Publicado en El Observador 04/05/2021
¿A quién le importa el trabajo?
El bienestar de una sociedad está dado por su capacidad de generar empleo. Reemplazar el trabajo por un sueldo estatal o un subsidio es cortoplacista y provisorio
No parece posible estudiar la problemática oriental sin abordar la particular concepción sobre el empleo que tiene en general su sociedad, concepción que juega y jugará un papel excluyente en el futuro pospandemia, empezando ya.
Para comenzar, se equipara el empleo estatal con el empleo privado, lo que convierte al estado en un empleador de última instancia, con múltiples consecuencias y efectos negativos. Así como el estado es incapaz de producir riqueza, aunque sí de pulverizarla, (sobran ejemplos locales y globales) el empleo público usado como herramienta político-económica y como fuente de trabajo, no solamente escamotea los resultados de las ideas y acciones equivocadas de los gobiernos, del sindicalismo y el proteccionismo, sino que engorda el estatismo hasta matar por inanición toda fuente de trabajo privada.
En ese proceso, se van acumulando protecciones constitucionales y legales que hacen que los salarios estatales sean mayores que los privados, que el despido esté prohibido y casi lo esté la mismísima eficiencia, y que el ajuste por la inflación que el propio estado produce con exclusividad con su gasto y su emisión sea una garantía no sólo de conservación del poder adquisitivo, sino de futura mayor inflación. Lo que por supuesto, impacta contra el trabajador del sector privado.
A este listado, al que se llama conquistas, se suma el sindicalismo unánime y monopólico, que se ha ocupado de ejercer una permanente oposición a la actividad privada, hasta lograr que sea considerada casi un enemigo por el trabajador, con la anuencia de la sociedad que muchas veces pondera como avance mundial ese proteccionismo laboral.
En tal marco se insertan las mal llamadas empresas del estado, (empresa implica riesgo, que en este caso sólo es asumido por el contribuyente o el consumidor) o sea el monopolio de servicios esenciales. Para dar un solo ejemplo de su comportamiento, alcanza el reciente chantaje de los ejecutivos de UTE, que amenazan con el riesgo de cortes masivos al gobierno, que apenas intenta aplicarles un modestísimo ahorro en la reposición de vacantes o atrición. (¿O habrá algún resultado incómodo en la Auditoría?) Los jerarcas de estas empresas son burócratas de altos ingresos, y defenderán a muerte su privilegio, su inmunidad y a veces su impunidad.
Se agrega, como ya se ha analizado aquí, el dilema de la jubilación, que, sin una generación fluida de empleo privado y en un entorno de tasa cero, se convertirá en un problema recurrente con parches y disconformidad permanentes y mayor gasto para la sociedad. Como siempre, el problema está agravado por toda la solidaridad que se le ha ido cargando injustamente al mecanismo de retiro, que supone un gasto adicional del 30 por ciento, sambenito que no es serio, ni corresponde, colgarles a los jubilados con aportes plenos, ni al sistema de reparto intergeneracional.
Que todos estos procesos descritos hayan ocurrido gradualmente, a lo largo de muchos años y hasta hayan funcionado un rato, no los hace válidos, ni les quita gravedad. Tampoco les da carácter de patrimonio nacional, ni de compromiso patriótico, ni de ideología. Adicionalmente, esta cosmovisión lleva a la figura fatal del subsidio permanente, del salario sin trabajar, la Renta Universal o como se le llame, que es finalmente empleo estatal sin la molestia de tener que trabajar, o hacer una contraprestación.
No solo el empleo privado no es considerado primordial, sino que los criterios antes esbozados obran como enemigos del aumento de demanda laboral, tanto desde los aspectos éticos y conceptuales, como porque condenan a una permanente inseguridad impositiva, al requerir más exacciones con cualquier excusa, con lo que la inversión es harto difícil.
Así, mientras el Pit-Cnt se ocupa de inventar y proponer nuevos tributos, una tarea de voluntariado que difícilmente le corresponda, otros sectores más técnicos, no más acertados, bregan ahora por eliminar las eximiciones a ciertas radicaciones, exenciones que serán mejor o peor diseñadas, pero a las que obliga a recurrir la ofensiva tributaria rampante, para conseguir alguien que quiera radicarse. Ambas posturas se contraponen. Ambas posturas ahuyentan inversión y empleo con su solo enunciado. Lo malo de las eximiciones es que no se conceden a todos, eso sí. Se llamaría rebaja de impuestos.
El aumento del precio de la soja y los cereales ha vuelto a ilusionar a los defensores de las teorías del “somos distintos” y “vamos tirando”, que finalmente significa cobrarle más impuestos a cualquiera que saque la cabeza del pantano, o sea volver a lastimar el empleo privado y a fomentar más estatismo. El círculo vicioso perfecto. O más bien una espiral involutiva que conduce al mínimo absoluto. Y a la pérdida de libertad.
La pandemia potencia el drama del desempleo privado. Que curiosamente muchos proponen hacer más dramático encerrando a la población. Y clamando por más gasto paliativo y más impuestos supuestamente temporarios, un ensayo general de socialismo forzado. Si a esa situación se agregan el inexorable efecto de la tecnología, (que entre otras cosas posibilitó desarrollar vacunas salvadoras en menos de un año) y la demanda de bienes que no dependen de mano de obra intensiva sino de trabajo especializado, la concepción oriental sobre el empleo y la economía en general podría tener que cambiar. A menos que se vuelva a recurrir a la única, cómoda, precaria y vieja solución de ordeñar al campo o a cualquier otra peligrosa y reaccionaria manifestación de riqueza, mientras dure.
“Vamos tirando”. Una leyenda que debería estar en algún símbolo patrio. Aunque no merezca estarlo, es un intento de idiosincrasia respetable.