¡Vamos, Carlitos (Marx), todavía!
Como prometí en mi nota de hace dos semanas, que se puede ver aquí, seguiré analizando el sistema
económico mundial, por llamarlo de algún modo. Retomemos el tema con una afirmación simplista, pero
esencial: la democracia norteamericana no tolera una recesión. Ningún político tiene las condiciones
de estadista para soportar un segmento de ciclo económico de esa naturaleza.
Tampoco los ciudadanos votarían por nadie que tolerase una recesión. La genial predicción de Alexis de
Tocqueville se ha cumplido: la democracia es un gobierno de mediocres para mediocres. Y puede
evolucionar para peor. Con toda mala fe, mostraré la presente elección presidencial de Estados Unidos
como ejemplo. La defensa descansa.
Tal voluntarismo de gobierno y gobernados se llama populismo, aunque muchos premios nobeles
inventen complicadas ecuaciones y teorías para justificar cualquier locura que se haga para evitar las
recesiones. Hay otros matices a tener en cuenta. La globalización ha fallado en crear empleos. Sólo los
ha redistribuido. La creencia de que el trabajo era elástico no está funcionando. Hay un problema de
dimensión de la masa poblacional que no es irrelevante. Eso lo sienten los trabajadores norteamericanos
y europeos, y se ve en sus votos.
El concepto liminar de la globalización era la teoría de la economía ortodoxa: la apertura comercial
produciría más puestos de trabajo y el empleo crecería indefinidamente a medida que fuera creciendo el
consumo. Esta tesis no partía de un principio económico probado, sino del empirismo.
Donald Irwin, prestigioso economista de Dartmouth, demuestra, en la cuarta edición de su libro Free Trade
Under Fire (Princeton University Press, 2015), que las estadísticas no exhiben un aumento del empleo
correlativo al crecimiento del comercio internacional de un país, aunque sí un crecimiento del PBI y del
bienestar.
Esto es coherente con la conocida simetría de Lerner y el teorema de Marshall-Lerner, que afirman que,
por la fluctuación del tipo de cambio, la exportación de un país tiende a ser igual a la importación. Pero
nada es lineal en esta era de la prestidigitación. China manosea su tipo de cambio, con lo que ni siquiera
se produce ese equilibrio en el empleo. Y muchas empresas ahora emblemáticas de Estados Unidos están eludiendo impuestos al radicarse en Oriente, usando las opciones que dan las viejas leyes impositivas para la
inversión norteamericana.
¿De qué le sirve a un norteamericano que Apple sea la mayor empresa del mundo si sus empleos se crean en China y sus impuestos se paguen en Kuala Lumpur?
El empleo se está manteniendo en los países centrales con una enorme emisión o cuasiemisión, cualquiera
fuera el nombre que se le dé al sistema. No por el auge de sus empresas o de sus invenciones. Pero los
empleos que se crean son de bajos sueldos. El empleo real, privado, ha dejado de crecer. El bienestar
también.
Robert J. Gordon, economista de Harvard y Oxford y Ph.D del M.I.T (The Rise and Fall of American Growth,
Princeton University Press, 2016), demuestra, con un impresionante juego de series estadísticas, que el
crecimiento norteamericano real termina en los años setenta, justamente al comienzo del proceso de
globalización.
Europa tampoco crea empleos. El rechazo a los migrantes no es meramente una cuestión de
xenofobia. Al empleo perdido con la competencia de los trabajadores que viven en Asia, los europeos no
quieren sumarle la importación de supuestos trabajadores islámicos para competirles por el trabajo en su
propio territorio.
Decía en mi nota anterior que Estados Unidos, que representaba el 71% del PBI mundial al fin de la
Segunda Guerra, muestra ahora un escuálido 22 por ciento. Una gran generosidad geopolítica, que tiene
costos. En la búsqueda de paliar el desempleo, se recurre al empleo público, a proteccionismo o a gastos
asistenciales monumentales. Con la consecuencia de que la mayoría de los países del Primer Mundo tiene hoy un gasto que supera el 50% de su PBI. Hace sólo cuarenta años un país con esas proporciones habría sido
considerado socialista-marxista. Hoy se piensa en aumentar impuestos para subir la proporción de
participación del Estado.
Por supuesto que nadie serio puede llamar capitalismo a estos formatos, ni ortodoxia. Claro que tampoco
se puede llamar con ningún nombre serio al manejo estilo bingo de las políticas monetarias. Esta creciente
succión por parte de los Estados populistas de los recursos de los creadores de riqueza ha
desestimulado el progreso y ha matado al empleo privado, con lo que, en una eficaz tautología, el
Estado es exitoso en demostrar que el estatismo es la única solución.
Una estadista como Ángela Merkel es vilipendiada a diario por la prensa, en especial la norteamericana, y
por economistas supuestamente prestigiosos, por el solo hecho de defender principios no ya de economía
elemental, sino de matemáticas de sexto grado. Lo menos que se escucha es la acusación de haberse
quedado en prácticas obsoletas. Como si el keynesianismo empecinado que se ofrece como alternativa
fuera una opción seria y probada. Hay razones adicionales que motivan falta de crecimiento del empleo
privado, muy importantes y objeto de otra nota. Pero ninguna tanto como el aumento del gasto, el
proteccionismo y el bingo emisionista.
Para terminar de perfeccionar el daño, el sistema político mundial ahora quiere —en nombre de la
solidaridad— obligar a Europa a aceptar la invasión supuestamente pacífica del islam, como si eso fuera
a ayudarla a salir de su parálisis. Como si los migrantes fueran una caravana de Edison, Dunlop,
Siemens-Martin, Karl Benz, Fleming, Graham Bell, Marconi y Ford, y no una masa desesperada que se
terminará colgando del gasto del Estado, destrozando el empleo privado y desangrando la economía.
Y la solución que los genios de la FED y su cohorte de economistas funcionales es urgir al Banco
Central Europeo a que emita ilimitadamente para crear inflación. No recuerdan, porque los ciegan los
honorarios o su estolidez, que el principio central de la teoría era que el empleo aumentaría cuanto más
consumo hubiera, y el consumo aumentaría porque la mayor demanda bajaría los precios.
Esa baja de precios, la deflación, es percibida como negativa en un mundo desesperado por licuar deuda.
Y combatida generando inflación con emisión. Si falla, con tasa de interés negativas, y si falla, con
impuestos a la tenencia de bienes. Que son las mejores formas de que no crezca el consumo. Y entonces
que no crezca el empleo real.
Si Marx no ganó, por lo menos se impuso en el primer partido de visitante dos a cero.
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