Publicado en El Observador  30/11/2021




El Uruguay Arena

 

La discusión sobre el coliseo alzado por Antel Construcciones expone todos los males del estatismo y la fatal arrogancia burocrática

 





















Habrá que empezar por explicar el título: en rigor el circo de espectáculos debería llamarse Uruguay Arena, ya que fue pagado con los recursos del estado oriental, o sea por la sociedad, de modo directo o indirecto y sin opción.

 

Para enfocar integralmente el punto no se debe caer en la trampa dialéctica de los defensores de la obra, o más bien defensores del proceso decisorio y de los excesos de costos, que acusan a los críticos, auditores y denunciantes de atacar al concepto mismo de las empresas del estado, como si es concepto fuese sagrado, perfecto, indiscutible y dogmático. Al contrario: no estaría nada mal revisar y hasta atacar ese invento. No existe tal cosa como una empresa del estado. Empresa implica una inversión y un riesgo. El estado no invierte, simplemente se apodera de los ahorros y recursos privados y los usa, arrogándose la capacidad técnica para operar cualquier cosa con prescindencia total del conocimiento en la materia de sus burócratas designados. Tampoco toma riesgos. Porque el riesgo también será asumido (y sin consulta previa) por el contribuyente y la sociedad toda, como se ha visto varias veces en la historia reciente, en montos y modos suficientemente escandalosos como para haber meritado la intervención de la justicia en serio, si eso no fuera considerado opcional. Sería mucho más preciso llamarlas monopolios del estado. O de la burocracia. (Habría que dedicar otra nota para explicar por qué Antel también es monopólico, aunque ciertos tramos o etapas de su actividad tengan coparticipantes discapacitados. Suponiendo que nadie se haya dado cuenta.)

 

El concepto de empresa estatal es, en todo lugar, un engendro, un invento, una construcción falaz y no sólo en la definición, como explica el párrafo previo. El ente, en cualquiera de las tres acepciones de la RAE, está concebido para eludir todas las reglas que rigen una sociedad comercial privada, inclusive las dos auditorías obligatorias, la justicia en caso de fraude, la sanción profesional en caso de mala praxis o simplemente el fracaso comercial o de gestión, la supervisión de los dueños, accionistas o acreedores financieros,  la necesidad de conseguir inversores voluntarios, la obligatoriedad de eficiencia y transparencia, la necesidad de apegarse a sus fines. Cuando le conviene, funciona con el anonimato del directorio (costoso y político) de una cooperativa vecinal, o exhibe su condición de empresa para eludir los controles de la administración, o alega su condición de estatal cuando se le exige lo mismo que a una empresa privada. No debería hacer falta que a una telefónica decida meterse a constructora para estar en contra de ese engendro de impunidad, secreto y silencio, que tiende a creerse por encima de la voluntad del votante y de la propia Constitución. 

 

Para citar un caso, la figura casi infantil por la cual un directorio nombrado por el estado escamotea y oculta por 10 años el proceso decisorio sobre un tema, como ocurre en esta instancia, no guarda para nada semejanza con los procedimientos de una empresa privada ni con la transparencia a que obliga el estado, ni resistiría un segundo la investigación de un pasante del sistema de justicia, suponiendo que en el país se decidiese aplicarla a la política y los jerarcas, o a los superjerarcas de las seudoempresas del estado. Algo más grave cuando se contrata con un grupo de negocios internacional privado, como lo prueba la triste experiencia local. 

 

Otro ejemplo de la impunidad de ese tipo de ente estatal lo presenta la respuesta insostenible de que la construcción de un coliseo está dentro de las funciones de Antel, algo que es casi ofensivo para la inteligencia ciudadana. Así lo entendió en su momento el Tribunal de Cuentas de la República, en un dictamen no menor, que fue rebatido infantilmente con una supuesta opinión del respetado Instituto de Derecho Constitucional, que no resultó tal, sino una expresión personal de uno de sus miembros, y que, de todos modos, aún cuando hubiera sido institucional no tendría más valor que el de una opinión calificada, no el de un fallo vinculante. De paso, no parecen olvidables los efectos y consecuencias que se sufrieron cada vez que estos monopolios estatales decidieron emprender actividades dudosas según sus estatutos. 

 

Tampoco puede considerarse un tema político ni de cuerda del directorio, por unánime que fuesen sus decisiones, el haber aprobado un presupuesto que luego se triplicó sin demasiadas consideraciones ni explicaciones, ni los pasos administrativos necesarios para justificar y aprobar el sobregasto, lo que alguna responsabilidad conlleva, tanto políticas, como institucionales y eventualmente penales, en el supuesto de que se pretendiese cumplir las elementales normas republicanas que regulan a los estados modernos. Semejante procedimiento en una empresa privada implicaría graves sanciones de todo tipo. Aquí el ente usa el paraguas del estado y su privilegio paulino de eludir todo tipo de cumplimientos de las normas constitucionales, estatutarias, de contralor interno, de control del estado, de ceder a la acción de la justicia y de transparentar su gestión ante la opinión pública. Nada se dice de la comparación de costos entre este showcentery otros similares construidos por el mismo grupo de negocios Arena en otros países, pero con intereses privados supervisando los costos y con otras razones para participar de su edificación.  

 

Tratando de defender (dialécticamente, por supuesto) este accionar que no es exclusivo ni innovador en las cuasiempresas del estado, hay quienes equiparan el interés político de la Coalición en desnudar las falencias e irregularidades de la gestión anterior con los intereses poco comprensibles de quienes cometieron esos atropellos jurídicos, legales, económicos y de procedimiento. Otro acto de desprecio a la percepción y opinión ciudadana, que es capaz de diferenciar el accionar político de la comisión de graves irregularidades. Aún cuando la columna estuviera equivocada en ese criterio, nada excluiría la necesidad de una exhaustiva investigación administrativa y judicial sobre el tema. A menos que, dentro de los múltiples beneficios, los entes estatales estén exentos hasta de la ley de gravedad. Por el contrario, es la obligación de quienes administran los bienes públicos someterse a todo tipo de escrutinios, sin el derecho a descalificar a quienes lo requieren. 

 

Como una guinda en el postre de la argumentación, la expresidente de Antel sostiene - y la oposición lo consiente- que más allá de las formas (esenciales a la democracia y a la transparencia) “allí queda la hermosura de la obra y la mejora para un barrio”.  Aceptando que pueda tratarse de un argumento de buena fe, eso no implica que cualquiera se arrogue la función de usar fondos destinados a otra cosa para lograr ese objetivo. Ni que lo haga de cualquier modo. También podrían haberse logrado iguales objetivos de belleza y funcionalidad construyendo un hospital público, un centro educativo, un parque, un complejo de investigación, de tecnología, habitacional, de servicio a la comunidad o cualquier otro centro más necesario, pero por vía los sectores del estado respectivos.  Se trata de un cuádruple concepto. El manejo de los dineros públicos. El cumplimiento de las reglas estatutarias funcionales. El cumplimiento de las normas presupuestarias y contralor de gestión. La necesaria demostración de la honestidad en los procedimientos. También aquí se ponen demasiadas esperanzas en la inocencia, tolerancia y benevolencia del ciudadano. 

 

Las auditorías dispuestas por el gobierno, y cualquier cuestionamiento formal a cualquier gestión de quien fuere, no deberían ser respondidas con argumentos baratos políticos, acusaciones de conspiración y odio, operaciones periodísticas y otros recursos más propios del vecino kirchnerismo que de una república seria. 

 

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