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Publicado en El Observador 24/11/2020


La jubilación: ¿reforma o tapadádivas?

 

Lo primero a reformar es la discrecionalidad del estado en el uso de aportes ajenos

 





Una comisión de expertos revisa el sistema jubilatorio. ¡Tiemblen mis cuadernas! – Diría un antiguo hidalgo español. Luego del ejemplo (injusto) de la performance de muchas comisiones mundiales de expertos durante la pandemia, siempre las decisiones de un comité, por democrático que eso suene, meten miedo. El tema en sí ya es explosivo. Se mezclan en él la discusión sobre la función del estado y de la acción privada, el concepto de solidaridad, el drama de la ancianidad la necesidad de no encarecer más aún los costos laborales, los derechos adquiridos de quienes, guste o no, tienen un contrato firmado con el estado, que, aunque de adhesión obligatoria, sigue siendo un contrato. 

 

La columna ha advertido que se busca una solución con la que nadie estará conforme. Y habrá que prepararse para un proceso largo, con correcciones y agregados. La situación laboral mundial meterá al retiro en un pantano de inseguridad imposible de evitar por ley ni con populismos, sin caer en el desastre a corto plazo. 

 

Es prudente enfocarse en los errores a evitar más que en hallar las soluciones mágicas. Y el primer error es politizar, partidizar o ideologizar la cuestión. El caso es demasiado serio como para meterlo en semejante corsé. Habrá que repasar algunos conceptos básicos que se han olvidado o distorsionado, incluyendo la simple matemática. Algunos ya han sido expresados aquí, la reiteración se impone frente a la repetición de eslóganes vetustos. 

 

El primero es el correlato de hierro solidaridad-estado conque se enfoca siempre la problemática. Partiendo de la obligatoriedad del aporte, que implica la negación de la capacidad de pensar del individuo, base de la esclavitud feudal y monárquica, se crea el contrato de adhesión forzosa que caracteriza al sistema y que se conoce como “de reparto”. Esa denominación también es engañosa, porque hace suponer que se trata de una limosna, una gracia que el soberano concede y no un derecho contractual. También supone automáticamente la solidaridad entre todos los aportantes. Eso es cierto en lo que hace a la relación intergeneracional: los aportes de hoy satisfacen el pago de los retiros de ayer. Pero no debe significar que los aportes de cada uno puedan perder su identidad y repartirse entre todos. Cuando un gobierno otorga subsidios, seguros de desempleo o pensiones de cualquier tipo con los aportes de los trabajadores, o convalida retiros sin aportes previos, está incumpliendo ese contrato que cree que no ha firmado, porque el método es “de reparto” cuando le conviene. La solidaridad es intergeneracional, pero los aportes no son una limosna obligatoria anónima que el estado redirige a voluntad,  justa o injustamente. Por eso, la cuenta nominal individual debe ser la primera reforma. 

 

Si se restan de las erogaciones todos esos rubros y los retiros concedidos graciosamente, se observará que el sistema está en equilibrio, por lo menos hasta un minuto antes de la pandemia. De modo que cuando se habla del inminente colapso, se está hablando de que la discrecionalidad de la política introdujo gastos que infringen e incumplen el contrato de adhesión firmado de prepo por cualquier trabajador, que estresaron el sistema. Esa es la realidad del planteo. Que luego se le asigne parte de algún impuesto general para compensar esas dádivas confunde a la opinión pública cuando se analiza el sistema de retiros. Lo que no alcanza es la plata para subsidiar. No la plata para jubilar. 

 

 

 

Ese falso criterio lleva a afirmar que el sistema jubilatorio toca fondo, cuando lo que toca fondo es la discrecionalidad estatal para manotear esos aportes sagrados y repartirlos como se le de la gana. Sostener que el estado debe entrometerse aún más, y propugnar un aumento de las cargas laborales de la patronal es autoengaño.  Además de chocarse con el sueño del valor agregado, imprescindible pero sólo declamado, insistir en el mismo fracaso es seguir saboteando el empleo y apañando el gasto del estado no relacionado con los retiros. 

 

El paso siguiente es proponer incumplir otro contrato, el de las AFAP, como hizo Argentina con resultados que no hace falta explicar. Monstruosidad que elimina una alternativa suplementaria que puede ser parte de la solución, y crea una inseguridad jurídica innecesaria, con un apoderamiento ilegal de fondos y pone en manos de cualquier gobierno una masa de dinero fuera del sistema que se repartiría seguramente mal. 

 

Otro error fatal es compararse con los beneficios jubilatorios de países altamente desarrollados, bajo el paraguas de la Unión Europea. No hay cómo parangonar esquemas de alto valor agregado con una economía casi pastoril que pugna por condiciones dignas para nuevos formatos laborales. Torpedear esa posibilidad es condenar a cualquier reforma a fracasar en pocos meses. Y también es dudoso que los países que se usan de ejemplo de dispendio puedan sostener sus graciosas concesiones en el nuevo panorama proteccionista global, a menos que recurran al espejismo de la inflación. 

 

Es equivocado creer que un retroceso en la libertad de comercio globalizada hace innecesaria la competitividad. A menos que se quiera quedar encerrado entre la carne y la pulpa, lo que no colaborará a una solución. 

 

El empleo en el mundo será escaso y difícil por largo tiempo, por el freno que pisaron Trump y otros proteccionistas, por la pandemia y por la cobardía política. No hay cómo evitar que los jubilados sigan igual suerte que los trabajadores. Si se trata de hacerlo se corre el riesgo seguro de empeorar su situación, como ocurre en Argentina. Por eso toda reforma será larga, de años.

 

Y si el estado quiere dar subsidios debe darlos y pagarlos por otra vía. No escondiéndolos tras el disfraz del BPS, en una deliberada y conveniente confusión.

 

 

 

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