A 80 años de Medellín
GARDEL
Tenía
todo lo necesario para ser un marginal, si no un delincuente. De un origen oscuro,
no conocía a su padre. Su madre era una humilde sirvienta y a veces, según los
biógrafos, ejercía oficios algo más denigrantes.
Su infancia de conventillo y lumpenaje, no lo dejó
siquiera completar una educación básica. Su juventud transcurrió entre malevos,
punteros y bandidos, y hasta incursionar en algunos delitos menores. Si hubiese
sido contemporáneo, habría pedido un subsidio, o una AUH, o habría sido dealer en la 31. Pero era otra época y él era un liberal, sin saberlo.
Tenía un don. Una ventaja comparativa que transformó
en competitiva: su voz. Usó ese don.
Empezó a cantar en la calle y en los bares, por monedas. Creó no sólo un
estilo, pasó del folclore de ciudad al tango canción, una innovación que nadie
le disputa y que es su marca registrada.
Desde él en adelante, todo lo que cantó se canta con su fraseo. Y como dice el tango,
cualquier cacatúa sueña con su pinta.
Cuando recibe las primeras ofertas profesionales y la
de la radio, comprende que la intuición y las condiciones naturales no le
alcanzan: contrata profesores de canto, se rodea de músicos y poetas
importantes. Impone su estilo y su creación contra todas las opiniones. Y pasa
penurias y dificultades en ese proceso.
Viaja por el mundo y se transforma en exportador de su
arte. Asocia su nombre al tango, a Buenos Aires, a la Argentina. Se codea con
los grandes, con la humildad de los grandes. “Acá están locos”, dice un día de
París. “Te tenés que vestir de gaucho para cantar tango”. Porteño típico, ama
el juego, los caballos, el fútbol.
Cuando llega el cine hace un gran esfuerzo para
cambiar su físico. Estudia permanentemente para pulir su estilo y su voz. Se
nota en la secuencia de sus discos. En una época donde las grabaciones eran
increíblemente precarias, graba con una calidad que sorprende. Si grabase hoy
estaría dos octavas por encima de todos.
Para prepararse a entrar en el nuevo arte, graba los
primeros videoclips del mundo, que todavía se disfrutan hoy. El cine lo
proyecta, aún en la ridiculez de los musicales de la época. Su éxito mundial
precede en 50 años lo que luego harían Julio Iglesias o Luis Miguel. No fue
casualidad. Fue fruto de su trabajo.
Cuando comprende que cantará para un público que no
entiende el lunfardo, se asocia a un poeta brasileño-argentino, Alfredo Le
Pera, con quien en dos años, compone los tangos que canta en sus películas, en
español clásico. “El día que me quieras” para nombrar sólo uno, es el homenaje
lírico que le ofrendaron grandes cantores internacionales.
Si se habla del liberalismo y sus principios, la
imagen del Zorzal viene automáticamente a la mente. Ninguno de nosotros
sobreviviría a sus orígenes. Él vivía en otra época del país, era de otra
pasta, un liberal sin saber que lo era, como dije antes.
La fama, la gloria y la fortuna lo miman. Pero jamás
abandona su estilo y su solidaridad. “El cónsul” le llamaban en París, porque
ayudaba económicamente a regresar a sus compatriotas.
No era perfecto, ni con mucho. No era un puro. Era un
ídolo, supo comportarse como tal y jamás dejó de trabajar, mejorar, esforzarse
y crear.
No es sólo que soñamos con la pinta de Carlos Gardel,
soñamos con ser un tipo como él. Un arquetipo. Un compatriota. Un tipo con
código, diría Charlie. Un señor.
Su sonrisa, esa ancha y blanca raya de tiza, como
diría Ferrer, nos debe seguir iluminando. Nos guste o no el tango, su vida
muestra lo que significa el esfuerzo, el trabajo, la humildad de aprender, el
respeto por los que saben y por la gente. Y la capacidad de crear ventajas
competitivas.
Será por eso que esa sonrisa parece cada vez más
ancha. Será por eso que cada día canta mejor.
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