Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
Días de tragedia y dolor
Días duros para la región. Desde la tragedia meteorológica ensañada con la producción y el trabajo, hasta las muertes de chicos en un boliche suicidados-asesinados por los narcos y por la ceguera conveniente de sus familias y sus gobiernos. Más el castigo de un terremoto.
Días duros para la región. Una presidenta cercada por la corrupción, enviada a juicio político en una lamentable sesión parlamentaria que respondió al estereotipo latinoamericano bananero de Woody Allen. Y otra expresidenta transformando su testimonio en un juicio penal en el que es imputada, en una bailanta política.
También días duros en lo económico. Con toda el área en recesión y el empleo cayendo, como era previsible. Y pueblos acostumbrados al populismo que siguen creyendo que el ajuste lo tienen que hacer los demás.
Con la corrupción del Estado, siempre con socios privados, aflorando como pústula con cada piedra que se remueve, cada licitación que se analiza, cada cuenta bancaria que se descubre, cada nuevo preso o nuevo fugado, desaparecido o suicidado.
Cada país con su estilo, eso sí. Brasil con más carnaval y mejor justicia. Argentina con más tragedia y menos condenas. Uruguay con su filosofía de Jane Eyre: “de eso no se habla”. Y el sistema internacional dándonos clase de ética capitalista protestante como si los que pontifican fueran cuáqueros.
Más trágico, aunque no sea un fenómeno meteorológico, es que en Argentina el avance judicial contra la corrupción del kirchnerismo esté a un paso de “moderarse” para no arrastrar a empresas y nombres prominentes en la actualidad nacional. (Algunos de los que pueden ser arrastrados estaban sentados en las mesas de la recepción oficial al presidente Obama.)
En ese contexto de sainete o de tragedia griega inexorable, Argentina sale del default y comienza a tomar deuda. Por ahora prudentemente. Pero detrás vienen todos los proyectos estatistas de obras públicas, llamados pomposamente inversiones, aunque son sólo licitaciones locales con los beneficiarios sospechados de siempre.
Luego seguirán las deudas provinciales y el financiamiento del déficit fiscal, una especie de locura técnica. Y por supuesto, la inversión real. Que en opinión de esta columna no vendrá tan fácilmente. Los sistemas laboral e impositivo, más la propensión a la inflación irresponsable de pueblo y gobierno, hacen que la inversión real solo sea interesante con la expectativa de superutilidades, que solo se dan con corrupción, destrucción del medioambiente o prebendas proteccionistas venenosas para el consumidor.
Tampoco los gobiernos quieren la inversión real. Si fuera así, hace rato que las mayores ciudades argentinas tendrían un sistema de subtes en serio, a tarifas adecuadas, no un transporte obsoleto y una red de patéticos carriles preferenciales de colectivos cuyos dueños aportan al bienestar de los gobernantes.
Esa corrupción en la cúspide es la razón por la que el gasto no se reducirá seriamente. Eso hace que el país esté jugado al crecimiento, que difícilmente sea tan rápido ni lineal, a menos que se corrijan los términos relativos, que es justamente lo que no se hace al eternizar el gasto y la dictadura sindical.
El riesgo es que el endeudamiento no sirva para mucho y que, así como Cristina Fernández desperdició el auge de las materias primas, ahora se desperdicie la facilidad crediticia. Mauricio Macri, como temíamos, parece estar pensando igual que sus mayores y que todo el empresariado prebendario que trajo al país a la situación presente.
Brasil es otro entuerto, porque su sistema económico no es muy diferente, aunque sea más grande. La caída de Dilma Roussef no se debe a sus complicidades y lealtades con la corrupción. Se debe a un manejo desastroso de la economía que dejó sin negocios al establishment, no por su política socialista, sino por su ineficacia gerencial.
Sin Dilma, la solución tampoco será automática ni rápida. Los problemas brasileños también tienen que ver con sus desequilibrios macro, que no se arreglan sin sacrificio y sin crecimiento, que a su vez no se logra con proteccionismo.
En un grosero resumen: nuestro exceso de gasto alcanzado, que es percibido como conquista por la sociedad, es incorregible en el contexto mundial presente que limita el intercambio, como lo muestran todos los TLC que se están firmando, empezando por el TPP. La idea de que los déficits se equilibran con crecimiento puede ser un sueño en estas circunstancias globales.
El desempleo –consecuencia natural de las políticas procíclicas– que ya está ocurriendo en nuestros países, será paliado de inmediato con más gasto, o con políticas peores surgidas de la eterna alianza empresaria-sindical-estatal que caracteriza los modelos musolinianos. Todo bajo el seguro de las democracias populistas que nos rigen.
Como la innovación y el riesgo, que crean valor agregado, carecen de estímulo en estos escenarios, las opciones son las tres de siempre: la inflación, el endeudamiento o el aumento de la presión impositiva. Lo que lleva a la pregunta de fondo: ¿qué hará Uruguay? ¿Nada, o un poco de cada cosa matizado con atraso cambiario?
Con cualquiera de las dos variantes, el pronóstico preocupa. Con el Frente Amplio gobernando preocupa más. La mezcla de ideología, ineficacia, populismo, estatismo y voluntarismo no mueve al optimismo. Tampoco la creencia –que excede al Frente y es generalizada– de que el sistema laboral y de indexación automática es de avanzada en el mundo.
