El sueño imposible de financiar el gasto con deuda externa
Es peligrosamente unánime el criterio de que el país tome deuda externa con fines múltiples. Partiendo desde lo más obvio, el pago a los holdouts, se llega a la aplicación de tales recursos a la financiación del plan Belgrano y otras obras, y se corona con la utilización de esos ingresos para atender parte del gasto público. Esa unanimidad de criterio no es técnica, sino que responde a la conveniencia y a los intereses de todos los factores, incluyendo al gran pueblo argentino en su mayoría, que reclama a gritos el ajuste, pero sólo de todo aquello que no le afecte.
Es importante que se analicen las consecuencias y los efectos de cada una de estas posibles decisiones, cosa que trataré de hacer sin apelar a fórmulas ni curvas ni terminología complicada, aunque utilizando los principios ortodoxos.
Las estimaciones del endeudamiento en 2016-2017 oscilan entre cuarenta y cincuenta mil millones de dólares, supuestamente en plazos que van desde 5 a 30 años, si el mercado lo permite. Estas cifras no contabilizan totalmente la emisión de nueva deuda provincial, que todavía no se ha sincerado.
Comencemos por analizar la deuda que se tomará para el pago a los holdouts, supuestamente 5 mil millones en esta etapa y otro tanto en una segunda, para cancelar el total existente en todo el mundo y en cualquier estadio de litigio. Esos montos no están considerados hoy en la información de deuda del país, ni en su valor original ni en el acrecido.
Consecuentemente, si bien el 60% de ese total no es técnicamente una deuda nueva, a todos los efectos de análisis y contabilización estaremos agregando esos diez mil millones de deuda para cualquier cálculo de solvencia y repago, por ejemplo, para calcular con base técnica el riesgo país o el valor de la tasa de interés que pagaremos.
Cualquier otra deuda que tomemos —nacional, provincial o municipal—, para cualquier destino —financiamiento del gasto, obra pública u otros propósitos—, deberá convertirse en pesos, salvo en aquellos casos en que esa deuda sea para pagar equipamiento o bienes importados.
Para convertir los dólares que ingresen por cualquier concepto, inclusive las inversiones, hay, como en cualquier caso, dos caminos. Uno es que los dólares sean comprados como reservas por el Banco Central, es decir, que el banco emita para pagar al Tesoro y que los pesos sean destinados a pagar gastos u otros conceptos. Tal movimiento, a efectos de la presión inflacionaria, es equivalente a emitir lisa y llanamente. En este supuesto, tomando deuda en dólares para financiar el gasto no se baja la presión inflacionaria del actual nivel de dicho gasto.
Si en vez de emitir pesos para comprar esos dólares, se los vende en el mercado sin intervención alguna del Banco Central, eso implica esperar que particulares y empresas compren esos dólares. Para ello, deben usar sus pesos u obtener pesos del mercado para comprarlos. En teoría, eso baja el circulante, es decir, la presión inflacionaria. Pero esa oferta adicional de dólares, si es importante, bajará el tipo de cambio del dólar de todos los dólares que se compren. Eso apreciará el peso, lo que puede tener un efecto muy desagradable, léase atraso cambiario. El peor de dos mundos: el dutch disease sin aumento de exportaciones.
También hay que pensar si los privados estarán muy interesados en atesorar dólares cash, en un contexto donde habrá desaparecido el estímulo para conservarlos. En otros términos, aumentar la oferta de dólares no implica crear necesariamente una demanda adicional. Esto será más cierto cuanta más deuda externa se tome.
Igual disyuntiva surgiría con el posible ingreso de dólares vía un blanqueo con el que sueñan muchos. El gasto se paga en pesos. ¿Cómo se conseguirán pesos con esos dólares sin emitir? ¿Vendiéndolos a quién? ¿Para qué los compraría alguien? Cuantos más dólares ingresen por cualquier concepto, más cierta y más importante será la disyuntiva: emitir más pesos, o sea, aumentar la inflación, o atrasar el tipo de cambio.
Esta especulación sirve para reforzar el concepto de que el gasto se debe bajar, con total prescindencia del mecanismo de financiación del déficit. Que la tasa sea el 35% en pesos o el 8% en dólares no altera la necesidad de reducir el gasto, como se ha explicado (No abundaré sobre el hecho de que además la deuda tomada para pagar gasto también debe pagarse).
Distinto sería decir que se recibe una inversión externa en dólares, que creará demanda adicional laboral y que permitirá absorber empleo público, pero, de todos modos, eso implica reducir el gasto del Estado.
La idea de que se puede emitir pesos contra dólares prestados que obran de respaldo y que eso no tendrá efectos inflacionarios es la que se usó desde 1976 a 1983, con consecuencias desastrosas en el endeudamiento, la inflación y la pérdida de competitividad. Esta afirmación valdría aun si los dólares que se tomasen pagaran tasa cero.
Esto significa que, de no bajarse el gasto, estaríamos jugados a que el crecimiento bajase la importancia relativa del déficit como único camino. Por otros medios, estaríamos de nuevo en el corsé explosivo impuesto por la convertibilidad (Por eso el sueño de Domingo Cavallo era usar el dólar como moneda nacional).
Está muy bien que dejemos de ser estafadores globales y cumplamos con nuestros compromisos. Está muy mal que luego nos endeudemos creyendo que eso nos dará aire para no tener que bajar el gasto. Como he tratado de explicar, no se trata de una cuestión conceptual. Simplemente no se puede lograr.