La propuesta de Fitch de un ajuste al estilo Argentina

La evaluadora tiene un enfoque superficial, parcial y contraproducente para cualquier economía

El informe de la calificadora ofrece una buena oportunidad para repasar algunos fundamentos básicos de economía y reafirmar conceptos fundamentales. El trabajo no difiere demasiado de lo que sostienen muchos economistas y periodistas especializados: como bajar el gasto es difícil y hay que cortar mucho para que la deuda sea sustentable, entonces hay que aumentar los impuestos o inventar nuevos para poder reducir el déficit.
Una concepción matemática de la acción humana, diría von Mises. No muy distinta a las recomendaciones del Fondo Monetario: bajar el déficit no importa cómo. La misma idea que se le impuso a Macri cuando, luego de mantener el mismo nivel de gasto cristinista y de endeudarse para pagarlo, se le acabó el crédito y tuvo que a aferrarse al salvavidas de un acuerdo que lo obligó a un ajuste que no bajó el gasto estatal, sino que aumentó tarifas e impuestos a privados, con el resultado conocido.
Habrá entonces que empezar por recordar que no es lo mismo reducir el déficit aumentando impuestos que bajando el gasto. Porque el problema principal no es el déficit, es justamente el gasto. Cualquier economista sabe que es preferible tener un gasto pequeño con déficit que equilibrio fiscal con gasto elevado. Desde la corta e interesada mirada de un fondo de inversión, o de una calificadora, se percibe un espejismo: al bajar el déficit habrá más dólares disponibles, y la deuda se volverá sustentable en los cálculos.
Pero eso es sólo en los papeles. En la vida real, un aumento de impuestos tiene siempre mucho más efectos negativos y por más tiempo sobre el PIB y la actividad que la baja del gasto. Entonces, el déficit termina siendo porcentualmente igual o mayor que el que se intenta resolver, al achicarse el Producto, y el supuesto sustento de la deuda se cae a pedazos al reducirse el saldo del balance de pagos. Con lo cual el acreedor tampoco logra cobrar. Ajuste a la Argentina.
Si el déficit se intenta paliar con más impuestos, las recesiones duran mucho más que si se resuelven con baja del gasto, y ello causa más daño a los trabajadores, a los contribuyentes y al consumo. Por mayor abundamiento, la columna vuelve a recomendar el trabajo publicado este año bajo el título Austerity (Alesino, Favero y Giavazzi, @ Princeton University Press), donde se analizan con avanzada técnica 50 casos de ajustes de déficit en países y casos compables, con los resultados comentados.
En términos casi filosóficos, el otro problema de aumentar los impuestos cada vez que se gasta de más, es que se acostumbra al estado –y a la sociedad– a que sus dispendios son siempre inmortales y siempre financiables. Eso termina muchas veces en default. Otra vez ajuste a la Argentina. Dudosamente eso puede servirle a los acreedores, ni tampoco a Fitch.
Ciertamente, las dificultades instantánteas políticas, legales, sociales y las presiones de muchos intereses, hacen que parezca más fácil aplicar soluciones alternativas que ofrecen menor resistencia, pero se trata de un inmediatismo que tiende a obnubilar el razonamiento, a hacer olvidar lo aprendido en los claustros y a debilitar la voluntad de quienes deben aplicar los remedios. Tampoco es menor la amenaza latente de hordas salvajes rompiendo y quemando bienes públicos. Pero todas las hordas no alcanzan a cambiar las leyes económicas. Habrá que usar el capital político y la capacidad de persuadir y de paso testear el apotegma de que Uruguay es distinto.
También es cierto que a lo largo de quince años, como explica El Observador en esta nota, se fue armando una barricada legal que tiene componentes lógicos y otros exagerados, cuando no directamente nocivos. Nuevamente se deberá recurrir a la negociación, la persuasión, la creatividad y a usar los mecanismos legales existentes para corregir esas poison pills paralizantes, que tienen en muchos casos características que rozan lo inconstitucional o debieron ser objetos de una reforma de la Constitución. De lo contrario, esas leyes harían innecesario votar, porque cualquier gobierno estaría atado a un modelo ideológico, lo compartiese o no.
Un tema de fondo que deja de lado el informe de Fitch es el valor de un plan, tanto para la ciudadanía como para los acreedores, los bancos y las calificadoras de riesgo, que no deberían comportarse solamente como una oficina burocrática tipos FMI u OCDE. Por plan no debe interpretarse un conjunto de buenos deseos o pronósticos, sino un proyecto de tres o cuatro años elaborado en detalle, un copromiso del gobierno y sus funcionarios, un cronograma de acciones y metas, debidamente cuantificado. Un compromiso que requeriría de los jerarcas un seguimiento trimestral y una continua rendición de cuentas al público, para evaluar los resultados, los desvíos y las demoras.
Para los rioplantenses que las saben todas, esta idea es utópica, sobre todo por la costumbre de que la política sea frecuentada por algunos charlatanes. Pero un gobierno serio que tiene que enfrentarse a un cambio de habitos, prácticas y excesos, debe utilizarlo como eje de su política económico-social. De paso, es una excelente herramienta para convencer a los inversores y mercados de deuda.
Como referencia para los escépticos, ese concepto de plan fue utilizado con gran éxito por Suecia, cuando tuvo que salir de la quiebra (sic) a la que la llevó el socialismo y pasar a ser un país económicamente serio. El resultado fue notablemente bueno, pese a que todavía muchos sigan sosteniendo que Suecia es socialista.
Fitch equivoca el consejo, y propone algo que puede ir en su propia contra. De paso, seguramente sin intentarlo, pone una presión innecesaria sobre los jerercas del nuevo gobierno, que necesitarán toda su energía, su convicción, su tenacidad, su capacidad y su coraje para bajar el gasto y subir las chances de bienestar para todos.
Fitch propone un ajuste a la Argentina. Lo que hace falta es un ajuste a la uruguaya, diría Jorge Batlle. Y tendría razón.