Una gran oportunidad para hacer algo distinto. Pero siendo una región que se caracteriza por desperdiciar las oportunidades, ¿para qué cambiar, verdad? l
Días duros para la región. Una presidenta cercada por la corrupción, enviada a juicio político en una lamentable sesión parlamentaria que respondió al estereotipo latinoamericano bananero de Woody Allen. Y otra expresidenta transformando su testimonio en un juicio penal en el que es imputada, en una bailanta política.
También días duros en lo económico. Con toda el área en recesión y el empleo cayendo, como era previsible. Y pueblos acostumbrados al populismo que siguen creyendo que el ajuste lo tienen que hacer los demás.
Con la corrupción del Estado, siempre con socios privados, aflorando como pústula con cada piedra que se remueve, cada licitación que se analiza, cada cuenta bancaria que se descubre, cada nuevo preso o nuevo fugado, desaparecido o suicidado.
Cada país con su estilo, eso sí. Brasil con más carnaval y mejor justicia. Argentina con más tragedia y menos condenas. Uruguay con su filosofía de Jane Eyre: “de eso no se habla”. Y el sistema internacional dándonos clase de ética capitalista protestante como si los que pontifican fueran cuáqueros.
Más trágico, aunque no sea un fenómeno meteorológico, es que en Argentina el avance judicial contra la corrupción del kirchnerismo esté a un paso de “moderarse” para no arrastrar a empresas y nombres prominentes en la actualidad nacional. (Algunos de los que pueden ser arrastrados estaban sentados en las mesas de la recepción oficial al presidente Obama.)
En ese contexto de sainete o de tragedia griega inexorable, Argentina sale del default y comienza a tomar deuda. Por ahora prudentemente. Pero detrás vienen todos los proyectos estatistas de obras públicas, llamados pomposamente inversiones, aunque son sólo licitaciones locales con los beneficiarios sospechados de siempre.
Luego seguirán las deudas provinciales y el financiamiento del déficit fiscal, una especie de locura técnica. Y por supuesto, la inversión real. Que en opinión de esta columna no vendrá tan fácilmente. Los sistemas laboral e impositivo, más la propensión a la inflación irresponsable de pueblo y gobierno, hacen que la inversión real solo sea interesante con la expectativa de superutilidades, que solo se dan con corrupción, destrucción del medioambiente o prebendas proteccionistas venenosas para el consumidor.
Tampoco los gobiernos quieren la inversión real. Si fuera así, hace rato que las mayores ciudades argentinas tendrían un sistema de subtes en serio, a tarifas adecuadas, no un transporte obsoleto y una red de patéticos carriles preferenciales de colectivos cuyos dueños aportan al bienestar de los gobernantes.
Esa corrupción en la cúspide es la razón por la que el gasto no se reducirá seriamente. Eso hace que el país esté jugado al crecimiento, que difícilmente sea tan rápido ni lineal, a menos que se corrijan los términos relativos, que es justamente lo que no se hace al eternizar el gasto y la dictadura sindical.
El riesgo es que el endeudamiento no sirva para mucho y que, así como Cristina Fernández desperdició el auge de las materias primas, ahora se desperdicie la facilidad crediticia. Mauricio Macri, como temíamos, parece estar pensando igual que sus mayores y que todo el empresariado prebendario que trajo al país a la situación presente.
Brasil es otro entuerto, porque su sistema económico no es muy diferente, aunque sea más grande. La caída de Dilma Roussef no se debe a sus complicidades y lealtades con la corrupción. Se debe a un manejo desastroso de la economía que dejó sin negocios al establishment, no por su política socialista, sino por su ineficacia gerencial.
Sin Dilma, la solución tampoco será automática ni rápida. Los problemas brasileños también tienen que ver con sus desequilibrios macro, que no se arreglan sin sacrificio y sin crecimiento, que a su vez no se logra con proteccionismo.
En un grosero resumen: nuestro exceso de gasto alcanzado, que es percibido como conquista por la sociedad, es incorregible en el contexto mundial presente que limita el intercambio, como lo muestran todos los TLC que se están firmando, empezando por el TPP. La idea de que los déficits se equilibran con crecimiento puede ser un sueño en estas circunstancias globales.
El desempleo –consecuencia natural de las políticas procíclicas– que ya está ocurriendo en nuestros países, será paliado de inmediato con más gasto, o con políticas peores surgidas de la eterna alianza empresaria-sindical-estatal que caracteriza los modelos musolinianos. Todo bajo el seguro de las democracias populistas que nos rigen.
Como la innovación y el riesgo, que crean valor agregado, carecen de estímulo en estos escenarios, las opciones son las tres de siempre: la inflación, el endeudamiento o el aumento de la presión impositiva. Lo que lleva a la pregunta de fondo: ¿qué hará Uruguay? ¿Nada, o un poco de cada cosa matizado con atraso cambiario?
Con cualquiera de las dos variantes, el pronóstico preocupa. Con el Frente Amplio gobernando preocupa más. La mezcla de ideología, ineficacia, populismo, estatismo y voluntarismo no mueve al optimismo. Tampoco la creencia –que excede al Frente y es generalizada– de que el sistema laboral y de indexación automática es de avanzada en el mundo.
Una gran oportunidad para hacer algo distinto. Pero siendo una región que se caracteriza por desperdiciar las oportunidades, ¿para qué cambiar, verdad? l
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