La redistribución de la ignorancia

La política y los contenidos educativos deben ser determinadas por el estado, no por los gremios


















Aburre la monotonía de discusiones que condenan a la repetición de conceptos hasta que se deje de jugar con las palabras y se hable en serio. Así, se repite a coro que la educación es la gran herramienta para permitir a la población aumentar sus oportunidades, facilitar el acceso al empleo y a un mejor salario, elevar su bienestar y su dignidad y mejorar la democracia al formar ciudadanos con discernimiento, que puedan participar con más recursos del debate sociopolítico imprescindible y, con suerte, elegir mejores gobernantes. “Gobernar es educar” debería ser el lema de todo político, y cumplirlo, no sólo declamarlo. 

La Federación Uruguaya de Magisterio se ha declarado “en conflicto” contra la LUC, y - por anticipado y preventivamente, contra la ley de Presupuesto. Es habitual que los sindicatos del estado mezclen deliberadamente la defensa de sus ingresos con planteos supuestamente benéficos para la comunidad. Nadie acepta que defiende sólo su salario, siempre hay una causa noble que se adosa al reclamo, para tornarlo altruista. 

El sindicato tiene todo el derecho a defender sus condiciones laborales, esa es su razón de ser, la única, y nada hay que criticar en ello, salvo refirmar que se trata de una tarea de esencialidad absoluta e indiscutible, y que su contraparte no es un empresario sediento de lucro tratando de robarle su plusvalía sino el estado, que presta un servicio social irrenunciable y fundamental.   

Hace rato que la discusión sobre la enseñanza se viene centrando en la participación del gasto educativo sobre el PIB, en una simplista igualdad: más gasto, más educación. Infantilismo que elude cualquier evaluación cualitativa, en esta lucha contra el mérito, bandera del gremialismo de izquierda (valga la redundancia). Una interesada actitud de nuevo rico que cree que cuanto más gasta mejor resultado tendrá. Se omiten así el ausentismo, el número de maestros por año que necesita cada grado, la formación docente y, especialmente, los contenidos, los formatos y las reglas de evaluación y promoción. 

No es una exclusividad oriental. Desde Argentina, el antiejemplo, hasta Estados Unidos, los sindicatos de la educación están en manos de alguna sucursal del marxismo, se oponen a las pruebas tipo PISA que evalúan la gestión docente, pretenden decidir sobre la política educativa y los currículos, y deseducan en el aula por su cuenta. Ocurre en muchos países. Salvo en Suecia, el falso ejemplo socialista, donde la educación es gratuita y costeada por el estado, pero en un alto porcentaje manejada por privados bajo diversos formatos, con control de los padres y del estado, como ha descrito este espacio reiteradamente.

En términos presupuestarios, no se trata de elegir un porcentaje mágico, sino de definir primero las necesidades en función de una política determinada, y luego establecer los recursos para cumplirla, cualitativos y cuantitativos. ¿Cuánto del presupuesto se gasta en sueldos de docentes, por caso, y cuánto en sueldos de la burocracia educativa, desde los altos niveles hasta la escuela de la esquina? ¿Cuánto en recursos humanos y cuánto en otras partidas? ¿Qué grado de ausentismo es tolerable? Qué grado de exigencia formativa es requerible? ¿Qué sistemas de gestión son los que mejor se adaptan a cada región, a cada grupo social? 

El estado no tiene el derecho, sino la obligación de determinar los planes, los contenidos y los mecanismos para cubrir las necesidades educativas. Lo dice la Constitución, lo dice la más elemental lógica sociopolítica. En esa función, el sindicato no tiene parte. Tienen parte las asociaciones profesionales, que no es lo mismo, tienen parte los pedagogos y expertos. Pero la política educativa y los currículos deben ser determinados por el estado. Cuando la FUM se pretende entrometer en funciones que pertenecen al estado y al Codicen, no ejerce sus potestades gremiales, sino su presión inaceptable. 

Es paradojal que este mismo sindicato, que se opone a la carrera docente universitaria, paso importante hacia la mejor calidad de enseñanza y la jerarquización y mejor retribución de la carrera docente, pretenda establecer la política educativa. 

El gremio es uno de los tantos que a cada paso amenaza con un referéndum revocatorio, un modo de devaluar los resultados electorales cuando no convienen. Sería bueno hacer un referéndum para preguntarle a la sociedad si está de acuerdo con la enseñanza que reciben hoy sus hijos, si cree que se los está preparando adecuadamente, si se los está muniendo de lo que necesitan para mejorar sus oportunidades y su bienestar. Claro que eso es inaceptable para un gremialismo que cree que las encuestas de las pruebas PISA son humillantes y estigmatizantes. ¿Cómo se va a preguntar a la sociedad semejante cosa? Sería empoderarla.

La fábrica de pobres sin chances en que se ha convertido la educación pública también ha influido en la elección de un gobierno de distinto signo para cambiar ese estado de cosas. Los gremios afines al Frente deben aceptar y respetar ese hecho. El de trabajadores de la educación el primero. Mandar a sus hijos a una escuela privada no es una decisión que las familias toman por esnobismo o para que sus hijos no se codeen con los pobres, como ama creer la izquierda. Es una determinación costosa y que insume sacrificios, un esfuerzo para que esos niños tengan un futuro que el sistema público les escamotea. El deterioro que causa el enfoque gremial en la calidad e inclusión educativa es un sabotaje a la enseñanza estatal que dice defender.

En ese proscenio, el gobierno debe hacer lo que sabe que debe hacer. De todos modos, aún una huelga general no cambiaría demasiado lo poco que se está ofreciendo hoy a los sectores qué mas lo necesitan.

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