El sabotaje sindical al empleo y al estado

El odio de los gremios contra un estado que no quiere ser populista daña a los trabajadores y a la sociedad





















La última semana el sindicalismo opositor oficializó dos campañas incendiarias. Una la de la Federación de Trabajadores de Ancap, (Fancap), que ratificó su oposición frontal a la LUC en los temas específicos del sector y reclamó al Pit-Cnt impulsar un referéndum revocatorio contra todo el modelo del gobierno, al que califica de neoliberal, por supuesto. 

Se comentó aquí la paradoja de que en nombre de la esencialidad estratégica se otorgue el monopolio de ciertas áreas al estado, esencialidad que se olvida cuando se trata de las conveniencias gremiales, no importa el efecto sobre la sociedad.  Una huelga contra el estado-patronal no es coherente con el modelo social-comunista, que supone que el estado es la solución al robo de la plusvalía por parte de los explotadores. Cómodo doble estándar. 

Es peor cuando se intenta, desde el sindicalismo, imponer o defender la política de un sector. En ese otro abuso incurren los gremios docentes y médicos cuando se sienten autorizados y capacitados para imponer modelos o políticas. La función gremial es la de velar por los intereses laborales de sus representados. Si toma posiciones que intentan cambiar el sistema en el que se desempeña lo hace como cualquier grupo de ciudadanos que opina o peticiona. Pero no puede, legítimamente, utilizar recursos gremiales para imponerlas. 

Se agrava cuando, como Fancap, usa sus paros para imponer cambios en las política generales del estado, que intenta modificar con una mezcla de acciones de fuerza y utilización del referéndum como sustituto del sistema electoral, un reemplazo del modelo republicano de tres poderes por la agorafilia, que haría imposible cualquier orden. El caos, el proyecto disolutorio de la izquierda global. 

Es el Parlamento el que debe determinar, por caso, si se desmonopoliza o no la actividad petrolera de Ancap. No el gremio, que no tiene ningún título para hacerlo.  De lo contrario, no debería hablarse de democracia, sino de un corporativismo oscuro ni siquiera socialista, más bien fascista. 

Porque es evidente la intención de mantener un monopolio estatal-sindical que le ha costado muy caro al consumidor y al contribuyente, no ya por la impunidad de la ineficiencia, que se paga con el precio, sino por la impunidad en sentido amplio que se paga con impuestos, sin responsables presos, eso sí. 

Otra posición incendiaria, literal, es la del Sunca, sindicato mimado del expresidente Vázquez. Partiendo de la premisa (falaz) de que la actividad no sufrió por el COVID-19, el gremio demanda que se continúe la política salarial que colaboró con la pérdida de actividad y empleo en los últimos 4 años, con o sin pandemia. Basta hablar con los trabajadores del gremio para no tomar en serio esas posturas, un intento de cerrar los ojos a la realidad. O algo peor. 

Muchos trabajadores de la construcción están en el seguro de pago o viven del subsidio temporario o de alguna changa misérrima, en negro, o de otra cosa. No es culpa exclusiva del gremio. Es cierto. Pero frente a la decisión gubernamental de impulsar la construcción y a la necesidad de completar las obras inconclusas, la pose irreductible es sólo una bandera de lucha y un sabotaje a sus afiliados. 

Tras su exitosa batalla para eliminar la inversión privada, el Sunca torpedea las obras de UPM-2 y las usa como rehén para presionar al gobierno. Otra vez el gremio contra el estado. El delegado Amaro explicó muy bien su estrategia para aumentar los empleos: “se realizan paros de tres horas por sectores en la obra; de esa forma se lastima más la producción que haciendo un paro de 24 horas”. 

Está claro que el sindicalismo no tiene por objeto mejorar las oportunidades de quienes quieren trabajar, sino obtener alguna ventajita para los que tienen trabajo (mientras dure) y justificar así sus cuotas, mientras consolida su poder. Con una constante: tratar de modificar con medidas de fuerza y presiones el resultado electoral y neutralizar las políticas elegidas por las urnas. 

Para quienes piensen que el término “incendiario” del comienzo es algo exagerado, recuérdese la promesa-amenaza del delegado de Durazno: “hasta que no se sienten a dialogar la cámaras empresariales, vamos a ser firmes, si tenemos que prender fuego la planta, la vamos a prender”. 

Los subsidios y pagos temporarios del estado atemperan el efecto del desempleo, que se atribuye al virus pero que se añeja hace un lustro, hoy agravado por la aceleración global de las tendencias. La necedad ideológica de ignorar los mecanismos de todo mercado laboral acentúa el peligro de que esa negación se vuelva una inmolación que destroce el empleo y con él las posibilidades de una recuperación rápida de la inversión y la economía. Una pauperización al estilo del peronismo cristinista, pese a la creencia de que “eso no pasa aquí”.

El ejemplo que ofrecen generosamente el Fancap y el Sunca es generalizable, y se opone por el vértice a la estrategia de crecimiento del gobierno, que intenta la salida veloz de la pandemia. No se trata de una propuesta alternativa. Simplemente es la repetición de latiguillos y eslóganes, expresiones de anhelo y reivindicaciones. A las que nadie se opone, salvo en la instantaneidad que excluye el esfuerzo previo y asumir las realidades. 

Un grupo de diletantes intelectuales y ricos, como Marx, aboga globalmente por un salario universal pagado con impuestos.  Los sindicatos bregan porque las ayudas temporarias pandémicas se conviertan en ese salario universal permanente, criterio que debería repugnar a un auténtico gremialismo, porque tanto por el lado de la demanda como por el de la oferta, conspira contra el empleo y la dignidad del trabajo. A menos que el sindicalismo esté defendiendo otra cosa.