El fin del liberalismo
La prédica liberal en el desierto
La prédica liberal en el desierto
Después de varias décadas de propugnar los principios liberales en Argentina, quienes abrazamos esa misión, pobres émulos de aquellas grandes voluntades fundacionales, deberíamos aceptar que la lucha está perdida. Que tal situación sea similar a lo que ocurre mundialmente puede eximir de la autoflagelación pero no de la tristeza y la desazón.
El desastre kirchnerista, la posterior desilusión del gobierno de Cambiemos, la sensación de constante saqueo legal e ilegal multipartidario y multipoder en que está sumido el país, el fracaso como sociedad, como comunidad y como nación, reflotan hoy por un rato la esperanza de un resurgimiento del liberalismo, ahora llamado impropiamente neoliberalismo por la posverdad populista y el relato del progresismo marxi-gramscista, e impropiamente libertarismo por la superficialidad vergonzante adolescente y millennial.
El ejercicio pleno de las libertades por parte del individuo, supone - principio esencial liberal - la vocación de ser autoportante, de desarrollar sus propias capacidades
El ejercicio pleno de las libertades por parte del individuo, supone - principio esencial liberal - la vocación de ser autoportante, de desarrollar sus propias capacidades, de vivir de su propio esfuerzo, de competir y tener éxito, o de fracasar. La precaria protección ofrecida por el rey, o sea el estado, siempre trajo como contrapartida esclavitudes, feudalismos, apoderamientos y vasallajes. Por eso las constituciones de los siglos XVIII y XIX se ocuparon de limitar el poder absoluto del estado-rey y de garantizar que todos los ciudadanos pudieran desarrollarse de acuerdo a su esfuerzo y sus talentos.
Pero el argentino de hoy no es aquel ciudadano. La protección, el subsidio, el ataque sistemático a su autoestima, el relato sobre terribles complots internacionales para atacar a su país, la intervención estatal para evitarle hasta el esfuerzo de pensar, como decía Tocqueville, lo han transformado en un ser inseguro, prejuicioso, cómodo, temeroso, melindroso. ¡Qué difícil pedirle que se haga cargo de su destino! ¡Qué difícil decirle que deberá dejar su cómodo puesto en el estado, su plan, su subsidio, y salir a buscar trabajo, tarea que ya no figura en su léxico, sólo reservada a venezolanos que sí consiguen empleo!
Toda la comunicación política, social, periodística, se basa en convencer a la población de que necesita ser protegida, preservada de todo mal, sacrificio o dificultad. Y en inculcarle el miedo.
La educación es el mejor ejemplo del final del liberalismo. Aun los padres de clases más ricas insultan y se pelean con los maestros. ("Pago para que le enseñen a mi hija, no para que la aplacen o la hagan repetir el año") Los planes de estudio son una entelequia, los chicos no repiten porque hay orden de aprobarlos, las universidades públicas tienen sucursales en cada pueblo porque se supone que eso es democratizar la enseñanza. ¿Cómo ese educando saldrá a ganarse su sustento, a competir, a crear, a vivir su libertad? Cómo no dependerá del estado, de la solidaridad, de la dádiva, de los derechos que cree que su país le debe garantizar? Una educación donde el mérito es un demérito, donde ser el mejor alumno es un hecho mortificante y casi psicopático y motivo de escarnio, castigo físico, o bullying.
Toda la comunicación política, social, periodística, se basa en convencer a la población de que necesita ser protegida, preservada de todo mal, acolchonada para evitar todo posible esfuerzo, sacrificio o dificultad. Y en inculcarle el miedo. Miedo al mundo externo, miedo a depender de sí mismo, miedo a los otros, miedo a competir, miedo a equivocarse, miedo a vivir.
Cuatro millones de jubilaciones regaladas sin aportes, se autojustifican con una frase ni siquiera probada: "pero esa pobre gente trabajó toda su vida en negro" como si eso no fuera también una decisión. Todo gasto público es calificado de imprescindible, por conveniencia o por solidaridad exprés. La correlación entre el gasto solidario y el impuesto correspondiente, o entre el consumo de energía y sus costos reales, por caso, es deliberadamente desconocida por vastos sectores.
Vivimos en un país en que sus ciudadanos son considerados tan estúpidos que tienen la obligación de agremiarse, además, en los gremios que el estado-rey autoriza. Tan inútiles que no pueden ahorrar para proveer para su jubilación y deben ser obligados a hacerlo en el sistema monopólico y ladrón estatal. Tan incapaces que no pueden postularse a diputados sin la tutela de un partido político, también autorizado por el estado-rey. Tan esclavos que son obligados a ir a votar para elegir a su amo.
