juego consiste en aprobar a mansalva con prescindencia del conocimiento, en exigir menos y en enseñar nada. Una escenografía.
Se trata en definitiva de conseguir estadísticas para exhibir, con prescindencia de la formación del niño o el joven. Una estafa a la sociedad y a los individuos. Una falta meditada de estímulos a la excelencia y a los más capaces. Una pérdida de soberanía educativa gravísima.
Entra ahora el gremialismo docente (no los docentes) que desprecia la vocación de enseñar y por ende la de aprender, que niega el valor de las evaluaciones como las pruebas PISA o cualquier otra, a las que ve como un capanga esclavista. Su sola presencia, en cualquier parte del mundo, termina por destrozar la educación. Solo países muy evolucionados, o con gobiernos tiránicos, están logrando sobrevivir a esta combinación de seudoinclusión y corporativismo que torpedea la formación de los jóvenes.
La ley educativa argentina aprobada en 1994 por unanimidad, entroniza a las gremiales y sepulta toda esperanza para los estudiantes y para el país. La educación ha sido así condenada a ser elitista, desintegradora y para privilegiados. El resto tendrá –con suerte– títulos en los que nadie creerá. El mismo valor y credibilidad que el título universitario de la expresidenta. La educación pública de mi país es hoy una colosal estafa económica, docente y social. Una maquinaria de producir vasallos.
¿Y por qué estas reflexiones sobre la educación argentina, que poco importan en el medio local?
Porque Uruguay es en este plano muy similar a Argentina. Por muchos años su sociedad estuvo orgullosa, con justa razón, de su educación elemental gratuita, cuyo paso natural iba a ser avanzar al ciclo del liceo.
Hasta que llegó la inclusión y también el concepto de no humillar al alumno poniéndole notas, como si todos los que se formaron en la excelencia y el mérito hubieran sido galeotes. Una suerte de garantismo, como en la justicia penal, pero aplicado a la educación. La excelencia pasó así a ser una manifestación de elitismo, de carné de oligarquía, cuando en realidad es el máximo elemento igualador y creador de progreso y movilidad social.
La izquierda necesita subeducados. Se nutre de ellos y les tiene que injertar su dialéctica y su doctrina como un dogma. El conocimiento y la independencia de la razón y el saber les molesta. Lo que es bueno para Uruguay no es bueno para el marxismo.
Las pruebas PISA en mis dos orillas rioplatenses demuestran la mentira de la inclusión concebida como el facilismo. También demuestran el atraso. Y sobre todo, exponen el cinismo de quienes tienen la responsabilidad del futuro de tanta gente y lo rifan irresponsablemente.
Con motivo del desastre de las PISA, escucho algunas conclusiones indignantes. Así, se sostiene que el problema es que se exige demasiado a los estudiantes. O que se reprueba a los chicos, cuando en realidad se debería aprobarlos sin tanto requisito. O que se imparten demasiados conocimientos. Irreflexiva y livianamente, se afirma que en otros países de la región no se les exige tanto, como si esto fuera una olimpíada de ignorancia.
Se asiste a una reproducción del fenómeno argentino, siempre en nombre de la igualdad, la inclusión, la no humillación del alumno, y la sublimación de la ignorancia en todos sus disfraces y sus eufemismos.
En un mundo en competencia feroz, Uruguay, con recursos que no producen un alto output, con un gasto desproporcionado, un bajo empleo privado y escasas chances de crecimiento, tiene un solo camino posible para el bienestar: el de la innovación y la creación.
Los que tendrán esa tarea son los jóvenes que ahora se están formando. Engañarlos bajando la vara de la excelencia no es educarlos. Es traicionarlos. La educación, de la que la sociedad estuvo orgullosa, debe ser el estandarte del Estado y de todos los orientales.
Inclusión es incluir en la excelencia, en el mérito, en el esfuerzo y en el trabajo. Eso es democracia y solidaridad.
En cambio, la ideología, el facilismo, la mediocridad, el resentimiento y el culto del fracaso son la verdadera humillación a la que se somete a los chicos.
Las pruebas PISA dicen que lo estamos haciendo muy mal. Podemos insistir en más garantismo educativo, en más hipocresía, en más engaños con títulos inservibles. O se puede pensar y obrar con responsabilidad.
Los padres también deben elegir lo que quieren, cosa que no están haciendo en general. Y eso incluye elegir quiénes serán los ideólogos y los hacedores del futuro de sus hijos y de su país.
El sueño del inmigrante que estereotipara genialmente Florencio Sánchez se hacía realidad. La escuela era naturalmente un conjunto social de cohesión y unidad. Coincidían en ella todas las clases sociales, las creencias y las ideas.
El liceo era una etapa de maduración y aprendizaje, todo en cuatro horas por día, y los colegios privados sólo eran el lugar de refugio de aquellos que no habían hecho el mérito suficiente como para alcanzar las metas colectivas. Era natural en ese tiempo que un alumno repitiera el grado si no alcanzaba las calificaciones necesarias.
Nadie cuestionaba que si se reprobaba en marzo dos materias, el año debía repetirse. Ni siquiera existía la posibilidad de llevar materias previas. La educación era de excelencia y era para todos. Quienes estudiamos desde la modestia del hogar de un asalariado, somos testigos de esas garantías que daba el sistema.
Las universidades eran pocas, siguiendo el concepto de concentración del conocimiento en polos, pero también gratuitas y abiertas. La educación secundaria permitía muchas veces no requerir un examen de ingreso, sin temor a que los alumnos no estuvieran capacitados para comprender lo que se enseñaba en el Ciclo Superior.