Otra nueva estafa a los jubilados legítimos


Por los políticos ruines, el periodismo complaciente y los economistas superficiales, los llamados condescendientemente “abuelos” volverán a perder, y así hasta la muerte 


Cada vez que se habla de bajar el gasto, la respuesta de los expertos del análisis presupuestario exprés es: “el Gasto Social es más del 80% de Gasto Público, por lo que no se puede tocar ni desindexar”. Eso puede estar por cambiar, por la fuerza de la realidad y de la manipulación del gobierno de TodosPonen, pero como siempre, del modo más injusto posible, a lo argentino. 

Dentro del multipropósito paquete del Gasto Social, se incluye como si fuera un rubro más de erogaciones el pago de jubilaciones regulares de aquellos que contribuyeron entre 30 y 45 años con sus aportes al sistema y que seguramente correrá la misma suerte que el resto del gasto social, o sea, será licuado, devaluado, desindexado, postergado o algún destrato similar.

Se omitirá así una cuestión de gradación, de orden de prelación de derechos, hasta de Derecho Administrativo, esa rama jurídica asesinada por el tándem Cavallo-Liendo en los 90. 

Se ve muy claro si se desagrega el gasto de la ANSeS. Allí se explica que el gasto global del ente representa el 10.3 % del PBI, el 72% del Gasto Social total y el 46% del Gasto Público Nacional. Impactantes cifras. Hasta que se adentra en el análisis. 

Porque cuando se resta del gasto una serie de prestaciones (cuya oportunidad, necesidad, monto, equidad o justicia no son tema de discusión en esta nota), se observa que el monto dedicado al pago de jubilaciones se reduce al 7.8% del PBI, o sea al 34.6% del Gasto Público Nacional, y al 54.2% del Gasto Social Total. 




