Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador
La importación del relato K
El kirchnerismo maltrató a los argentinos con pensamiento, palabra y obra. Uno de los máximos maltratos fue lo que se conoció como “el relato”, un modo generoso de referirse a las mentiras instaladas en la sociedad vía la repetición histérica goebbeliana de falacias que la población compró por inocencia, fanatismo o simple ignorancia conveniente.
La izquierda uruguaya, amante del materialismo dialéctico, una versión sublimada de ese mecanismo perverso de tornar inexistente la realidad incómoda, ha importado el relato K hace tiempo. No se trata solo de una cuestión ética, sino de una grave práctica, que impide el acertado diagnóstico de los problemas y un correcto enfoque para su solución.
Desde los inicios de la repartija del botín fruto del despojo al sector productivo, los analistas y los expertos vienen pronosticando que el proceso de expoliación terminaría en un agotamiento de recursos, de actividad productiva, de consumo y de empleo. En definitiva, desembocaría en una recesión.
Tales críticas fueron rebatidas con el relato de la equidad, la justicia redistributiva, las reivindicaciones pendientes, el derecho conferido por las urnas a los que menos tenían y otras consabidas cantinelas retóricas.
Cuando la realidad inapelable empezó hace un año largo a golpear la puerta, se acuñó el relato de que no había una crisis, sino que había interesados en que la hubiera. Curiosa superstición campestre que sostenía que no había que concitar la desgracia, más o menos.
Luego, también en un clásico de la negación, se sostuvo que los problemas tenían que ver con la baja de los precios de las commodities, que sin embargo están hoy 50% mejor que al comienzo del gobierno del Frente Amplio. Y por último, la culpa se atribuyó a los desastres del populismo amigo de Argentina y Brasil.
Enfrentada a la caída de consumo, de exportación, de empleo, de actividad y de nota crediticia, la administración no tuvo más remedio que propugnar medidas que tendiesen a morigerar el déficit al que todo populismo lleva. Esas medidas, que se han dado en llamar “el ajuste”, en otro giro del relato, terminan –tras el paso por las horcas caudinas de la poliarquía– por ser un tenue gesto de seriedad, que tampoco será efectivo.
En medio de esa puesta en escena se profundizan las caídas que confirman la recesión que era inevitable tras las absurdas prácticas económicas de la década. Y entonces, ¡la izquierda acusa “al ajuste” de haber provocado la recesión y el desempleo! Como todos los populismos, el Frente cree que los orientales son estúpidos.
La caída de actividad y el empleo han ocurrido mucho antes de empezar la discusión por la seudocorrección. Sería falaz e injusto culpar a este supuesto ajuste–aún no nacido– de una recesión y un desempleo a los que se llegó pese a las advertencias que se descalificaron, ridiculizaron, desoyeron y negaron durante años.
Esto que se empieza a vivir es la crisis que no existía, la recesión que no llegaría, el desempleo que nunca habría, la caída de inversión y producción y exportación que nunca ocurriría según el relato de la redistribución y del bienestar fácil. Frente a tal realidad, lo que se propone es mayor carga impositiva y mayor proteccionismo. Y por supuesto, las consecuencias de tal obcecación serán otra vez achacadas al ajuste y al ataque sobre el gasto irresponsable.
Uruguay ha perdido ya toda su industria bancaria, por presiones internacionales atendibles. Pero la ha perdido, y con ella calidad de empleo importante, junto con los consumos relacionados. Accesoriamente, también ha sufrido duramente la inversión inmobiliaria. La caída en los precios de las propiedades no es nada más que una decisión postergada desde hace dos años, porque el relato hizo creer a mucha gente que sus casas valían lo que no valían.
La recuperación comenzará con esas bajas, justamente. La inversión cae como consecuencia de los altos costos laborales y la inflación absurdamente reciclada con los ajustes automáticos de salarios. No es casualidad de la suerte que caiga la actividad y el empleo en la construcción, cuando son sus salarios y costos laborales los que más han crecido y el financiamiento ha desaparecido.
Como no es casualidad ni fruto del ajuste que caiga el trabajo doméstico, tras las generosas concesiones que se le han otorgado, más allá de la equidad o procedencia de tales prestaciones. Ni tampoco es casual que resulte imposible exportar con los costos actuales.
Pero el relato insiste en encontrar explicaciones que le eviten la autocrítica y que divorcien las causas de los efectos. Esa negación hace que se sientan impunes para proponer como remedio el mismo virus que causó la enfermedad, con lo cual el problema se agudizará. Al no bajar en serio el gasto, no hay con qué desaparezca el déficit, ni razón alguna para que se genere empleo privado ni crecimiento.
Comprendo que corro el riesgo de repetirme al volver sobre estos temas. Pero no se trata de una falta de temática ni de creatividad. Si se persiste en el error, los analistas no tenemos más remedio que persistir en nuestras predicciones y advertencias. Por supuesto que los magos de la dialéctica nos calificarán de pesimistas y hasta de agoreros, en el mejor estilo de la luz mala, el lobizón y otros cuentos. O relatos.
