La materia prima de un líder
En los momentos cruciales, siempre hizo falta que alguien señalase el camino. Al virus no se lo combate con un debate parlamentario
Tratando de explicar la fuerza de gravedad, Einstein encontró una frase brillante para definirla: “es el tejido mismo conque está hecho el universo”. Maravillosa síntesis. El equilibrio mágico que permite que los astros tengan un derrotero, no se estrellen uno contra otros, no rompan el mandato inexorable de quienquiera los ordenara en su desorden y cada pedazo de roca ígnea conserve eternamente su sentido y su rol en el curvo espacio-tiempo.
Descendiendo a la mediocridad y pequeñez de las sociedades humanas, estas calamidades como la del COVID-19 hacen reflexionar sobre los gobiernos, los gobernantes, los pueblos, las circunstancias y las casualidades. Ya no se trata de manejar mejor o peor la economía, o de conseguir más o menos bienestar, ni de tener la pretensión de distribuir impecablemente la riqueza, ni de proveer a la felicidad eterna ni de dirimir ínfimos conflictos cotidianos.
Se trata de enfrentar a la naturaleza, no en la forma de un huracán devastador que golpea y destruye, pero se marchas en pocos días, o de un terremoto de grado 10, sino en la forma perversa de una pandemia que pone en el frente de batalla a todos, donde los soldados que mueren no son los jóvenes como en las guerras, sino los viejos. Donde la lucha contra el enemigo se gana al precio de un desastre económico que puede ocasionar más muertes que el propio enemigo, en una diabólica jugarreta. Una enfermedad que desnuda todas las falencias, todas las imprevisiones, todas las corrupciones, todas las incapacidades.
Las democracias de hoy, contaminadas casi todas con una dosis de populismo variable de doble vía, como predijera Tocqueville, no elige grandes gobernantes, ni estadistas. Elige burócratas que con suerte serán honestos, con suerte serán razonablemente eficientes, con suerte repartirán lo que cada uno espera que le repartan. O explicará los fracasos con frases más o menos afortunadas con las que repartirán solamente las culpas. Pero en las pandemias, las catástrofes, los ensañamientos de la naturaleza, los burócratas no son de gran utilidad. Les falta el sentido trágico en la comprensión de su misión, del momento en que les ha tocado estar al frente del barco a un paso de zozobrar, de administrar los botes salvavidas, de hacer lo que hay que hacer simplemente porque corresponde hacerlo.
En el momento de la tragedia, nacen los líderes. O no nacen. Roma había creado la figura del Dictador en tiempos de guerra, un vano intento también burocrático de inventar un líder por decreto. El extraordinario sociólogo Amitai Etzioni sostenía en una pequeña obra sobre administración empresaria que una empresa exitosa era la que designaba como jefes a los líderes informales. Es decir, no la que decretaba líderes, sino la que designaba líderes formales a los líderes informales.
A muchos teóricos les mete miedo el concepto de líder. Pero hay que estar en el frente de batalla para darse cuenta de que una horda de funcionarios o un congreso, no sirven para nada cuando llega el ataque de los ángeles de la muerte, más allá de promulgar alguna ley prohibiendo el vendaval, el tsunami, el terremoto o el virus.
Los políticos sueñan que son líderes porque los ha entronizado su partido o unos cuantos votos en una elección. Pero ser electo no es ser líder. Nadie es electo líder salvo los tiranos, nadie nace líder. Ni Churchill soñaba con serlo cuando era un estudiante vago, ni Gandhi creyó que podría conducir a un pueblo a la independencia, hasta que lo hizo. Ni Anwar el Sadat sabía que un día se subiría a un avión por su cuenta y viajaría a Israel a proponer un acuerdo de paz imprescindible que parecía imposible. Moisés nunca imaginó que lideraría a su pueblo apoyado en su cayado por la tremenda travesía del desierto hasta la tierra prometida.
Y en la contracara, no son líderes los vacilantes y contradictorios Trump, Johnson, Sánchez o Fernández, modestos grumetes de algún bote a la deriva, meros administradores de muertos estadísticos o reales. Ni hablar del irresponsable López Obrador, el homicida de México.
¿De qué material están hecho los líderes? ¿De qué tejido, de qué fibra? Tal vez de tragedia, de catástrofe, de cisnes negros, de burlas del destino, de sorpresas macabras de la naturaleza, de tsunamis y de pandemias. De gestos y de cárcel, como Mandela, o de olvidos y fracasos políticos, como Jorge Batlle. O de pagar el precio de su vida, como Gandhi, Martin Luther King, el Sadat, Rabin, Kennedy. Y hasta Moisés con aquél cruel sacrificio divino la noche antes de pisar la tierra prometida. De casualidades y de calamidades.
Seguramente Luis Lacalle Pou soñó con ser un gran presidente, como lo hicieron tantos otros. Soñó con cambiar y mejorar muchas cosas, como tantos otros. Con dejar una marca, una impronta de su gestión. Con ser reelecto y ser un nuevo referente histórico. Soño con 90 días de romance, con cambios urgentes y nuevos rumbos de grandeza para Uruguay. Acaso todo eso no le haya sido dado. Acaso sólo tiene la opción de ser líder. Opción para la que nadie está preparado, que pocas veces confiere satisfacciones, que casi nunca culmina en la gloria y en el triunfo. Apenas en algún reconocimiento, lejano en el tiempo, de sus compatriotas.