Es decir que se están contabilizando como gastos de la ANSeS la AUH, las pensiones de todo tipo, las asignaciones familiares y una gran cantidad de gastos y compensaciones que nada tienen que ver con el Sistema de Jubilaciones, ni justifica mezclar con el presupuesto de la administración de dicho sistema, cuya recaudación de aportes tiene fines legales específicos e inamovibles. 

Por supuesto que el estado, la sociedad, la sensibilidad popular o lo que fuera pueden establecer dádivas con cualquier propósito, y eso no se discute aquí. Pero sí se discute el hecho de que se mezclen conceptos y se equiparen derechos contractuales, con dádivas que dio el estado por la razón que fuere, que no solamente se roban los fondos específicos, sino que terminan metiendo en una misma bolsa conceptos jurídicos muy diferentes de forma ilegal, inmoral e injusta.

La jubilación es un derecho adquirido no por una ley, un decreto o una gracia. Sino por el aporte que hacen los individuos a lo largo de su vida, que por otra parte es obligatorio. Para ambas partes, se supone, o debería ser así al menos, porque quien ha hecho esos aportes tiene un derecho contractual y moral de orden superior a cualquiera otro que reciba una gracia del estado. Lo que por otra parte ha sido consagrado también por la Corte. Por lo menos hasta el momento de escribir esta nota. 

Que algunos que dicen entender sostengan que es un sistema de reparto, como si fuera un sistema de limosnas, no cambia ni la obligación de respetar el destino de los fondos ni la diferencia jurídica que existe entre una jubilación y una AUH, por ejemplo. 

Por lo menos esto debería ser entendido por los liberales de apuro que defienden los derechos adquiridos de Eskenazi, Bulgheroni, Techint o Socma, que hacen y ganan juicios contra el estado con gran facilidad, mientras que un jubilado, con un contrato mucho más simple, claro y transparente con el estado, en el que fue forzado a una adhesión involuntaria, no tiene ningún derecho, ni el de cobrar los juicios ganados con sentencia definitiva ni los superfluos jucios adicionales por cobro y embargo. 

Antes de que los expertos salten diciendo que el sistema está fundido y que hay que cambiarlo por estar desfinanciado y ser insostenible, habrá que seguir mirando los datos. Y excluir los pagos que se hacen en concepto de las denominadas moratorias, que Cristina Kircher adjudicó a voluntad y que Macri no paró del todo. Entonces, cuando el cuadro se limita solamente a las auténticas jubilaciones con aportes legales, la situación cambia drásticamente.






¡Ahora resulta que lo que gasta ANSeS en pagar las jubilaciones legítimas, de acuerdo a las reglas vigentes, malas o buenas, es el 4.4% del PBI, no el 10.3 original!

No sólo no es culpa de los jubilados que el sistema sea insustentable, sino que no es cierto. Es posible que haya que cambiarlo previendo el futuro a mediano plazo. Pero hasta hoy no es infinanciable. 11.5 millones de personas aproximadamente aportan 7% del PBI, en promedio, lo que excede el total de jubilaciones a abonar, incluyendo el efecto de los pagos a los ex afiliados a las AFJP.





Por supuesto, si a la cifra de 3.075.000 jubilados con aportes plenos y completos se le agrega la carga adicional y súbita de 3.730.000 jubilados frutos de moratorias que no tienen nada que ver con el sistema, no habrá mecanismo que aguante. De nuevo, podrá haber justificaciones de todo tipo, razones atendibles y consideraciones sumamente válidas. Pero si el estado considera que deben otorgarse subsidios, dádivas o pensiones por esa causa o por cualquier otra, no deben imputarse contra los fondos legítimos recaudados con los aportes directos o indirectos de los trabajadores. 


AUH, moratorias por falta de aporte, pensiones de invalidez, vejez, asignaciones familiares, subsidios por desempleo o maternidad, deben ser abonados de los fondos generales del estado o de partidas creadas y financiadas al efecto, no robándolo de los fondos de los futuros jubilados. O de los fondos confiscados a las AFJP, que supuestamente eran para asegurar la sustentabilidad del sistema. 