La Universidad era también solidaria. Sesenta por ciento de los profesores de la Universidad de Buenos Aires ejercían ad honorem. Era un honor y un compromiso devolver de ese modo lo que se había recibido. Y un compromiso para el alumno.
Las escuelas de oficios eran una solución para quienes no podían completar una carrera universitaria. Las pymes argentinas, una enorme fuente de recursos, empleo y crecimiento, todavía se asientan en la cultura y el orgullo del oficio.
Esta descripción parecería idílica si no estuviera avalada por la realidad de un siglo, de la que aún muchos sudamericanos disfrutan residual y gratuitamente y sobre la que se cimentó el desarrollo que se sostuvo tantos años.
Un día, al conjuro del discurso de un dictador populista, entró al sistema educativo el virus mortal de la inclusión. El concepto luce socialmente impecable. Hasta que se intenta aplicar. Allí se descubre que se trata de reemplazar el esfuerzo y el mérito por una dádiva. Entonces se baja la vara y los requisitos, y el juego consiste en aprobar a mansalva con prescindencia del conocimiento, en exigir menos y en enseñar nada. Una escenografía.
Se trata en definitiva de conseguir estadísticas para exhibir, con prescindencia de la formación del niño o el joven. Una estafa a la sociedad y a los individuos. Una falta meditada de estímulos a la excelencia y a los más capaces. Una pérdida de soberanía educativa gravísima.
Entra ahora el gremialismo docente (no los docentes) que desprecia la vocación de enseñar y por ende la de aprender, que niega el valor de las evaluaciones como las pruebas PISA o cualquier otra, a las que ve como un capanga esclavista. Su sola presencia, en cualquier parte del mundo, termina por destrozar la educación. Solo países muy evolucionados, o con gobiernos tiránicos, están logrando sobrevivir a esta combinación de seudoinclusión y corporativismo que torpedea la formación de los jóvenes.
La ley educativa argentina aprobada en 1994 por unanimidad, entroniza a las gremiales y sepulta toda esperanza para los estudiantes y para el país. La educación ha sido así condenada a ser elitista, desintegradora y para privilegiados. El resto tendrá –con suerte– títulos en los que nadie creerá. El mismo valor y credibilidad que el título universitario de la expresidenta. La educación pública de mi país es hoy una colosal estafa económica, docente y social. Una maquinaria de producir vasallos.
¿Y por qué estas reflexiones sobre la educación argentina, que poco importan en el medio local?
Porque Uruguay es en este plano muy similar a Argentina. Por muchos años su sociedad estuvo orgullosa, con justa razón, de su educación elemental gratuita, cuyo paso natural iba a ser avanzar al ciclo del liceo.
Hasta que llegó la inclusión y también el concepto de no humillar al alumno poniéndole notas, como si todos los que se formaron en la excelencia y el mérito hubieran sido galeotes. Una suerte de garantismo, como en la justicia penal, pero aplicado a la educación. La excelencia pasó así a ser una manifestación de elitismo, de carné de oligarquía, cuando en realidad es el máximo elemento igualador y creador de progreso y movilidad social.
La izquierda necesita subeducados. Se nutre de ellos y les tiene que injertar su dialéctica y su doctrina como un dogma. El conocimiento y la independencia de la razón y el saber les molesta. Lo que es bueno para Uruguay no es bueno para el marxismo.
Las pruebas PISA en mis dos orillas rioplatenses demuestran la mentira de la inclusión concebida como el facilismo. También demuestran el atraso. Y sobre todo, exponen el cinismo de quienes tienen la responsabilidad del futuro de tanta gente y lo rifan irresponsablemente.
Con motivo del desastre de las PISA, escucho algunas conclusiones indignantes. Así, se sostiene que el problema es que se exige demasiado a los estudiantes. O que se reprueba a los chicos, cuando en realidad se debería aprobarlos sin tanto requisito. O que se imparten demasiados conocimientos. Irreflexiva y livianamente, se afirma que en otros países de la región no se les exige tanto, como si esto fuera una olimpíada de ignorancia.
Se asiste a una reproducción del fenómeno argentino, siempre en nombre de la igualdad, la inclusión, la no humillación del alumno, y la sublimación de la ignorancia en todos sus disfraces y sus eufemismos.
En un mundo en competencia feroz, Uruguay, con recursos que no producen un alto output, con un gasto desproporcionado, un bajo empleo privado y escasas chances de crecimiento, tiene un solo camino posible para el bienestar: el de la innovación y la creación.
Los que tendrán esa tarea son los jóvenes que ahora se están formando. Engañarlos bajando la vara de la excelencia no es educarlos. Es traicionarlos. La educación, de la que la sociedad estuvo orgullosa, debe ser el estandarte del Estado y de todos los orientales.
Inclusión es incluir en la excelencia, en el mérito, en el esfuerzo y en el trabajo. Eso es democracia y solidaridad.
En cambio, la ideología, el facilismo, la mediocridad, el resentimiento y el culto del fracaso son la verdadera humillación a la que se somete a los chicos.
Las pruebas PISA dicen que lo estamos haciendo muy mal. Podemos insistir en más garantismo educativo, en más hipocresía, en más engaños con títulos inservibles. O se puede pensar y obrar con responsabilidad.
Los padres también deben elegir lo que quieren, cosa que no están haciendo en general. Y eso incluye elegir quiénes serán los ideólogos y los hacedores del futuro de sus hijos y de su país.