Una sociedad que tiene miedo hasta de usar ciertas palabras, prohibidas por la corrección política, de aprobar o desaprobar ciertas ideas
Un país donde hay que pedirle permiso a la AFIP para emitir una factura o para vender un autito usado. Donde el oficial del banco es el auditor y censor de su cliente y lo puede volver un paria financiero si quiere. Un país que se escandaliza ante el trabajo de los menores, pero permite que los padres manden a sus hijos a las calles a limosnear, exponerse al malabarismo de esquina, que se alquilen bebés para mendigar o que los chicos de 13 años se prostituyan en el Obelisco, trafiquen pasta o paco o lo fumen. Un país donde se vota en función de las grietas, negación misma del libre albedrío de los ciudadanos y donde los medios comentan esa estrategia como un acto de inteligencia y marketing político, no como una canallada. Un país donde muchos cargos electorales se deciden entre las 18.05 y las 18.30 del día de la elección, con fiscales o sin fiscales.
Cómo conseguir un voto liberal de ese individuo que no confía en sí mismo, en su propio esfuerzo ni en su formación (con razón) a quien hablarle de principios de libertad es ofenderlo, asustarlo, escandalizarlo, insegurizarlo? Una sociedad que tiene miedo hasta de usar ciertas palabras, prohibidas por la corrección política, de aprobar o desaprobar ciertas ideas, o a no ser suficientemente progresista, permisiva, solidaria, abierta, tolerante, abolicionista, abortista o ignorante. Una sociedad en la que el esfuerzo previo es considerado mala palabra y el trabajo es denigrado por ser un mecanismo de explotación. Una población amedrentada, con funcionarios cobardes que anuncian cualquier medida de racionalidad y sensatez con miedo, con excusas, relativizándola, y que retroceden ante cualquier amago de protesta, que se sabe será inevitable cada vez que se intente romper el paradigma de la garantía del bienestar sin esfuerzo. Imposible no atribuir semejante comportamiento melindroso a la necesidad de encubrimiento y tolerancia para garantizar la impunidad.
La democracia requiere persuadir al votante de aceptar cambios que él cree que irán en su contra, condicionado por décadas de recibir un mensaje que ya no se atreve a desafiar. Como un reflejo condicionado. Un lavado de cerebro. Una democracia que se basa en creer que el que gana hace lo que quiere, sin tener en cuenta el derecho de las minorías. (Salvo las disruptivas) Un sistema donde los controles cruzados de la república se han oxidado y extinguido con la corrupción, y la impunidad protege su feudo con el filtro legal creado desde Alfonsín en adelante para impedir la entrada de quienes no adhieran a la alternancia entre progresistas populistas con diferentes divisas rotativas, un proceso de redistribución de riqueza... sólo para los políticos.
¿Tiene sentido ser como un moderno Espartaco e intentar encabezar la rebelión de los esclavos, pese al peligro de destruirse en el empeño?
La pregunta es seguramente, ¿vale la pena la lucha, postularse, intentar obtener el poder o al menos un lugar en el sistema desde el que levantar las banderas del liberalismo, que nació defendiendo a las clases más bajas de los abusos de cualquier índole de los poderosos y ha sostenido esos principios desde siempre? ¿Tiene sentido ser como un moderno Espartaco e intentar encabezar la rebelión de los esclavos, pese al peligro de destruirse en el empeño?
La respuesta, que adivino en todos quienes están en la lucha de reivindicar la libertad como el mayor bien y el mayor derecho luego de la vida, es sí, lo tiene. Como tiene sentido la tarea de la enfermera o el médico que en el campo de batalla se esmera hasta la abnegación para salvar una sola vida, mientras las bombas o la metralla matan a miles. Como un bombero trata de salvar a una sola víctima en un incendio a pesar de saber que habrá decenas de muertos. Como un maestro se esmera en enseñar a un alumno aunque sepa que hay miles que nunca aprenderán a leer.
Tiene sentido como servicio, como misión, como objetivo de vida. No por creer que se tiene la verdad, sino por la convicción de que lo que hay disponible es muy malo para la gente, la sociedad, el país. Aun a riesgo de fracasar una y otra vez, aun a riesgo del descrédito y la befa, aun a riesgo de la desilusión de que la epopeya termine en feudalismo nuevamente, como le ocurrió al guerrero-esclavo macedonio. O de ser escarnecidos como Casandras modernas, sin importar la solidez de los argumentos ni de qué lado está la verdad y el bien.
La nota abre un debate y un análisis que profundizaré. La próxima es el marco legal, un muro de acero antiliberal. Esto recién empieza, por supuesto.
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