Ahora que se supone que es casi inexorable un ajuste presupuestario a menos que se desee una hiperinflación o una parálisis del estado por falta de pago, el argumento de esta nota es que los jubilados deben ser preservados y diferenciados al mismo nivel que cualquier acreedor privilegiado de la Nación Argentina, por derecho humano, por derecho administrativo y por derecho a la seguridad jurídica que su contrato con el estado merece. 

Salvo que haga falta que los jubilados formen un gremio combativo, tomen las calles y consigan jefes piqueteros que los apoyen con alguna intifada y saqueen los supermercados. Todo el resto del gasto, que hoy se mete bajo el mismo paraguas, con el argumento falso de que el sistema es infinanciable, tiene que seguir el destino de cualquier otro gasto estatal. Las jubilaciones no. Ya se les ha robado demasiado a “nuestros abuelos”, como aman decir los autores del despojo. No se los debe defaultear.  

Hay que recuperar el crédito. Pero primero hay que recuperar la moral. 



Fuente de los datos: Oficina de Presupuesto del Congreso - 2019






Enojando a Trump


Desde el mismo momento en que comenzaron las negociaciones para pedir la ayuda al FMI, que presagiaba el desenlace que se vive hoy, expresé mi desacuerdo con cualquier propuesta de solución que se basase en confiscación o default de cualquiera de las deudas que mantiene el país, incluyendo plazos fijos, Leliqs y similares. 




Esa posición, contraria a la de algunos conocidos economistas, obedecía a diversas razones. La más elemental era que un default, una licuación o una confiscación no deberían ser considerados herramientas para una solución, porque en ese caso se estaría ante un acto de piratería y apoderamiento inaceptable, sino que se tratan de desastres a los que llevan las malas políticas fiscales. Como tal, planificarlas constituía una canallada. Y no evitarlos también.

Hay otros elementos prácticos y técnicos que justificaban mis argumentos. El más evidente es que no hay nada peor que acostumbrar al Estado a que sus dispendios tendrán un financiamiento infinito, o no tendrán ninguna consecuencia. Porque entonces su gasto tenderá también a infinito. Lo mismo rige para lo sociedad, acostumbrada, más allá de sus declamaciones, a pedir del estado más y más, para luego protestar contra los costos de sus reclamos: inflación, impuestos, endeudamiento, desempleo, falta de crecimiento. Borrar mágicamente los efectos de un atracón de gasto y sensiblería fiscal es como malcriar a un niño del peor modo. 

En el aspecto técnico, un default o confiscación alejan la inversión, tanto en el tiempo como en la confianza. Un costo demasiado alto cuando, justamente, hace falta una vívida creación de empleo privado que sólo saquella produce. Máxime si se llega a esa situación de insolvencia planificadamente, como si se aplicase un cronograma fraudulento. 

En lo que hace al mercado interno, confiscar depósitos o canjearlos por instrumentos de deuda aleja el consumo todavía más, o pone su impulso en manos del estado, la peor de todas la soluciones. 

Y luego queda el aspecto ético. El usar un default, una licuación o una confiscación como solución planeada es sencillamente repugnante. Debería serlo todavía más para quienes han hecho tantas barbaridades en nombre de la gente, la solidaridad, el pueblo, la justicia social y una serie de palabras igualmente vacías, por las consecuencias futuras.  Y algo más: aún los más fríos banqueros, los que se han beneficiado tantas veces de nuestra irresponsabilidad, miran con desprecio y desconfianza a quienes siguen esas prácticas.

“El default, la licuación y la confiscación ya están. Sólo la estamos visualizando”.  
– Dicen los predicadores de la quiebra. Sólo habrá que recordar la inteligencia, el coraje y la grandeza de Jorge Batlle cuando resolvió la crisis uruguaya con decencia, mientras nosotros elegimos la trampa, para mirar a los exégetas del incumplimiento con desprecio. 

