La hipocresía sindical de la educación
Quienes debieran defender la tarea formativa de los niños y jóvenes son quienes se ocupan de sabotearla
No debe haber país en el mundo que no destaque la importancia de la educación como elemento diferencial primordial para que su población tenga oportunidades de inserción económica y de desarrollo personal y espiritual en una sociedad global que está entrando en una espiral rabiosa e impredecible de cambio. Tampoco hay voces que se opongan a tal criterio, en ningún país y con ningún formato de gobierno. Los derechos universales del niño y los jóvenes consagran ese principio in límine y junto al respeto por la vida y la libertad; la formación escolar completa el tridente básico de los derechos humanos reconocidos universalmente. Hasta sería posible sostener que sin una educación integral sólida no hay ni vida digna ni libertad. Y tampoco futuro ni económico ni de cualquier tipo para las naciones. Ni democracia, cabe agregar. La educación es el verdadero cuarto poder.
Hasta que entran en escena los gremios docentes. Algo que ocurre donde y cuando se les permite creer que están en condiciones de determinar los currículums, el modo en que se imparten las asignaturas, o en que no se imparten, alterar o anular los contenidos e inventar las distorsiones que se enseñan en cada aula, y donde imponen desde su posición dominante ante el alumno su ideología, que curiosamente es casi siempre trotskista o de izquierda extrema, no importa si se trata de Estados Unidos, Argentina o Uruguay. Especial mención merecería la idea de no calificar ni encuestar, la negación misma del mérito y el estímulo.
Esos gremios se adueñan de la potestad de diseñar las políticas, los contenidos, los objetivos, los modos y las técnicas. Hasta de la potestad de adoctrinar y aun de deseducar, supuesto básico del gramscismo, evolución corregida del estalinismo que necesitó y necesita de masas torpes y sin pensamiento que cumplan consignas y nunca analicen lo que se les impone en defensa de quién sabe qué soberanía, de quién sabe qué patria, en la lucha contra quién sabe qué enemigo.
En esa línea, hablan de esencialidad cuando se trata de reclamar remuneraciones y aumentos de presupuesto que nunca serán suficientes porque también se encargan de saturar el sistema de ineficiencias y ausencias, pero rechazan esa misma esencialidad cuando se les exige que cumplan su tarea y que no transformen el derecho a defender sus supuestas conquistas en el derecho a tomar de rehenes a los alumnos y su formación.
Pese a todas las declamaciones, y a los esfuerzos reales y actuados que se han hecho, la educación pública oriental – otrora un orgullo nacional - se ha deteriorado notoriamente en los últimos años. La pandemia agudizó no solamente esa deseducación sino también la desigualdad con quienes pueden recibir una educación privada. Los que vocean coeficientes de Gini siempre inútiles para hacer comparaciones cuando se trata de datos económicos, no parecen preocuparse de esa inequidad de fondo que muchas veces ellos mismos colaboran a crear. Al contrario. La única respuesta del sindicalismo a este planteo ha sido tratar de captar de prepo a los docentes privados para meterlos bajo su dominio y así sabotear también la educación privada. Nada nuevo en quienes propugnan manotear el patrimonio de los que tienen más para regalárselo a los que tienen menos, una solución cortoplacista y fracasada. La única igualdad sostenible y solidaria en la educación, primero, pero también en cualquier otro aspecto de la sociedad, es hacia arriba.
El mérito, el esfuerzo previo, la disciplina, la seriedad, el ahorro, el compromiso, la vocación, el trabajo y el estudio son las herramientas de la igualdad. La capacidad de autoportarse, la confianza en las propias fuerzas, la libertad, la solidaridad bien entendida, la grandeza de espíritu, la conducta, la honestidad y la ética son los valores esenciales para trasmitir, no la defensa de supuestas conquistas que pagan los demás con ignorancia y espíritu mendicante y sumiso.
No es posible omitir que estos gremios son los que se oponen sistemáticamente a la formación universitaria de los docentes, un elemento que cumple la doble función de jerarquizar en serio la tarea de los maestros y profesores, y de encarar la dificilísima, casi imposible doble misión de lograr inclusión con excelencia. También a la idea de remunerar mejor a los maestros que se especialicen en ayudar a superar las desigualdades, una condena fatal a los postergados y menos favorecidos.
Cuando se habla del éxito socioeconómico de muchos países emergentes que salieron de la pobreza y la desigualdad, se suele omitir el impulso que esos exitosos han dado a la educación, sin concesión alguna y sin excepción. Como se sabe, las evidencias se niegan siempre que entra la ideología en escena.
Ayer era un día de gran trascendencia para los orientales. Porque se comenzaba formalmente el plan de vacunación, luego de un año durísimo, de miedo, incertidumbre, aislamiento y duras consecuencias de todo tipo. También porque los chicos empezaban a pleno su año escolar, símbolo de esperanza y oportunidades, y se comenzaba a transitar el camino de la recuperación de la desigualdad educativa adicional que volvió a restar oportunidades a los más pobres.
En ese contexto, la decisión del paro nacional de la Federación Nacional de Profesores de Educación Secundaria (Fenapes), más allá de los motivos y excusas, es un símbolo, un sabotaje, un escupitajo cruel y mezquino en la cara de la sociedad uruguaya, cualquiera fuera la ideología o la posición política de cada uno.
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