¿Podrá con tamaña carga? ¿Los compinches de su juventud que dudaban de él pasarán ahora a escucharlo, se inspirarán en sus palabras y sus actitudes? ¿Se unirán, aunque fuera por un rato para atravesar este Mar Rojo los de un bando y del otro? ¿Se recubrirá del material que hace falta? Porque después de derrotar al virus viene la segunda parte de la batalla que es poner de nuevo en marcha a Uruguay. Y allí también hará falta un rumbo único, un líder que se alce por sobre el partidismo, las ideologías, las mezquindades y los odios.
Nadie tiene una respuesta. Pero la historia siempre muestra un momento liminar, un instante de inflexión, cuando el individuo se da cuenta de que adelante de él no hay nadie más, que a sus espaldas el pueblo lo está mirando y espera su señal. Y se siente insignificante, incapaz, nunca del todo bien preparado y lleno de dudas y de miedos. Pero alza su cayado del suelo y empieza a andar.
En el momento de la tragedia, nacen los líderes. O no nacen. Roma había creado la figura del Dictador en tiempos de guerra, un vano intento también burocrático de inventar un líder por decreto. El extraordinario sociólogo Amitai Etzioni sostenía en una pequeña obra sobre administración empresaria que una empresa exitosa era la que designaba como jefes a los líderes informales. Es decir, no la que decretaba líderes, sino la que designaba líderes formales a los líderes informales.
A muchos teóricos les mete miedo el concepto de líder. Pero hay que estar en el frente de batalla para darse cuenta de que una horda de funcionarios o un congreso, no sirven para nada cuando llega el ataque de los ángeles de la muerte, más allá de promulgar alguna ley prohibiendo el vendaval, el tsunami, el terremoto o el virus.
Los políticos sueñan que son líderes porque los ha entronizado su partido o unos cuantos votos en una elección. Pero ser electo no es ser líder. Nadie es electo líder salvo los tiranos, nadie nace líder. Ni Churchill soñaba con serlo cuando era un estudiante vago, ni Gandhi creyó que podría conducir a un pueblo a la independencia, hasta que lo hizo. Ni Anwar el Sadat sabía que un día se subiría a un avión por su cuenta y viajaría a Israel a proponer un acuerdo de paz imprescindible que parecía imposible. Moisés nunca imaginó que lideraría a su pueblo apoyado en su cayado por la tremenda travesía del desierto hasta la tierra prometida.
Y en la contracara, no son líderes los vacilantes y contradictorios Trump, Johnson, Sánchez o Fernández, modestos grumetes de algún bote a la deriva, meros administradores de muertos estadísticos o reales. Ni hablar del irresponsable López Obrador, el homicida de México.
¿De qué material están hecho los líderes? ¿De qué tejido, de qué fibra? Tal vez de tragedia, de catástrofe, de cisnes negros, de burlas del destino, de sorpresas macabras de la naturaleza, de tsunamis y de pandemias. De gestos y de cárcel, como Mandela, o de olvidos y fracasos políticos, como Jorge Batlle. O de pagar el precio de su vida, como Gandhi, Martin Luther King, el Sadat, Rabin, Kennedy. Y hasta Moisés con aquél cruel sacrificio divino la noche antes de pisar la tierra prometida. De casualidades y de calamidades.
Seguramente Luis Lacalle Pou soñó con ser un gran presidente, como lo hicieron tantos otros. Soñó con cambiar y mejorar muchas cosas, como tantos otros. Con dejar una marca, una impronta de su gestión. Con ser reelecto y ser un nuevo referente histórico. Soño con 90 días de romance, con cambios urgentes y nuevos rumbos de grandeza para Uruguay. Acaso todo eso no le haya sido dado. Acaso sólo tiene la opción de ser líder. Opción para la que nadie está preparado, que pocas veces confiere satisfacciones, que casi nunca culmina en la gloria y en el triunfo. Apenas en algún reconocimiento, lejano en el tiempo, de sus compatriotas.
¿Podrá con tamaña carga? ¿Los compinches de su juventud que dudaban de él pasarán ahora a escucharlo, se inspirarán en sus palabras y sus actitudes? ¿Se unirán, aunque fuera por un rato para atravesar este Mar Rojo los de un bando y del otro? ¿Se recubrirá del material que hace falta? Porque después de derrotar al virus viene la segunda parte de la batalla que es poner de nuevo en marcha a Uruguay. Y allí también hará falta un rumbo único, un líder que se alce por sobre el partidismo, las ideologías, las mezquindades y los odios.
Nadie tiene una respuesta. Pero la historia siempre muestra un momento liminar, un instante de inflexión, cuando el individuo se da cuenta de que adelante de él no hay nadie más, que a sus espaldas el pueblo lo está mirando y espera su señal. Y se siente insignificante, incapaz, nunca del todo bien preparado y lleno de dudas y de miedos. Pero alza su cayado del suelo y empieza a andar.
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