En varias circunstancias parecidas en el pasado, y en pos de similares soluciones “pícaras”, nuestros políticos y economistas recurrieron a algún personaje mascarón de proa que consciente o no, aplicara previamente una política o un plan que estallaría finalmente, y produjese una licuación, un default generalizado, una hiperinflación, una hiperdevaluación que permitiera empezar de nuevo, borrar la memoria de los precios relativos y del poder adquisitivo históricos. Eso permitía partir de una base de comparación depreciada que asegurase el éxito estadístico y justificase el silenciamiento y la pasividad sindical. También permitió que apareciesen luego economistas prodigiosos y mágicos que por unos años hicieron milagros, hasta que la calesita volvía a acelerar su ritmo y se producía una nueva crisis, con las mismas situaciones, las mismas palabras, las mismas consecuencias y las mismas víctimas. 

Muchas veces fueron esos economistas iluminados los que designaron antecesores de plástico para que provocaran deliberadamente o no el borrón y cuenta nueva que les allanara el terreno para el reseteo y resurrección. 

Enfrentado a la herencia de su herencia,  empeorada con los retoques del gobierno de Macri, el peronismo no es capaz de producir un plan creíble. Ni ningún otro. Ni tiene una solución ni una salida, ni el talento técnico para discurrirla. Tampoco el coraje político ni la estatura moral para hacerlo. En esa situación, no es imposible que busque a algún gurú que lo saque de la disyuntiva. Pero ese gurú necesita una licuación previa. Necesita partir desde la tan agitada tierra arrasada y desde el reclamo cero, que se produce después del incendio.

En ese proceso, la ayuda americana, apenas insinuada por el casquivano presidente carotenado, puede resultarle más una carga que una solución. Porque lo obliga a hacer una buena letra que no puede, no quiere y no sabe hacer. Y a un ajuste imprescindible pero que jamás hará Cristina. Más bien le conviene pelearse con él. Como con Braden. Como la épica con el Fondo, cuando se le pagó a su pedido el 100% de su préstamo y se lo disfrazó de liberación y soberanía. 

Sobre esa épica y la acusación  a la herencia al cuadrado recibida, se puede montar el escenario de licuación y default que prepare el panorama para algún mesías económico que produzca la recuperación estadística. Otro 2003. Sin soja, claro. Pero si la debacle es suficientemente grande lo mismo darán los números para mostrar una recuperación y se podrá gobernar en la emergencia por varios años, y justificar lo que siempre fue injustificable, hasta el default judicial.

¿Trump o Fernández?






Hay que cambiar el capitalismo

Para que la democracia vuelva a ser democracia, el capitalismo debe volver a ser lo que era


El estallido de una nueva versión de guerrilla en Chile pone otra vez en tela de juicio al sistema capitalista, que es en esencia el liberalismo aplicado. Marx necesitaba sacralizar el trabajo dándole un papel de preferencia en la producción de bienes y entonces lo opuso al capital, (tecnología, en términos actuales). 

En vez de entender la forma en que ambos conceptos se interrelacionan y producen riqueza, como dice la teoría liberal, o sea la economía ortodoxa, prefirió inventar una lucha a muerte entre capital y trabajo, convirtió al primero en un ogro explotador y usó la denominación de  capitalismo. Hoy se le llama, con igual propósito denigrante, neoliberalismo. 

El término liberal se usa en EEUU de un modo casi opuesto, pero los americanos son todos un poco Trump desde siempre, de modo que no hay que sorprenderse por esa deformación idiomática precaria. 

Se suele acusar al sistema capitalista de ser culpable de la pobreza, de la desigualdad - ahora llamada con toda deliberación inequidad, para darle un tono de reclamo justo - de que haya billones de personas con pocas oportunidades en el mundo, como si algún otro método o teoría hubiera hecho antes algo por ellos, fuera de matarlos, esclavizarlos o ignorarlos. Se omite deliberadamente que esas masas olvidadas empezaron a transitar un sendero de progreso y de mejor calidad de vida cuando sus países abrazaron los principios liberales, o capitalistas. Antes de ese momento, eran ignorados por todos los sistemas y por sus religiones, como el dramático caso de India, donde la resignación está contenida en su formato de castas inexorables. 

