Entre nosotros, y en el mundo, hace rato que la política se trata sólo del poder. Los preceptos de Macchiavello fueron un compendio básico de hipocresía, cinismo y maldad que fue perfeccionado por las generaciones sucesivas. Y que culminó en los gurúes de hoy, descendientes deformes de Niccolò. Igualmente cínicos y vacíos. Y ventrílocuos.
Las caricatura vivientes de Néstor y Cristina Kirchner - como antes otros tiranos - fueron exageraciones que facilitan el ejemplo, pero también hacen creer equivocadamente que son exclusivas, que se limitan a un grupo de forajidos que tomaron el control y se impusieron sobre sociedades precarias o adecuadamente divididas o coimeadas con populismo.
Reduccionismo generoso para no aceptar nuestra esclavitud. Los vicios de la política, que siempre fue dolosa, se toleraron porque se suponía que esos personajes eran como los dioses griegos, llenos de defectos y crueldades pero pletóricos de capacidades mágicas, de poderes fabulosos, de milagros imposibles.
El “nos el pueblo”de la constitución americana, pasó a ser con toda naturalidad “nos los representantes del pueblo”y en un paso posterior inevitable se transformó en “nos los dueños de los partidos políticos”. (Ver la Constitución de 1994, el regalo del padre putativo de la democracia a los futuros vasallos)
El sueño de que la política era el mecanismo para plasmar, con el intercambio de concesiones saludables, las aspiraciones y los ideales de los estadistas y sus votantes, se transformó en resignación. El fanatismo natural e inducido con las grietas volvió invisible la corrupción propia y carpetazo notorio la corrupción ajena, cuando en realidad la corrupción nunca es nuestra o de los otros, sino que siempre es multipartidaria y multipoder.
Al mejor estilo futbolero, los fanáticos de cada divisa eligen a los ladrones más destacados del opositor para lincharlos en las redes o los programas vocingleros de la TV. No importa, porque finalmente se perdonarán o licuarán todos a todos, entre ellos.

Las campañas electorales se nutren de frases, promesas repetidas que se sabe que nadie cumplirá, por culpa de la oposición, del mundo externo, del clima o de los dioses. Y un reparto descarado de fondos y de cargos. Porque la política ya sólo trata del poder. Es irrelevante para qué se lo quiere. Ni lo saben.
Y justamente por eso, sólo por eso, el gasto es inflexible y ”si lo bajás, te incendian el país”.
Todos los males que serían redimidos por el logro de un objetivo generoso para la sociedad, quedan en pie. Pero la contrapartida se ha olvidado. No se trata ya de conseguir el poder para cumplir objetivos superiores o llevar adelante un plan o una idea. Eso es apenas un argumento de campaña que muere el mismo día del triunfo.
El poder por el poder mismo. Como una monarquía.
En momentos dramáticos para la sociedad, que ya son rutina, la elección de candidatos en cada corriente política no se basa en capacidad, ni en calidad de ideas, ni en eficacia de gestión, ni en especializaciones, ni en antecedentes y logros exhibibles. Ni siquiera se eligen candidatos por su lealtad, logros y trayectoria dentro de cada partido. Ni hay por qué elegirlos dentro de cada partido. Si total son intercambiables, como piezas de Lego.



Se buscan figuras de la farándula o del deporte, en una clara muestra de que se trata de anestesiar al votante, o de complacer al votante previamente dormido por la televisión hipnótica de la estupidez con rating. La situación se repite en muchas jurisdicciones, con alianzas y transversalidades dictadas por la conveniencia, las dádivas previas, los aparatos y los intereses de los candidatos. Las ideas y los proyectos no importan. La eficacia en la gestión previa o futura tampoco. Si total no se gestionará nada, sino que se tranzará, se trenzará, se harán negocios,
se intercambiarán acusaciones y juicios eternos y se oirán discursos más o menos encendidos y enojados. E inútiles.
El poder por el poder mismo.
La frase: “hay que hacer un gran pacto político de todos los sectores, un acuerdo de gobernabilidad y un gran acuerdo multisectorial de precios y salarios”, la utopía pueril del Pacto de la Moncloa propio, es una vergüenza, o desvergüenza, que ofende. Si hubiera tal predisposición, ya se habría plasmado en este momento en que el problema más grande es si el próximo gobierno va a ser solamente tan malo como los dos últimos o si - guiado por la conducción delirante de la santacruceña de La Plata (o de la plata) – precipitará al país a su desaparición.
Si eso cupiera en las cabezas confundidas de nuestros prohombres y promujeres, se habría buscado un acuerdo básico a respetar por quienquiera resultara vencedor en las próximas elecciones; porque lo que se rifa no es la suerte de Macri, o de Cambiemos. Pero tal acuerdo jamás se propondrá ni se aceptará en serio. Basta el ejemplo de las leyes imprescindibles que nunca se trataron siquiera, o de la absurda avalancha de leyes destructivas y saboteadoras que el peronismo propone ahora con el sólo afán de lastimar al gobierno y provocar el default, cuando en verdad dañan severamente al país sólo con proponerlas y lo muestran en el frente externo como un manicomio dirigido por sus pacientes. Si se baja a los autopostulados o autoimaginados como posibles ministros la comparsa es todavía más heterogénea e incomprensible.

En ese minuto a minuto de la política, nada es serio, nada se cumplirá, nada pasará como se espera, nada es cierto, nada sirve, nada será mejor. Lo que importa es decir lo que se espera que se diga, aliarse con el que aporte más votos o dinero, o que mida bien, aunque fuera Drácula, roscar, tener la piel y la cara dura, esconder la propia corrupción y agitar la ajena, prometer o criticar, o no decir nada, que total es lo mismo. Al final prescribe.

La sociedad es sólo una audiencia cautiva, una masa que se mide colectivamente, donde las minorías son descartadas e ignoradas, como en el rating, donde todo es ficción, donde se es seguidor o se bloquea, donde el ciudadano es uno mas del fandom, afiliación que no requiere razones ni explicación, pero sí fanatismo. En un entorno en el que a la larga, todos los actores ganan algo. Los que hacen el papel del bueno y los que hacen el papel de malos. Los que actúan bien y los que actúan mal. Y la audiencia pierde siempre, y ni siquiera advierte la trampa.
Un estudio enorme donde desfilan personajes que se insultan, se enamoran, se desprecian, se agreden, se odian, se enojan, se emocionan o lloran y todos sabemos que es mentira pero jugamos a que lo creemos.

No lo duden más. ¡Traigan a Tinelli! Y todos unidos triunfaremos.