Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
La doble decadencia de la burocracia y la poliarquía
AANCAP no es un tema para dejar de lado rápidamente. Es un síntoma grave y preciso. Es un marcador clínico que se dispara dramáticamente y súbitamente y llama la atención al médico con ojo avizor.
Como YPF y las múltiples estafas corporativas Kirchner-Eskenazi-Repsol-Chevron-China y quien venga, como Petrobras y su fatal Petrolão, este absceso ha estallado en Uruguay y no dejará de arrojar podredumbre. Y peor será cuánto más se empeñen en impedir la supuración.
Si se analiza con cuidado, no había razón alguna para que no se llegara a un desenlace, (o principio de desenlace, porque continuará) de características escandalosas y hasta policiales.
La burocracia del estado funciona siempre así. Se reproduce, se reindexa en costos, inventa nuevas funciones y tareas inútiles, se escuda en el bienestar popular que supuestamente garantiza. Usa los principios ideológicos, la soberanía y la patria para ser intocable.
En nombre de esa sagrada misión, extrae cada vez más recursos del estado, es decir del aparato productivo real vía impuestos o en este caso precios, que impone tiránicamente a la sociedad, sin apelación alguna, y sin competencia, que se ha tomado el trabajo de eliminar cuidadosamente desde el comienzo.
No persigue la eficiencia, palabra que ha eliminado de su vocabulario porque siempre se las ingenia para reemplazarla por algún valor superior: el autoabastecimiento, la soberanía, las fuentes de trabajo, la necesidad de mantener precios subsidiados en los casos más sensibles, o de distribuir en áreas marginales. O tal vez el mandato de algún líder lejano y perdido en el tiempo que explicó las ventajas del monopolio del estado sin conocer demasiado bien lo que monopolio implicaba.
Tampoco persigue la ganancia, por ser un concepto imperialista, burgués, egoísta y seguramente antipopular. Y de paso porque si la persiguiera se vería obligado a tomar decisiones racionales y efectivas, para los que no está preparada .
Y por supuesto, jamás genera riqueza. Eso va en contra de todos sus principios, además de que la obligaría a tener una dirección coherente, capaz, decente y creativa, algo incompatible con su esencia.
Por ahí, nada nuevo. Nada que no sepamos.
Entra ahora la poliarquía. Un sistema difuso, no escrito ni consagrado en ninguna parte, por lo cual los diputados son del partido, los cargos de las empresas son del partido, el ejecutivo es una especie de equilibrista en una convención permanente de locos.
Amparada en ese sistema de gobierno, llamémoslo de algún modo, en la ideología de la soberanía, en la fuente de trabajo, la burocracia utiliza luego la más conveniente herramienta que esa poliarquía le regala: la carencia de control. Al tornarse difusa la autoridad, también se vuelve difusa la responsabilidad. Los puestos de trabajo y los gastos son favores que se canjean, la democracia poliárquica ya no es ni siquiera una componenda política, es una asociación ilícita.
Entra en escena la corrupción, palabra que nadie quiere pronunciar con contundencia, pero quienes callan son los mismos que deberían demostrar que las pérdidas del patrimonio y de los impuestos de los uruguayos han tenido meramente origen en una pésima gestión, no en una arrebatiña. O que las necesidades de subsidiar increíblemente el consumo llevaron a esta catástrofe que ahora pagan consumidores y humildes asalariados por igual.
A 30 años de la caída del sistema estatista-socialista de la URSS, Uruguay repite aquellos mismos errores y resultados. Tanto en la gestión como en la sospecha de fraude.
¿Por qué no pasaría algo así? Sin objetivos de eficiencia, sin necesidad de utilidades ni de competir, sin controles o con controles que se pelean entre ellos, canjeando favores con quienes deben reclamarle resultado, escudándose en el partido, en el estado o en su propia estructura según le convenga, la empresa burocrática es poliárquica. O sea, navega a la deriva, sin control ni destino.
Se trata de un papelón ideológico, además del papelón de gestión. El aumento de capital es una estafa al ciudadano y al consumidor. Y no será la última exacción. Es también un porrazo a la teoría de que sólo el estado puede proveer al bienestar general, y a la teoría de la soberanía del combustible.
Pero más que cualquier otra cosa, es un papelón de la poliarquía, y una enseñanza de adónde puede terminar Uruguay con esta rara concepción de gobierno.
Y en un grotesco colofón, se conoció ayer el lacrimógeno “Yo pecador” de Esteban Valenti, más nafta al fuego de la ira del contribuyente, que muestra que los ideólogos del Frente Amplio no han aprendido nada de este triste proceso.
Bajo un manto de pedido de perdón, trata de convencerse de que todo hubiera ido mejor si se hubiera sido más de izquierda, y usa el desastre de los subprime americanos de 2008 para bajar la importancia relativa de este descalabro. Con más nivel intelectual, pero con el mismo grado de dialéctica que Cristina Kirchner usara para explicar sus desvaríos.
Curiosamente, o no, la retahíla de pedidos de perdón, casi en el tono de una nota de suicidio, no culmina ni en una renuncia ni en una denuncia penal, como hubiera sido de esperar ante una flagelación tan emotiva y contundente.
Más allá de esta cura en salud de Valenti, los orientales tienen mucho para meditar sobre lo que ocurre y ocurrirá con ANCAP. El primer paso sería empezar a analizar la realidad no desde la óptica de un ideólogo político, sino de un consumidor engañado y un contribuyente estafado.