Pero aún si se da validez a las críticas al capitalismo liberal - para unificar el concepto - se puede observar que todas las fallas que se le atribuyen, en realidad se han producido y se siguen produciendo cuando se quiere eludir sus enseñanzas, sus reglas, las consecuencias de la acción humana que tan bien describiera von Mises. Así, se fueron buscando trucos matemáticos, seudoteóricos y dialécticos para justificar excepciones que permitieran a los gobiernos (políticos al fin) eludir las consecuencias de sus desvíos sin efecto aparente, con lo que se ha generalizado la creencia de que el capitalismo es algo viejo, que no se ha adaptado a los reclamos de las sociedades modernas, como si los deseos de la sociedad fueran suficiente argumento para cambiar las reglas de la economía clásica, que describe y anticipa con precisión los efectos de cada distorsión, de cada exceso, de cada desvío. 


Ese voluntarismo fomentado también se podría llamar populismo, en cuanto simplemente busca satisfacer lo que quieren las sociedades, que es el obtener el mayor beneficio con el menor esfuerzo. En el afán de congraciarse con su electorado y así poder justificar su presencia y su frondosa participación en las ganancias, los políticos hacen creer a la población que las ventajas que se obtienen gratuitamente sin esfuerzo, trabajo, formación y talento no tienen contrapartidas carísimas, con lo que terminan desilusionándose del capitalismo cuando en rigor deberían desilusionarse del sistema político que las estafa, hoy llamado pomposamente democracia. 

Para poner algunos ejemplos. Cuando la población se duplica en menos de medio siglo, o se triplica en un siglo, la economía requiere que ocurran paralelamente algunos fenómenos inevitables:

a.    que bajen los salarios o se flexibilice la legislación laboral. 
b. que se eduque a los trabajadores en las nuevas necesidades de conocimiento. 
c.  que aumente la inversión para agregar más tecnología (capital) que permita mejorar el output.
d.   que aumente la innovación con igual propósito. 

Si en cambio esos pasos se evitan, se impiden por el medio o razón que fuese, faltará empleo, estallarán todos los sistemas de pensión, los precios serán inalcanzables para una buena parte de la población, igual que los servicios esenciales. 

Si se intenta proteger a una industria local de la competencia externa, los precios serán siempre relativamente altos, la calidad siempre relativamente baja, las opciones pocas, el empleo será pobre y el crecimiento y el comercio internacional escuálido. 

Si se controla el tipo de cambio, la especulación interna y externa será una constante, la inversión será pobre, la exportación provisoria y precaria, las reservas siempre se aniquilarán y la productividad y aún la producción caerán. 

Si se intenta acelerar el proceso de eliminación de la pobreza o la desigualdad por medio de impuestos, la inversión caerá, el consumo caerá, y además el valor agregado del consumo caerá. También caerán el ahorro (inversión interna) y la inversión externa. La competitividad caerá y con ella la exportación y la importación. 

Si en vez de eso se intenta financiar el gasto solidario con emisión, se tendrá alta inflación, tipos de cambios fluctuantes y crecientes con espiralización cruzada, aumento de la pobreza y la desigualdad, baja inversión y finalmente, baja importación, baja exportación, bajo consumo y finalmente más carencia generalizada. 

Si se intenta aumentar el valor de la jubilación sin respaldo, se deberá recurrir a nuevos impuestos, o a emisión. O a endeudamiento interno o externo. Lo mismo vale para cualquier prestación que no se compadezca con el crecimiento real del país. Con las consecuencias que se han descrito antes, según el financiamiento que se elija. O se irá a alguna clase de default. 

Si se pretende sancionar a los grandes innovadores con impuestos o prohibiciones, se terminará desestimulando la inversión, la productividad y la calidad de los outputs, con efectos negativos sobre el empleo, primero que nada, y sobre todas las demás variables mencionadas. 

