El dramático final de la jubilación
La columna expresó hace un año su opinión sobre el futuro del sistema de retiro, en su nota La jubilación de la jubilación. Hoy, como en otros temas, está obligada a reiterarse, para aburrimiento de sus lectores. La realidad y sus urgencias se repiten, también a nivel de tedio.
Un disclaimer: por un lado, está el frío análisis de las cifras globales y sus efectos múltiples. Por otro, el drama de cada individuo, de cada historia personal, de cada sufrimiento, que la sociedad debe reconocer y atender. Hasta donde pueda.
El problema no es exclusivo de Uruguay, es universal, tiene razones múltiples y ninguna solución es buena, todas son regulares. Ni hay una única solución, sino una combinación de causas y remedios siempre temporales. Y nunca hay una fórmula instantánea. En este espacio se ha usado el ejemplo de Suecia, cuyo paraguas jubilatorio quebró en 1993, junto con el país, pese a tener un PIB privilegiado, de altísimo valor agregado, y en ese momento, una presión impositiva socialista plus. La reforma sueca tomó 20 años y dio como resultado un complejo triple mecanismo, con fondos que recauda el estado, pero administrados privadamente. Sólo como referencia.
Suele explicarse el problema apelando a la demografía y a la estructura poblacional. Por eso se suele postular el impulso de la natalidad y la inmigración al voleo. Tal criterio supone que la demanda laboral es infinita. Cierto es que la economía clásica defiende la teoría de que el aumento poblacional crea su propia demanda y que en consecuencia hay un círculo virtuoso que a más población asegura más empleo. Pero para que ello ocurriese también debería darse el apotegma de que toda oferta laboral crea su propia demanda laboral, lo que no es cierto si el precio del trabajo (salario y otras prestaciones) permanece rígido.
Justamente el crecimiento de demanda laboral se produjo notoriamente en los países de gran pobreza, mucha población y muy bajos salarios, que en el último medio siglo aprovecharon esa situación para producir y vender a bajo costo, lo que la globalización permitió y aceleró. Japón, Taiwán, Hong Kong, China, India, todos los asiáticos, partieron de producir chucherías a precios de regalo y terminaron produciendo tecnología con salarios altos. Un trabajador chino calificado gana varias veces más que un uruguayo en igual nivel, por caso.
Pero cuando no se da ese esquema de flexibilidad laboral amplia, de crecimiento basado en condiciones y salarios preexistentes muy bajos y competitividad muy alta por la razón que fuere, el crecimiento poblacional vía cualquier método no resuelve el problema, a veces lo agrava. Los negados, pero reales 400.000 empleos marginales orientales muestran cómo ajusta la ecuación cuando crece la población y no se flexibilizan las condiciones laborales, incluido salarios. El voluntarismo choca de frente contra el aumento de población cuando se trata de crear empleo.
Nueva Zelanda es un ejemplo fácil. Una economía de commodities con una baja población y un alto PIB, puede darse el lujo de ser generosa con sus jubilados. Argentina es otro ejemplo fácil. Una economía de commodities que con una población diez veces mayor, estafa a sus jubilados desde el mismo comienzo del régimen de pensiones, y además los vuelve a estafar cada vez que no le dan las cuentas. No se puede esperar que sólo la mitad de la teoría económica funcione. Más población implica más flexibilidad laboral. Si eso no funciona una de las víctimas colaterales es el jubilado.
Como en los temas de salud, el aumento de la expectativa de vida empeora el cálculo actuarial y el déficit. Intentar resolver la ecuación por el lado de los aportes es irreal y contraproducente. Ya son suficientemente altos los impuestos al trabajo que se cobran con el nombre de contribuciones a la empresa y al trabajador. (Todos los paga el trabajador, finalmente) Esa es una de las razones que inducen el trabajo en negro, parte del problema. Por el lado de la cantidad de aportantes, ya se ha explicado el efecto de la rigidez sindical-laboral, que sabotea la creación de empleo. Agréguese el efecto del proteccionismo empresario, estatal y privado, que al limitar el comercio internacional y el consumo interno frena la demanda laboral drásticamente.
La pandemia ha acelerado y aumentado las tendencias. El aumento de los subsidios espanta la demanda laboral de las empresas y desestimula la oferta laboral de los trabajadores y los sindicatos agregan su cuota al defender con su accionar solamente a los que aún conservan sus empleos (y pagan su cuota sindical). Al mismo tiempo, la reacción animal es protegerse, como hace Trump, con lo que baja el comercio mundial y con él baja el empleo. Y hasta se piensa cobrarles contribución jubilatoria a los robots.
A esta altura del análisis siempre surge la comprensible apelación a la solidaridad. Alguien que ha trabajado toda su vida no puede, al llegar a los 60 años, ser abandonado a su destino, es el argumento. Sin entrar a analizar si ese límite es justo, si se compadece con la vitalidad de las personas de esa edad o no, esa verdad choca con otra verdad: también es gravemente injusto que, para resolver ese problema, se deje al garete al que tiene 20 años y necesita insertarse laboralmente en la sociedad. Y efectivamente eso ocurre. La rigidez proteccionista laboral, las contribuciones jubilatorias, el proteccionismo empresario en nombre de preservar y crear empleos, terminan golpeando a las nuevas generaciones y dejándolas sin esperanzas al comienzo de su vida adulta. Y lo mismo pasaría si se aumentase la edad de retiro en un régimen laboral inflexible.
Hasta aquí, apenas el planteo del problema. La próxima nota tratará de las soluciones. Si las hay.
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