Publicado en El Observador 26/10/2021
La soberanía fiscal también es soberanía
La Unión Europea, ¿la tercera coalición que se postula para gobernar Uruguay?
Para intentar comprender el apriete al que la Unión Europea somete a Uruguay al inventar primero una lista gris de países que no le quieren obedecer en sus bulas impositivas y luego amenazar con sanciones a quienes se nieguen a complacerla, habrá que hacer algunas puntualizaciones.
La UE, que nunca firmará ningún tratado de libre comercio con el Mercosur, ni con Uruguay, ni con nadie que le pueda competir en su ineficiencia de amplio espectro en la producción agropecuaria y sus derivados, es enemigo comercial de los productores orientales, como mínimo. También es enemigo de cualquier país que no castigue con su mismo nivel de tributos a la generación de empleo y riqueza. Al mismo tiempo, está al borde de su quiebra tanto en el sentido clásico del concepto, como en su famoso “estado de bienestar”, que no solamente no se sostiene sin un crecimiento continuado de demanda, sino que está lejos tecnológicamente de los avances de sus principales competidores.
Su concepto de Unión aduanera no es muy distinto al que hizo que el viejo continente soñara el mismo sueño comercial de Hitler, que luego de la segunda guerra, o mejor dicho luego de la aparición de Churchill y su heroica oposición a cualquier alianza o tolerancia con el dictador, se canalizó por otras vertientes, pero sin abandonar la idea madre. En esa línea, ha venido influyendo en los estamentos del FMI y también de la OCDE. Así, a lo que en un principio fue una lucha sacrosanta e indisputable contra el lavado de dinero de la venta de armas y trata de personas, se fue gradualmente ampliando a las proveniencias de la venta de drogas, la financiación del terrorismo, tras la Patriot Act americana de George W. Bush, y no solamente se obligó con justicia a los países con oscuridad financiera a eliminar su secreto bancario, sino posteriormente a someterse a una reglamentación internacional a la que debieron adherir en espíritu y forma todas las naciones, so penas de transformarse en parias mundiales. Posteriormente se agregó la evasión fiscal en el mismo nivel de la venta de drogas o el terrorismo, lo que cambió de nuevo las reglas, sobre todo cuando se obliga a probar lo prescripto, o a presentar documentación que nunca se exigió conservar tanto tiempo, o a demostrar que no se es culpable de un delito que no se conoce cuál es, lo que provocaría la envidia del mismísimo Kafka, cuya delirante y distópica obra El Proceso ha sido empequeñecida con la solución encontrada al problema del lavado. Que por supuesto, ha tenido la virtud de concentrar en pocas manos, o en pocos países, el poder de contralor del bien y el mal.
Se puede discutir cuál es el límite o el alcance de ese sistema que ha ido evolucionando y lo seguirá haciendo hasta el espionaje; y se pueden quemar todos los tratados de derecho de la historia, pero es cierto que los casos agregados a la lista incluyen delitos económicos que afectan al estado, algo que se vuelve imperdonable a medida que el estado se siente dueño de toda la riqueza que producen o tienen sus ciudadanos, un concepto colectivista pero moderno, si eso fuera un mérito.
Es cierto que en todos los casos, hasta ahora, en que se obligó a los países a hacer lo que se les ordenaba, so pena de graves sanciones y escarnios, se trataba de delitos. Reales o presuntos. Eso constituía una justificación, o al menos una excusa, para pasar por sobre la soberanía de los países. Nadie quiere ser refugio de ladrones. Y en el caso de la izquierda mundial triunfadora (en la implantación de su ideología, al menos) también fue un arma, bajo el concepto “no me importa no mejorar, sino que tú pierdas”, que se escucha y se percibe con toda fuerza en el ámbito local.
Es cierto que el Uruguay de hoy no necesita para nada ser un tax haven, ni un tax heaven, ni le aportaría demasiado serlo. Ni lo es. Ni le conviene serlo. El país necesita ser transparente, confiable, respetado, serio, con seguridad jurídica, con impuestos bajos y no frutos del odio a la ganancia ni al capital. No una cueva ni un asalto tributario. Y en ese sentido ha venido actuando coherentemente en los últimos 15 años. Pero ahora, el planteo de la UE tiene una razón, un objeto y una causa diferente.
