Gracias, Don Raúl, por someternos
a la voluntad del conurbano
He venido despotricando en el último año contra la
reforma Constitucional de 1994. O, para ser más preciso, contra los aportes de
Raúl Alfonsín a esa reforma.
Como se recordará, el Pacto de Olivos, oprobio de la
democracia, en mi percepción, tenía por objeto del lado de Carlos Menem simplemente
quedarse cuatro años más en el poder. Del lado del radicalismo el cebo era que, al
cabo de esos 4 años, el presidente sería un radical.
Raúl Alfonsín, al sellarse el pacto, agregó algunos
elementos para asegurarse de que el radicalismo no tuviera tropiezo en ese oscuro
camino espurio. El primero fue reemplazar el sistema de colegio electoral, que
creaba un cierto equilibro entre las provincias y Buenos Aires, o sea entre el resto del país y el
conurbano, y reemplazarlo por un sistema de elección directa nacional.
Esto sucedía con la antigua Constitución casi de
casualidad, porque los electores de cada provincia eran el doble de sus
diputados nacionales, y éstos no eran directamente proporcionales a sus
poblaciones por leyes posteriores a la Carta Magna original.
De todos modos, resultaba un sistema equilibrado entre el
concepto federal y el de democracia directa con voto universal y defendía las
economías regionales, única oportunidad de supervivencia de las provincias más
pequeñas sin apelar al estatismo.
Alfonsín prefirió el voto tipo malón, y se aseguró de
hacerlo incluir en el nuevo texto. No conforme con eso, e inspirado en su
querido sistema francés, impuso también el método de doble vuelta. Pero sólo
copió la mitad: Francia otorga el triunfo en primera vuelta a quien obtenga el
51 por ciento de los votos, criterio obvio, ya que con esa cifra se impone la
voluntad mayoritaria, principio de la democracia.
El zorro de Chascomús eligió inventar la rara ecuación de
que gana en primera vuelta quien consiga obtener el 45 por ciento de los votos,
cláusula profundamente antidemocrática, y aún peor, declara ganador a quién
obtenga el 40 por ciento de los votos, si quien le sigue no obtiene al menos el
30%, cláusula inspirada en nada.
El principio del ballotage es que en una segunda vuelta
el ganador obtenga más del 50% de los votos, respetando así el concepto de
mayoría. Pero eso no ocurre en ningún caso con este aborto fruto del
contubernio, que hasta permitió la aberración antidemocrática de que un
presidente fuera electo con el 23% de los votos porque su rival se rindió al
conocer los resultados de la primera vuelta, como un boxeador que tira la toalla.
Hay otras barbaridades frutos del ingenio de Alfonsín,
como la idea de una especie de Primer Ministro, devaluado a Jefe de Gabinete,
que puede a su arbitrio reasignar partidas presupuestarias, un despropósito de
técnica de administración pública de aquellos, obviamente ignorados por Don
Raúl, en los dos sentidos del término ignorar.
Pero me concentraré solamente en los aspectos
electorales.
El otro aporte al deterioro de la calidad democrática, es
la entronización de los partidos en el centro del sistema político nacional.
Los partidos directamente no fueron ni mencionados por la Constitución de 1853,
que evidentemente no pensaba exactamente en la boleta sábana.
Me quedo aquí en el detalle para no agobiar a mis
lectores, no proclives ni a llegar a esta altura de una nota.
Dije lo que dije para que, cuando los especialistas le
empiecen a tirar cifras y le digan que quien gane el conurbano tiene casi
asegurado el triunfo en la elección nacional, no insulte al kirchnerismo. El
FPV sólo es culpable de haber utilizado para cortarnos la cabeza la guillotina
que otros levantaron.
Porque el engendro, el monstruos aparato, la negra figura
de la guillotina electoral antidemocrática, fue obra de Raúl Alfonsín. A esa
seudo democracia le estamos ofrendando nuestro futuro y nuestra libertad.
Ya sabe, si cree que esto que nos pasa es un manoseo y un
engaño que nos birla nuestros derechos ciudadanos, agradézcaselo a Don Raúl.
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