El observador. 1 de octubre 2019 OPINIÓN
La rebelión de las masas
Cuando la defensa de los derechos atropella a la democracia, ninguna causa es legítima
La imagen y la voz de la joven Greta Thunberg retumbando en las Naciones Unidas para hacer oír su queja y su ira por la indiferencia ante el cambio climático conmovió la sensibilidad de vastos sectores. Y concitó el enojo de otros. En ambos casos, por razones, intenciones, prejuicios, intereses e ideologías diversas. Se mezclaron, además, cuestiones de género, discriminación, acusaciones, eslóganes y solidaridades ajenas al tema en sí. Como suele ocurrir.
El cambio climático bien puede ser el epítome de las reivindicaciones y reclamos de todo tipo que caracterizan el actual mecanismo de disrupción sistemática de la sociedad mundial. O de una parte de ella. En este caso, potenciada por la amenaza casi teológica del fin del mundo a plazo fijo, que ocurriría exactamente en 2047, no se conocen aún mes y día.
El sarcasmo de la frase no intenta descalificar la importancia del problema ni del reclamo. Ni su gravedad. Tampoco ignorar los abusos aberrantes que ha habido y hay en contra de la naturaleza. Y esto podría aplicarse a todos los otros casos de movimientos reivindicativos. Lo que preocupa es el concepto tan simplificante y adolescente, tan de influencer, tan de Facebook o Twitter, de tomar la instantaneidad, juzgar y querer actuar sobre ella y modificarla de urgencia, haciendo caso omiso de las razones o de los antecedentes, despreciando por ignorancia, comodidad o por puro ejercicio de la posverdad, la historia y, sobre todo, la lectura de la historia, convertida en irrelevante e inútil.
Eso lleva, en el caso del clima, a omitir recordar, por ejemplo, los graves daños ambientales generados por la mengélica deforestación-reforestación escandinava, con su correlato de genocidio de la biodiversidad, fruto de enormes intereses económicos, para atacar a Brasil, ahora culpable único del calentamiento global. Y a la injusticia infantil de denunciar al voleo a algunos de los firmantes del Acuerdo de París, pero no a EEUU y China, los peores polucionantes, porque han renunciado a ese tratado.
O a culpar –con total desconocimiento– a las vacas por sus emanaciones de gases, lo que llevará a que bandadas de irritados manifestantes terminen escupiendo los platos de quienes coman un bife en cualquier restaurante del mundo, como ocurrió con los tapados de piel. Para entenderlo más fácilmente, los que polucionaron la atmósfera con experimentos nucleares, denuestan a las usinas atómicas. Los que tiraron las bombas nucleares y mataron 250.000 personas ahora obligan a firmar tratados antinucleares. Afortunadamente no se han percatado de que los humanos emanan más gases más que las vacas.
Esto lleva a grandes contradicciones. Los chalecos amarillos en Francia, nacieron para protestar contra el impuesto a las naftas y gasoil, diseñado para desestimular el uso de combustibles fósiles. ¿Habría entonces que hacer enfrentar a quienes protegen el medio ambiente con quienes quieren que el combustible sea más barato? Lo que refiere al punto siguiente. La tendencia a la instantaneidad lleva a desvirtuar reclamos que son justos o atendibles con acciones directas o de alguna forma de violencia, insulto o linchamiento mediático.
No es muy distinta la problemática en todos los movimientos reivindicativos, no solo los del clima y la polución. Casi todos reclaman derechos que no se pueden ignorar y que son inherentes a la persona. También casi todos terminan en algún tipo de violencia, insulto, grito o escrache que ignora los derechos ajenos. Como si además de querer elegir libremente, se quisiera impedir que los otros eligiesen libremente. Con lo cual se termina transformando un reclamo válido en una grieta insalvable, en una imposición de las propias creencias sobre el resto. No basta con reivindicar el derecho de uno mismo y “visibilizarlo”. Se debe conculcar el ajeno. La sociedad debe ser modelada según el criterio de quien se siente afectado, tal vez para evitarse hasta el complejo de ser distinto. Una suerte de cobardía. Un formato de closet.
Masa contra democracia. Si viviera Ortega, estaría ya escribiendo los primeros capítulos de la temporada 2 de La rebelión de las masas, su obra maestra. No hace falta formarse, no hace falta estudiar, no hace falta trabajar, no hace falta votar, no hacen falta argumentos sólidos. Basta con insultar, marchar, descalificar, escrachar, ignorar y romper.
En el extremo del absurdo, también en el extremo del abuso, está el movimiento antivacuna. La peor violencia contra un hijo. El mayor desprecio por la ley. Y otra vez, un escupitajo en la cara de la sociedad que sufre y paga (sic) los efectos de la ignorancia transformada en casi religión y en derecho humano.
Porque a esta altura vale preguntarse si no se está ante una búsqueda frenética de cualquier causa a defender, como un justificativo para escupir sobre los derechos ajenos. Siempre ignorando el sistema democrático. Y hasta cuestionarse si todas las reivindicaciones, casi siempre legítimas, no están siendo usadas espuriamente para atacar el más importante de todos los derechos: la libertad.
Ahora, con un nuevo enemigo externo, como describiera Orwell, que encantará a todos los totalitarios: la amenaza del fin del mundo. Arrepentíos, el fin está cerca.
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