Si se intenta subsidiar el desempleo con planes o pagos permanentes, además del efecto sobre el gasto total con todos los efectos negativos que se describen, se terminará por eliminar la vocación de trabajo, empujando a la marginalidad a buena parte de los habitantes.

Si se quiere dar educación gratuita para todos se terminará dando una pobre educación para todos, donde la inclusión se privilegiará por sobre la excelencia, como es cada vez más notorio. Más allá de los efectos económicos del gasto. 

 Esto se aplica a todos y cada uno de los casos en que la sociedad reclama más acción y beneficios del estado, a cualquier nivel de ingresos, en cualquier papel que le toque ocupar a cada factor en la escena nacional. 

Por eso el nivel de intervención estatal y de financiación del estado de los costos de beneficios a la población deben mantenerse acotados y dentro de parámetros de subsidiaridad, temporalidad y sustentabilidad. Porque de lo contrario el efecto de esas acciones terminan empeorando la situación que se intenta aliviar. 

No importa el tamaño de la economía. Esto ocurrirá en cualquier país donde se intenten estas excepciones, aunque el efecto pueda demorarse un poco más en casos de grandes potencias, que además en una primera etapa pueden exportar esos efectos a otros países menores.

También la falacia de otorgar estas ventajas a cuenta de un supuesto crecimiento futuro originado por esas mismas concesiones estalla siempre en un desequilibrio presupuestario de magnitud. 

Un dramático ejemplo mundial se observa cuando los gobiernos intentan evitar las recesiones, fruto de los ciclos económicos, con emisión monetaria, baja de tasas de interés a niveles anticapitalistas y mecanismos de compra espuria de acciones y bonos de empresas.  O rescatan empresas fundidas. El experimento suele tener éxito un tiempo, para estallar en alguna burbuja que deja un tendal de víctimas inocentes, o terminar con el estado financiando a los que lucraron con semejante idea, otro mecanismo fatal de gasto con todos los efectos ya descriptos. Siempre el sistema se recupera más rápidamente de una recesión sin intervención del estado que con su intromisión. Como se recupera más rápido y con menos daño de un déficit bajando el gasto que subiendo impuestos. 

Todos los efectos negativos que se atribuyen al sistema capitalista, son en realidad excepciones que se han intentado a su concepto de fondo, a pedido de pobres y ricos, de empresarios y trabajadores, de gente con trabajo y de gente sin trabajo, de damnificados y beneficiados, en nombre de la solidaridad, de la creación de empleo, de la patria, de la defensa de la industria de un país, de los derechos inalienables de algún sector, de los derechos humanos o de cualquier otra cosa. Y a los efectos acumulados exponencialmente de esas excepciones. 

Los gobiernos, los candidatos y sus economistas no tienen el coraje y convicción técnica para defender los principios de sanidad que configuran y definen al capitalismo. Ni tampoco el coraje político para explicar que la realidad es que no hay manera de evitar las consecuencias de lo que se hace cuando se rompen las leyes de la economía. Con lo que toda la humanidad se siente en el derecho de reclamar todas las excepciones que hagan falta, que se apodan con floridos nombres y doctrinas. 

No hay tal cosa como una modernidad que obliga a cambiar conceptos y decisiones. Hay una enorme mentira que a la sociedad le conviene creerse y a los políticos les conviene hacer creer mientras patean la pelota para adelante. La neoguerrilla chilena no es una excepción. Piñera, con su mea culpa familiar, tampoco lo es. 


Los principios del liberalismo son de tal potencia que es muy difícil concebir una democracia sin pleno capitalismo liso y llano, sin creatividades ideológicas tramposas. Pero los efectos de esa hipocresía global son de tal magnitud que, en las condiciones actuales, ni el capitalismo es capitalismo ni la democracia es democracia. Todo es una puesta en escena con nombres de fantasía.