Publicada en El
Observador de Montevideo 18/08/2015
Inflación reciclada: una opinión
autorizada
Cuando hace cuatro años tomé la inteligente decisión de radicarme en
Uruguay, me sorprendió un hábito que, por deformación profesional, no pude
dejar de notar: los sueldos de los empleados públicos y privados, las tarifas,
las tasas, los servicios públicos y privados eran ajustados cada año en función
de la inflación del año anterior, a veces con un plus.
En algunos casos, como en el gremio de la construcción, privilegiado
por vaya a saber qué razones políticas misteriosas, el aumento de sueldos legal
era bastante mayor, y también los ajustes consecuentes en todos los costos de
vivienda y rubros anexos.
No necesité ningún tratado de economía para colegir que ese mecanismo
era simplemente suicida. Irremediablemente se iba a producir una suerte de
telaraña dinámica expansiva, por la que la inflación tendería a crecer y el
costo de vida a aumentar cada vez más.
Cuando alerté a mis amigos del riesgo, y les comenté que ocurría como
en Argentina aunque con más educación y
más lentamente, me respondieron que Uruguay no era Argentina, y que se trataba
de un sistema bastante razonable para compensar los efectos inflacionarios. O
sea, que no opinara.
Me pareció entonces demasiado soberbio criticar en voz alta las
costumbres del país que generosamente me recibía, y decidí olvidar que la
inflación era un fenómeno monetario, pero continué elucubrando en
silencio. Para controlar una inflación
debería procederse exactamente al revés – concluí. De lo contrario, los costos internos podrían llegar de ese
modo al infinito, como fue evidente en la construcción; y revertir el proceso
podría llegar a ser muy complicado.
Indexar por inflación tiene un cuádruple efecto. En el sector público
aumenta el gasto y obliga al estado a recurrir a uno de tres caminos para
conseguir financiarlo: mayores impuestos, mayor endeudamiento o mayor emisión,
que suele ser el método más usado por ser el aparentemente más fácil. (Y que es
el que justamente produce más inflación)
En el sector privado, aumenta los costos de los productores y las
empresas que ven así afectada su productividad, por el lado de los sueldos y
por el lado de los impuestos adicionales.
En el sector exportador, encarece los precios y restringe los
mercados y los volúmenes.
En el consumidor, reduce su consumo, nada menos.
Los años de bonanza agroexportadora coincidieron con un gobierno
redistribucionista, presionado hasta el expolio por su rama interna menos
racional. La mayor recaudación impositiva proveniente de esa bonanza y los cuasi
impuestos inventados por la izquierda de la izquierda ayudaron a paliar el
déficit creado por la telaraña dinámica inflacionaria.
Los mayores costos impositivos y salariales fueron digeridos y
tolerados por el sector productivo porque sus ingresos adicionales lo
permitían, aún pese al retraso cambiario originado por el dutch disease. Lo
mismo pasó con el consumidor.
Como sabemos, todo eso ha cambiado. La producción se vende a valores
mucho menores que en los años recientes y como los costos siguen aumentando
según la inflación previa, el sector productivo sufre. El gasto estatal resulta
más difícil de financiar cada vez, porque esa inflación reciclada hace estragos
en las cuentas, y eso impacta sobre el déficit. La competitividad exportadora
se reduce al aumentar los precios de los bienes industrializados.
El gobierno, sensatamente, deja flotar el tipo de cambio para no perder
más competitividad, controla el déficit para no agravar la ecuación y trata de
cumplir su plataforma programática de acotar la inflación.
Y ahí se produce el choque: pasar de un sistema exponencial
inflacionario a tratar de controlar la inflación. Como la izquierda de la
izquierda no cree en los principios económicos, sigue pensando que tiene un
derecho divino al aumento continuo de salarios, para compensar una inflación
que esos mismos salarios originan. Salarios improductivos, por otra parte. Ese
derecho divino la pone a salvo de cualquier cambio en los mercados, y le da autorización
a apoderarse del ingreso fruto del trabajo de otros.
Los trabajadores del sector privado, con igual filosofía del
sindicalismo de la izquierda de la izquierda, también se creen con ese derecho
divino, con el agravante que la inflación reciclada afectará el consumo y la
exportación. La idea de parar la inflación con controles o acuerdos de precios,
luego de decenas de siglos intentándolo vanamente, raya en la tontera.
Si hubiera alguna dosis de racionalidad, los salarios se medirían
según su poder adquisitivo, no por su valor nominal ni por su valor en dólares,
otra muestra de voluntarismo irracional.
Eso permitiría entender y resolver buena parte del problema. Pero la
dialéctica marxista suele confundir a los mismos que la esgrimen, aunque dañe a toda la sociedad,
incluyéndolos.
Si la inflación, el gasto y el déficit no se reducen, la caída del
empleo es inevitable, le guste o no le guste al sindicalismo marxista y a los
políticos de la izquierda de la izquierda. Al tratar de cortar el círculo vicioso, el
gobierno está haciendo mucho más que esos sectores para tratar de mantener las
fuentes de trabajo y el bienestar.
La pérdida de puestos de trabajo es lo peor que le puede pasar a
Uruguay, y por eso he decidido no silenciar mi opinión aún a riesgo de que se
me acuse de soberbio, o de no entender la idiosincrasia uruguaya, que parece
incluir fórmulas originalísimas en materia económica.
Al fin y al cabo, como argentino, tengo en este tema la tremenda
autoridad del fracaso.
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