Perdón por la claridad. Para estar a tono.
Como YPF y las múltiples estafas corporativas Kirchner-Eskenazi-Repsol-Chevron-China y quien venga, como Petrobras y su fatal Petrolão, este absceso ha estallado en Uruguay y no dejará de arrojar podredumbre. Y peor será cuánto más se empeñen en impedir la supuración.
Si se analiza con cuidado, no había razón alguna para que no se llegara a un desenlace, (o principio de desenlace, porque continuará) de características escandalosas y hasta policiales.
La burocracia del estado funciona siempre así. Se reproduce, se reindexa en costos, inventa nuevas funciones y tareas inútiles, se escuda en el bienestar popular que supuestamente garantiza. Usa los principios ideológicos, la soberanía y la patria para ser intocable.
En nombre de esa sagrada misión, extrae cada vez más recursos del estado, es decir del aparato productivo real vía impuestos o en este caso precios, que impone tiránicamente a la sociedad, sin apelación alguna, y sin competencia, que se ha tomado el trabajo de eliminar cuidadosamente desde el comienzo.
No persigue la eficiencia, palabra que ha eliminado de su vocabulario porque siempre se las ingenia para reemplazarla por algún valor superior: el autoabastecimiento, la soberanía, las fuentes de trabajo, la necesidad de mantener precios subsidiados en los casos más sensibles, o de distribuir en áreas marginales. O tal vez el mandato de algún líder lejano y perdido en el tiempo que explicó las ventajas del monopolio del estado sin conocer demasiado bien lo que monopolio implicaba.
Tampoco persigue la ganancia, por ser un concepto imperialista, burgués, egoísta y seguramente antipopular. Y de paso porque si la persiguiera se vería obligado a tomar decisiones racionales y efectivas, para los que no está preparada .
Y por supuesto, jamás genera riqueza. Eso va en contra de todos sus principios, además de que la obligaría a tener una dirección coherente, capaz, decente y creativa, algo incompatible con su esencia.
Por ahí, nada nuevo. Nada que no sepamos.
Entra ahora la poliarquía. Un sistema difuso, no escrito ni consagrado en ninguna parte, por lo cual los diputados son del partido, los cargos de las empresas son del partido, el ejecutivo es una especie de equilibrista en una convención permanente de locos.
Amparada en ese sistema de gobierno, llamémoslo de algún modo, en la ideología de la soberanía, en la fuente de trabajo, la burocracia utiliza luego la más conveniente herramienta que esa poliarquía le regala: la carencia de control. Al tornarse difusa la autoridad, también se vuelve difusa la responsabilidad. Los puestos de trabajo y los gastos son favores que se canjean, la democracia poliárquica ya no es ni siquiera una componenda política, es una asociación ilícita.
Entra en escena la corrupción, palabra que nadie quiere pronunciar con contundencia, pero quienes callan son los mismos que deberían demostrar que las pérdidas del patrimonio y de los impuestos de los uruguayos han tenido meramente origen en una pésima gestión, no en una arrebatiña. O que las necesidades de subsidiar increíblemente el consumo llevaron a esta catástrofe que ahora pagan consumidores y humildes asalariados por igual.
A 30 años de la caída del sistema estatista-socialista de la URSS, Uruguay repite aquellos mismos errores y resultados. Tanto en la gestión como en la sospecha de fraude.
¿Por qué no pasaría algo así? Sin objetivos de eficiencia, sin necesidad de utilidades ni de competir, sin controles o con controles que se pelean entre ellos, canjeando favores con quienes deben reclamarle resultado, escudándose en el partido, en el estado o en su propia estructura según le convenga, la empresa burocrática es poliárquica. O sea, navega a la deriva, sin control ni destino.
Se trata de un papelón ideológico, además del papelón de gestión. El aumento de capital es una estafa al ciudadano y al consumidor. Y no será la última exacción. Es también un porrazo a la teoría de que sólo el estado puede proveer al bienestar general, y a la teoría de la soberanía del combustible.
Pero más que cualquier otra cosa, es un papelón de la poliarquía, y una enseñanza de adónde puede terminar Uruguay con esta rara concepción de gobierno.
Y en un grotesco colofón, se conoció ayer el lacrimógeno “Yo pecador” de Esteban Valenti, más nafta al fuego de la ira del contribuyente, que muestra que los ideólogos del Frente Amplio no han aprendido nada de este triste proceso.
Bajo un manto de pedido de perdón, trata de convencerse de que todo hubiera ido mejor si se hubiera sido más de izquierda, y usa el desastre de los subprime americanos de 2008 para bajar la importancia relativa de este descalabro. Con más nivel intelectual, pero con el mismo grado de dialéctica que Cristina Kirchner usara para explicar sus desvaríos.
Curiosamente, o no, la retahíla de pedidos de perdón, casi en el tono de una nota de suicidio, no culmina ni en una renuncia ni en una denuncia penal, como hubiera sido de esperar ante una flagelación tan emotiva y contundente.
Más allá de esta cura en salud de Valenti, los orientales tienen mucho para meditar sobre lo que ocurre y ocurrirá con ANCAP. El primer paso sería empezar a analizar la realidad no desde la óptica de un ideólogo político, sino de un consumidor engañado y un contribuyente estafado.
Perdón por la claridad. Para estar a tono.
Periodista, economista. Fue director del diario El Cronista de Buenos Aires y del Multimedios América.