Publicado en El Observador 07/12/2021
El extraño caso de Ms. Georgieva y Ms. Gopinath
El FMI y su remake de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, la clásica novela de Stevenson
En su nota del domingo Ricardo Peirano cuestiona con una cierta ironía la doble personalidad del Fondo Monetario, que mientras por un lado alienta a las grandes potencias a olvidar los principios que la entidad ha defendido -e impuesto- durante su trayectoria, por el otro continúa aplicando su cartabón inexorable a las economías pequeñas y predicando ajustes presupuestarios y políticas antiinflacionarias a países como Uruguay, tal vez una de las pocas naciones que ha conservado la cordura económica durante el reinado del terror pandémico.
La acertada observación permite algunas elaboraciones sobre la función del organismo en cuestión y su participación en las medidas para compensar el cierre mundial conque se pretendió combatir el avance del SRAS-CoV-2, sus mutaciones y demás deudos.
Desde el momento de su fundación en 1945-46, el Fondo fue una entidad burocrática, concebida por mentes dirigistas de amplio espectro como un prestamista de última instancia, un banco fondeado por todas las naciones para equilibrar los flujos de capitales de los países, un modo de evitar -supuestamente- las odiosas diferencias que habían contribuido a las dos tremendas guerras mundiales. Esa función se profundizó como auxiliadora y salvadora luego de la claudicación estadounidense de los años 70, que decidió incumplir su compromiso mundial de mantener el dólar atado al respaldo oro, lo que dejó al mundo sin ancla cambiaria, imprescindible para los sistemas neokeynesianos que aún hoy imperan.
Por eso su carta fundacional y sus estatutos prevén que su misión es ayudar con préstamos con bajas tasas a los países que sufren desequilibrios temporarios en sus flujos hasta que la devaluación de sus monedas los ponga de nuevo en el camino de la competitividad. Mecanismo que, curiosamente, es fulminado en todos los tratados de no-libre comercio que firman hoy EEUU y UE. Otro contrasentido. En esa tarea, el FMI se comporta como cualquier banco: analiza el proyecto de cada país y decide si tiene sentido prestarle, prorrogarle los plazos o darle crédito, según la calidad de sus presupuestos y sus planes. La diferencia es que se trata de un banco con capital aportado por todas las naciones y en proporciones diferentes. Eso hace que sus decisiones financieras tengan dos caras: la que representa el análisis técnico de los economistas y la de la política internacional, ya que los grandes aportantes tienen más peso en las decisiones. Es sabido que cuando un país necesita recurrir al Fondo inicia una recorrida política buscando apoyo, accionar que es mayor cuanto menor es la viabilidad económica de los planes que se proponen.
De ahí que el organismo tiene dos caras. La técnica, representada por economistas ortodoxos, profesionales y con expectativas similares de seriedad sobre cualquier presupuesto o proyecto: baja inflación, gastos que no paralicen la economía, seguridad jurídica, equilibrio fiscal, impuestos que no ahuyenten la inversión ni la confianza. Y la política, que responde, como toda política, a otros conceptos, a otras pautas, otros códigos y otros intereses. Kristalina Georgieva, como antes Cristine Lagarde, simbolizan esa rama política, o sea, son parte de la raza de políticos que pueden dirigir el FMI, el Banco Mundial, el Banco Central Europeo, la OMC, la OMS o cualquier otra organización que los contratase.
Esa dicotomía no es nueva, aunque ahora es más evidente. El ente solía resolver la disyuntiva haciendo declaraciones formales que satisfacían a sus aportantes, para luego proceder en los casos puntuales con la ortodoxia habitual. (Es conocido que cuando un país dice que no piensa recibir órdenes del Fondo lo que quiere decir es que seguirá con su cómodo voluntarismo, su irresponsabilidad y su dispendio) También debe considerarse que las grandes potencias no suelen recurrir al Fondo, con lo que éste no necesita expedirse sobre las incoherencias de los lineamientos y decisiones económicas o financieras de sus grandes benefactores. Por eso se limitaba a recordar los principios inmutables de la economía, aunque EEUU o Europa y sus bancos centrales la FED y el BCE agitasen raras teorías, como la de la inflación generadora de empleos, la Teoría Monetaria Moderna, la lucha contra la deflación, el endeudamiento impagable, las autocompras de acciones de las empresas, la exuberancia irracional fomentada. El FMI permaneció en silencio ante todo eso. Tampoco era su papel ni su misión ser el auditor económico del sistema mundial, con lo que su posición era cómoda, o hipócrita.
El aislamiento pandémico, junto al miedo absolutamente fomentado, sirvió para cancelar todos los argumentos en favor de la seriedad fiscal y económica, y para abrir la canilla de la emisión irresponsable sin límites y sin culpa ni necesidad de explicación. Los gobiernos occidentales salieron a promover el festival de emisión y déficit bajo el lema: “no es momento para preocuparse por el déficit o la inflación”. O sea, lo que muchos sectores norteamericanos y mundiales venían proponiendo de una u otra manera, con o sin fundamentos matemáticos, fórmulas o teorías nunca probadas. El FMI, o mejor su conducción política, no vaciló en repetir exactamente esos mismos argumentos, en especial su conducción, finalmente la nueva clase política moderna y verticalizada.
Esa conducción no comprendió (ni le importó) que estaba yendo en contra no sólo del pensamiento económico clásico irrefutable, de la evidencia empírica, de la matemática y de la opinión de sus propios sectores técnicos. Mucho peor: pocas veces un organismo de cualquier naturaleza se ha apartado tanto de sus estatutos, de su carta fundacional, de su mission y su vision, en términos ingleses.
Los efectos de este supuesto cambio de paradigma, o del pánico inducido, se empezaron a notar rápidamente, como bien sabe el señor Biden, que comenzó a instruir a su subordinado independiente Powell para que la FED empiece a retroceder en su insensatez ante los negativos efectos electorales de la inflación deliberadamente producida, una demostración por la evidencia empírica casi instantánea en la denominada mayor potencia del mundo de los efectos de una decisión económica que empecinadamente siguió la línea precaria y populista del sociomarxismo (Y de las empresas endeudadas)
La reciente designación como número dos de la india Gita Gopinath, que fuera su economista en jefe, puede significar una rectificación de rumbo del FMI, una vuelta a los principios, una pérdida de influencia de los políticos de la Nueva Clase, una demora en el Nuevo Orden Mundial o del reseteo hacia la pobreza universal. Europa, que dice que vuelve a cerrarse por el virus, disimula de ese modo su suicidio con otro voluntarismo, el de sabotear su producción de energía. En cambio, el Banco de Inglaterra sostiene que ninguno de los efectos de la pandemia se puede paliar en serio con mayor emisión o mayor déficit, con lo que anticipa el fin de la tasa cero, otro mesianismo que el Fondo convalidó con su silencio.
Habrá que confiar en que el ascenso de Gita marque el fin de la influencia nefasta de Kristalina, cuestionada hoy por otras decisiones en otro ente, donde también suponía salvar al mundo. Aunque el final de la novela de Stevenson lleva implícita una ominosa profecía.
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