¿Nuevo orden mundial o autocracia impositiva global?
Estados Unidos soluciona sus problemas obligando a sus aliados a comprárselos y para ello copia a la burocracia supranacional
Para muchos resultó casi lógico que la semana pasada el gobierno norteamericano saliera a proponer-imponer a los países bajo su influencia una suba de la tasa mínima permitida (por la OCDE, su santo nombre) del impuesto a las ganancias de las empresas. Es conocido que las corporaciones internacionales, básicamente tecnológicas, dibujan su radicación en las naciones como Irlanda o Luxemburgo, con tributación más baja - la tolerada hoy es el 12.5% - para eludir de ese modo los tributos estadounidenses. Contradictoriamente, la potencia americana venía defendiendo la inmunidad impositiva de sus empresas cuando se intentaba aplicarles impuestos locales, como el IVA.
Siempre las transnacionales usaron lo que se conoce como tax-planning, un procedimiento inicialmente legal que, como otros casos, pasó a ser demonizado por la vocación recaudatoria de los entes supranacionales económicos, casi su objetivo excluyente. La explosión del negocio del entretenimiento y los servicios tecnológicos produjo excesos indefendibles, y Norteamérica perdió una fuente importante de recursos de un sector que en teoría debía aportar lo que ya no aportarían las viejas industrias desplazadas o cedidas. (Las empresas yanquis aprovechan también la alternativa legal que les brindan sus propias leyes, de diferir los impuestos en la medida en que los fondos no sean repatriados)
Por eso Obama encaró el problema proponiendo una especie de blanqueo, por el que todos los fondos que se repatriaran pagarían sólo el 10% por única vez por todo el pasado. Y de ahí en más, bajaba la tasa del impuesto a las ganancias a esas empresas específicas al 20% anual, como modo de enfrentar la competencia impositiva. Con ese producido formaría un Fondo de Infraestructura, para encarar una tarea que, como ha explicado esta columna, es imprescindible e impostergable. No fue aprobado por el Congreso.
Trump eligió el camino de bajar el impuesto a las empresas en general al 20%, esperando así reducir el atractivo para la elusión, al minimizar el ahorro de inventar radicaciones en los países de menor tributación y permitir la repatriación sin costo. Se encontró conque las empresas repatriaban los fondos del exterior acumulados, pero no los usaban para invertir ni para generar nuevos empleos. Los aplicaban a la recompra de acciones, una práctica que, en opinión de la columna, viene destruyendo al capitalismo americano hace 4 décadas. O para más bonuses a sus ejecutivos. Eso le golpeó la recaudación e impactó sobre el endeudamiento.
Ambas soluciones, con sus pros y contras, respondían a principios básicos del capitalismo liberal tanto en su política interna como externa. Y a principios económicos probados largamente por la evidencia empírica, con perdón por el ofensivo término. Biden toma otro camino. Como dando la razón a quienes lo ven como el ariete del New World Order o del Reseteo Universal, (socialismo de facto vía pandemia agravada por el miedo y el cierre) sube para todas las empresas los impuestos que había bajado Trump, que podrían haberse perfeccionado. Sólo porque necesita esos supuestos fondos para su plan rooseveltiano de Infraestructura. Como eso aumenta el incentivo para la elusión vía radicación en terceros países,
y en el mejor estilo de Roosevelt, (Teddy ahora, no Franklin) quiere imponerle al resto del mundo una tasa de impuesto que le convenga a su proyecto. Nadie puede cobrar menos que el 21%, porque sí.
No importa para el líder americano el efecto que eso ocasione en cada país, ni su estructura impositiva, ni su política fiscal. Ni le importan la soberanía o la democracia de las naciones. Le importa sólo lo que a él le conviene o le parece. Se asemeja, por casualidad o afinidad ideológica o por simple uso de poder, a los entes u organismos burocráticos supranacionales, que han ido borrando - e intentan que sea para siempre – el derecho y la potestad de los ciudadanos de cada estado a darse sus propias leyes y a modelar su propia sociedad. Más claramente, intentan anular las democracias locales.
Y en ese esfuerzo, desprecian la eficiencia de los gobiernos, fomentan el estatismo descaradamente, cancelan el mérito y el esfuerzo de las comunidades, igualan a nivel del subsuelo. Cualquier nación ya no puede cobrar impuestos bajos, o menores a los de Estados Unidos, o a lo que la OCDE determine, o ser tan exitosa que simplemente no cobre impuestos. Faltaría que ahora forzaran a todo el mundo a tener un DMO, un déficit mínimo obligatorio.
Al mismo tiempo, dentro del galimatías de sus cambiantes recetas, el Fondo Monetario Internacional, que como se sabe tiene dos funciones, la de prestamista de última instancia y la de rector moral de la humanidad según las tendencias de esta semana, recomendó a sus miembros gravar a sus ricos, y explicó sus bases empíricas y técnicas para semejante idea: “para dar una muestra de solidaridad a los afectados por la pandemia”. Es bueno que los burócratas expatriados con altísimos sueldos, que suponen ser expertos en economía, se hayan reconvertido en profetas del solidarismo mundial. Total, sobra plata, como todos los lectores de esta columna saben y experimentan.
Los efectos de tal muestra de afecto y sensibilidad no fueron incorporados a la ecuación económica, ni se estudiaron los resultados de experiencias similares en el pasado, ni el Fondo las prevé. Simplemente se limita a predicar la caridad con el ahorro ajeno. Estos comunicados del Fondo bien podrían denominarse Encíclicas Monetarias Modernas y ser respaldadas por un paquete de ecuaciones de premios Nobel, para que parezcan técnicas. Y las debería imponer Biden.
¿Cuánto falta para el burocrático impuesto universal a empresas y personas con el que soñaba Keynes?