La mentira y la manipulación de la opinión pública es la ortodoxia del populismo y la demagogia. La vieja izquierda morirá con tales consignas en sus labios. El tema es no acompañarla a la tumba en esa épica.
La izquierda uruguaya, amante del materialismo dialéctico, una versión sublimada de ese mecanismo perverso de tornar inexistente la realidad incómoda, ha importado el relato K hace tiempo. No se trata solo de una cuestión ética, sino de una grave práctica, que impide el acertado diagnóstico de los problemas y un correcto enfoque para su solución.
Desde los inicios de la repartija del botín fruto del despojo al sector productivo, los analistas y los expertos vienen pronosticando que el proceso de expoliación terminaría en un agotamiento de recursos, de actividad productiva, de consumo y de empleo. En definitiva, desembocaría en una recesión.
Tales críticas fueron rebatidas con el relato de la equidad, la justicia redistributiva, las reivindicaciones pendientes, el derecho conferido por las urnas a los que menos tenían y otras consabidas cantinelas retóricas.
Cuando la realidad inapelable empezó hace un año largo a golpear la puerta, se acuñó el relato de que no había una crisis, sino que había interesados en que la hubiera. Curiosa superstición campestre que sostenía que no había que concitar la desgracia, más o menos.
Luego, también en un clásico de la negación, se sostuvo que los problemas tenían que ver con la baja de los precios de las commodities, que sin embargo están hoy 50% mejor que al comienzo del gobierno del Frente Amplio. Y por último, la culpa se atribuyó a los desastres del populismo amigo de Argentina y Brasil.
Enfrentada a la caída de consumo, de exportación, de empleo, de actividad y de nota crediticia, la administración no tuvo más remedio que propugnar medidas que tendiesen a morigerar el déficit al que todo populismo lleva. Esas medidas, que se han dado en llamar “el ajuste”, en otro giro del relato, terminan –tras el paso por las horcas caudinas de la poliarquía– por ser un tenue gesto de seriedad, que tampoco será efectivo.
En medio de esa puesta en escena se profundizan las caídas que confirman la recesión que era inevitable tras las absurdas prácticas económicas de la década. Y entonces, ¡la izquierda acusa “al ajuste” de haber provocado la recesión y el desempleo! Como todos los populismos, el Frente cree que los orientales son estúpidos.
La caída de actividad y el empleo han ocurrido mucho antes de empezar la discusión por la seudocorrección. Sería falaz e injusto culpar a este supuesto ajuste–aún no nacido– de una recesión y un desempleo a los que se llegó pese a las advertencias que se descalificaron, ridiculizaron, desoyeron y negaron durante años.
Esto que se empieza a vivir es la crisis que no existía, la recesión que no llegaría, el desempleo que nunca habría, la caída de inversión y producción y exportación que nunca ocurriría según el relato de la redistribución y del bienestar fácil. Frente a tal realidad, lo que se propone es mayor carga impositiva y mayor proteccionismo. Y por supuesto, las consecuencias de tal obcecación serán otra vez achacadas al ajuste y al ataque sobre el gasto irresponsable.
Uruguay ha perdido ya toda su industria bancaria, por presiones internacionales atendibles. Pero la ha perdido, y con ella calidad de empleo importante, junto con los consumos relacionados. Accesoriamente, también ha sufrido duramente la inversión inmobiliaria. La caída en los precios de las propiedades no es nada más que una decisión postergada desde hace dos años, porque el relato hizo creer a mucha gente que sus casas valían lo que no valían.
La recuperación comenzará con esas bajas, justamente. La inversión cae como consecuencia de los altos costos laborales y la inflación absurdamente reciclada con los ajustes automáticos de salarios. No es casualidad de la suerte que caiga la actividad y el empleo en la construcción, cuando son sus salarios y costos laborales los que más han crecido y el financiamiento ha desaparecido.
Como no es casualidad ni fruto del ajuste que caiga el trabajo doméstico, tras las generosas concesiones que se le han otorgado, más allá de la equidad o procedencia de tales prestaciones. Ni tampoco es casual que resulte imposible exportar con los costos actuales.
Pero el relato insiste en encontrar explicaciones que le eviten la autocrítica y que divorcien las causas de los efectos. Esa negación hace que se sientan impunes para proponer como remedio el mismo virus que causó la enfermedad, con lo cual el problema se agudizará. Al no bajar en serio el gasto, no hay con qué desaparezca el déficit, ni razón alguna para que se genere empleo privado ni crecimiento.
Comprendo que corro el riesgo de repetirme al volver sobre estos temas. Pero no se trata de una falta de temática ni de creatividad. Si se persiste en el error, los analistas no tenemos más remedio que persistir en nuestras predicciones y advertencias. Por supuesto que los magos de la dialéctica nos calificarán de pesimistas y hasta de agoreros, en el mejor estilo de la luz mala, el lobizón y otros cuentos. O relatos.
La mentira y la manipulación de la opinión pública es la ortodoxia del populismo y la demagogia. La vieja izquierda morirá con tales consignas en sus labios. El tema es no acompañarla a la tumba en esa épica.
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