El crecimiento salvador que sólo pueden lograr los privados
No hay más opción que crecer, pero no se logra con más impuestos y al instante, como parecen creer Fitch y otros
Los sistemas de planificación central han generado la superstición de que el estado es capaz de crear riqueza, espejismo cultivado por los burócratas. En rigor el estado sólo toma la riqueza de los particulares y la reparte, la gasta, la malversa o la roba, según el caso. En cambio, la inversa es cierta: el estado sí es harto capaz de generar pobreza, potestad que, con contumacia, se suele atribuir a los privados. Los argumentos contra ambas afirmaciones ceden sistemáticamente ante la evidencia empírica.
Tampoco el estado es capaz de producir. Sólo se disfraza de productor a riesgo cero, ya que timbea el dinero ajeno, como niñas que se ponen los tacos altos de la madre y lucen sus carteras fingiendo ser adultas. Los resultados, en todo tiempo y lugar, son conocidos y sufridos. También localmente.
El caso UPM, donde la burocracia negoció mano a mano las exoneraciones y condiciones con la empresa, es engañoso. Otra ensoñación. Se creó una exportación de escaso valor, un PIB de segunda, una inequidad que prueba que los impuestos son enemigos del crecimiento.
Hay una tercera función en la que el estado es incompetente: la exportación. Esa tarea es siempre de largo plazo, cambiante, esforzada, y requiere una capacidad de adaptación y decisión de la que la burocracia carece por genética. O sea, es una actividad privada. Este concepto vale para el agro, exportador de commodities que toman precio de mercados globales, para un emprendedor que vende software para Bancos en la región, o para una bodega que trata de colocar sus vinos en competencia con miles de bodegas de todo el mundo y lidia con las restricciones en cada país.
Los tratados de libre comercio, las uniones aduaneras y otras alianzas, reforzaron la ilusión óptica del protagonismo del estado en el comercio internacional. Pero aún antes de la pandemia mundial y de la pandemia trumpista, ya los tratados contenían crecientemente cláusulas de protección y garantías, más que cláusulas de apertura. Se corrobora al leer el Acuerdo de Asociación Transpacífico que anuló el presidente americano.
La muerte de la globalización no imposibilita la exportación. Sólo vuelve a las bases: repone el esfuerzo y la responsabilidad de la vital tarea en manos de los privados. Un esfuerzo casi nunca coordinado, como sabe cualquier exportador, en especial los no agrícolas. Las economías pequeñas exportaron siempre sobre la base del contacto personal, del servicio, de la relación uno a uno. Aún un unicornio se basa en las personas, en las charlas mano a mano, en la adaptación continua, en “vender” una idea, en hacerse creíble. Un reciente podcast de Marcos Galperín recuerda esas realidades, en las que el estado no tuvo papel alguno, afortunadamente.
El único modos de mantener el bienestar actual de Uruguay en el largo plazo es con crecimiento real de la actividad, o sea del PIB. Intentar hacerlo mediante la aplicación de más impuestos es un parche, un dibujo. Se disminuye un instante el déficit, pero de inmediato cae la actividad y/o la inversión. Una medida de burócratas. También es de corto plazo tomar deuda para mantener ese bienestar, o emitir más. Por igual razón: dura un instante.
Quedan entonces dos caminos, que pueden confluir: aumentar la exportación y lograr un mayor consumo de valor agregado mediante una inmigración pequeña en número, pero importante en calidad de demanda y de inversión. Para lo último no hace falta demasiados estímulos, como sostiene la columna. La señora de Kirchner se ocupa de generar la oferta. En cuanto a la exportación, hay derecho a esperar una mejora de los precios de las commodities. Porque la pandemia no ha afectado la demanda de alimentos, y porque la crisis porcina ha multiplicado la demanda cárneas.
No es suficiente. De ahí la importancia de los privados, los auténticos optimistas. De las miles de Pymes exportadoras expulsadas de Argentina, por ejemplo. De los que venden servicios a medida, fabrican lo que el cliente necesita o inventan una app o un programa que venden timbreando en la región o donde pueden. De los que apuestan sus ahorros o consiguen inversores, de los que insisten, empiezan de nuevo, corrigen, se funden eventualmente, pero a su propio riesgo.
El criterio del crecimiento es el que ha adoptado el gobierno. Es lento. Pero no parece haber otro disponible. Pero a un burócrata de Fitch, por caso, le es difícil entender que esto se incorpore al presupuesto. Justamente para eso sirve un plan de mediano plazo. La calificadora parece evaluar a Uruguay de modo diferencial. ¿Qué presupuesto quiere? ¿Uno facilista que baje el déficit al instante aplicando impuestos que “cierren”? Duraría un segundo y caería el PIB. Y de inmediato la evaluadora diría que hacen falta más impuestos para volver a cuadrar las cuentas. Así hasta la nada. Un FMI 2.
¿Qué otra cosa cabría hacer en esta coyuntura mundial y de país? Luego de tres lustros de crecimiento de gasto, hace falta tiempo para lograr un equilibrio socioeconómico. No es un Excel. Importa la calidad de las ideas, la perseverancia en las decisiones y la acción invalorable de los privados. Y si Fitch aplicara el mismo cartabón para todos, debería calificar a muchas grandes economías como B-, si no como CCC.
El estado no es capaz de aumentar la exportación, ni el consumo, ni el PIB. Pero puede contribuir a achicarlos, como suele ocurrir. O bien puede ayudar desbrozando el camino de obstáculos, aumentando la confianza y la seguridad jurídica, fortaleciendo la competencia, desregulando, privatizando. Y permaneciendo muy activo donde hace falta: la educación, la salud pública, la seguridad, la asistencia social. Y bajando el gasto inútil, que aún sobra.