La
otra droga: el juego
Nos hemos
acostumbrado a ver la ludoexplotación como un negocio raro más, corrupto y
poderoso, imbricado en la matriz de financiación de los políticos, sin distinción
de banderías. La alevosa omnipresencia de Cristóbal López nos hizo canalizar la
crítica en torno a sus privilegios y no a la actividad en sí. Es hora de
profundizar.
Es hora de entender la múltiple amenaza
que significa el imperio del juego para la sociedad: como droga que debilita el
cuerpo social y lo entrega manso a su descomposición; como factor principal de
corrupción de la política y de las instituciones; como tercero en discordia en
la sorda lucha entre el estado y el narco por el poder sobre las conductas.
Para eludir la inteligente trampa
urdida de autodenominarse "industria del juego", uso el término
ludoexplotación, que describe mucho mejor las prácticas y consecuencias del
comercio del juego de apuestas en todas sus formas, casinos, tragamonedas,
bingos, loterías, quinielas, Prode, raspadita, apuestas deportivas, quiniela
instantánea y cualquier otra variante a inventarse.
También en Internet, donde disputa el
primer lugar de facturación con los sitios porno y de citas. En otra hábil treta,
en la que se utiliza a comunicadores debidamente interesados, se procura mimetizar
esta explotación con el entretenimiento, los jueguitos online o las App, un
intento más de disfrazar la naturaleza del "gambling" como se denomina
más precisamente en inglés.
El juego fue siempre un negocio sucio y
dañino, con cualquier formato de explotación. Basta recordar los comienzos de
la mítica Las Vegas y del mítico Bugsy Siegel, o las geniales descripciones de
Mario Puzzo, no por noveladas menos ciertas. Estuvo muchos años prohibido o
cuidadosamente acotado en todo el mundo, como en Nevada o Atlantic City. También
en Argentina, donde sólo algunas zonas turísticas tenían casinos.
De pronto se viralizó. Con gran
resistencia de las comunidades locales, con enormes tentaciones a los
políticos, con donaciones a entidades de bien público, incluidas las iglesias. Lo
que se hacía ilegalmente, pasó a hacerse legalmente, pero en una escala brutal.
En Estados Unidos nació la técnica de cambiar de jurisdicción ante gobiernos
irreductibles. Usaron las jurisdicciones portuarias, marítimas, de parques
nacionales, hasta las reservas indias y su tratado con Sherman para conseguir radicarse.
El juego era legal y se empezaba a
llamar industria. Como si eso lo tornara sano
y beneficioso para la comunidad.
Entran en escena las tragamonedas y la
tecnología. El juego deja de ser de azar, lo que muchos prefieren ignorar. Las
máquinas se programan para que ganen o pierdan un cierto número de veces o con
una ganancia determinada. A veces, esas ganancias se acuerdan con los
gobiernos. Otras no. Las tragaperras invaden los casinos y multiplican sus
ganancias. El Baccarat o Punto y Banca pasa a ser una pieza de museo, las mesas
de ruleta se achican y hasta son reemplazadas por máquinas que las simulan. El
80% de las ganancias de los Casinos pasa a provenir de las máquinas.
El juego ya no es privilegio de las
clases altas. Ahora es de pobres. La mayor ganancia de los casinos proviene de
que ahora juegan sus monedas los pobres.
Argentina no podía estar fuera del
mundo. No en estos negocios fáciles. Entonces se moderniza, ironicemos. Empieza
con los inocentes bingos y la "privatización" de hipódromos. Y corona
llenándolos de maquinitas. Pero en el estilo nacional: exagerado, alevoso, al
punto que algunas grandes concesionarias no informan al estado sus ingresos
porque "los sistemas no lo permiten". Como siempre, además de la
trampa se toma al otro por estúpido.
Por más que existan contratos, la
mayoría de los mecanismos de verificación y reparto de ganancias sigue siendo
tan misterioso como el contrato YPF-Chevron, de paso. Pero ese no es el punto
central. El punto central es el daño y la disolución social.
Sin temor a parecer una abuela, no hace
falta explicar a los lectores con alguna dosis de esquina que los casinos concitan
todas las adicciones que están desmembrándonos. Además, como una especie de
Asignación Universal incluyente, tenemos la quiniela, el bingo, los mil modo de
apostar a diario, a lo que se quiere agregar ahora la quiniela intantánea, una
ruleta continua frente a cada casa, un expolio de lesa humanidad a los carecientes.
En una hipócrita defensa de este
comercio, los representantes de la "industria" dicen que este sistema
reduce el juego ilegal. Como si el tema pasara por ahí, como si fuera posible
importar máquinas para hacer casinos ilegales, salvo vía ellos mismos. Como si
no se jugara exponencialmente más con el sistema que llaman legal. Bromas no.
Podemos hablar de los terribles daños
al individuo, recordando a Dostoievski y su inmortal obra El Jugador. Pero ni
siquiera es ese el tema. El tema es qué clase de sociedad queremos ser, entre
narcos y operadores del juego influyendo nuestras vidas y a nuestros políticos.
La Iglesia, ahora con la clara guía de
Francisco sobre las prioridades entre el dinero y el apostolado, tiene que
tomar posición clara en este punto. En el país ya hay tres veces más máquinas
tragamonedas que cajeros automáticos. ¿Adónde queremos llegar? El juego debe
reducirse drásticamente; no estatizarse ni regularse ni repartirse mejor.
Achicarse, limitarse, reducirse. Y mucho.
"Quiero cuidarlos", fue la
promesa de Mauricio Macri. Cuídenos. Pero el problema no es Cristóbal López. El
problema es el juego. Como la droga.