La UE, como ha empezado a hacerlo EEUU, odia que los países eficientes, que no necesiten cobrar altos impuestos porque gastan menos, o que apuestan a cobrar menos impuestos para aumentar su recaudación (Laffer) usen esa ventaja para competirles. Tiene sentido. EEUU, porque sus grandes corporaciones internacionales se radican en países con menor tributación, lo que le hace perder ingresos impositivos, y la UE porque, incapaz de competir, necesita recaudar más y más de sus contribuyentes y no puede subir sus tasas porque las empresas simplemente se marchan de los países que les infligen una agresión fiscal insoportable. No es casual que EEUU haya logrado que 120 jurisdicciones acordaran cobrar un impuesto de 15% mínimo (Universal, dicen algunos) a las ganancias de las empresas, para que no se le fugasen las propias. Lo que no puede lograr con sus leyes lo intenta lograr haciendo que el mundo copie su carga impositiva, en muchísimos casos una concesión suicida del resto del mundo, obviamente otorgada bajo presión para evitar represalias. Obama y Trump intentaron sus propias soluciones al problema, pero para resumirlo, fracasaron en el propósito.
La UE está peor, o un paso más hacia el abismo, que EE.UU. Con su sistema de Estado de Bienestar socialista haciendo agua, con su territorio invadido por el Califato y el subcalifato en sus peores versiones, sin generación de empleo ni eficiencia, con burocracias carísimas y los mismos políticos incompetentes, nuevaclasistas y perpetuos complaciendo gentiles pedidos y envueltos en una gigantesca confusión, con la trampa del endeudamiento de los estados y las empresas, con varios de sus miembros furiosos, como Hungría y Polonia, maltratados como acostumbra Europa, o traicionados, como ocurre con Irlanda, con España que parece imitar a Argentina, con China que la ha relegado lejos, con el Euro perdiendo valor y confianza, no puede permitirse el lujo de que otros países tengan tratamiento fiscales diferentes a los propios. Es el mismo concepto que hace que no firme ya tratados de libre comercio, sino garantías de proteccionismo propio. Entonces decide obligar a las naciones más pequeñas o con economías más frágiles a gastar lo mismo que ella. O a hacer las mismas estupideces que ella.
Eso es lo que hace con Uruguay. O con eso está amenazando a Uruguay. Porque -aún a riesgo de ser demasiado técnicos – el sistema fiscal basado en la fuente de ingresos, no es un invento oriental, no está vigente desde ayer, no es una innovación ni un oportunismo, es el que usa Uruguay tradicionalmente. Y el que también se usó en el mundo. Y se usa aún. Nadie está cometiendo o permitiendo cometer ningún delito, ni en Uruguay ni en ninguna parte, si se usa el concepto de la fuente. Ni se está ayudando a nadie a cometer ningún delito. Y su teoría alternativa, el concepto de la teoría del domicilio, también se usa tradicionalmente. Y hasta se mezclan en muchos países. Y cada país tiene el derecho a usar el que le venga en ganas, mientras sea con seriedad. Uruguay es transparente, cumple con todas las reglas de intercambio de información, colaboración, sistema de reclamaciones judiciales y extrajudiciales del mundo moderno, lo que la Unión Europea exige no tiene ninguna relación con la oscuridad bancaria o fiscal ni con los paraísos fiscales, aunque al viejo mundo le convenga presentarlo así. Ahora se intenta inventar una tercera y hegemónica teoría, de tributación internacional. Un invento, sí.
Por último, si alguno creyese que una empresa radicada en su país debe tributar de determinado modo, debe modificar sus propias leyes, y tipificar su incumplimiento como delito, no amenazar a los demás países para que cambien las suyas. Lo que, además de limitar con el absurdo, expone a los países complacientes a sufrir juicios y reclamos que va a perder internacionalmente al modificar leyes y criterios tradicionales, es decir al romper de un tajo lo que tanto se esgrime como virtud: la seguridad jurídica. No se puede evitar recordar la hipocresía en la aplicación de torturas por el estado. Para evitar incumplir su Constitución, extraoficialmente se torturaba a prisioneros terroristas en cárceles o bases fuera del territorio norteamericano. Con esto ocurre algo similar. Con el mismo dramatismo en cuanto al Derecho, no en cuanto al hecho en sí.
Es probable que, ante la amenaza de transformarse en un paria internacional gratuitamente, por un delito que no cometió y que no existe ni como posibilidad y por una exigida subordinación colonial, el país sea obligado a ceder ante este planteo kafkiano. Con las consecuencias previsibles y otras. Y con la seguridad de que las órdenes impuestas por el mundo civilizado, o lo que reste de él, no terminan aquí. Esto seguirá. No hay mundo feliz sin el empobrecimiento deliberado de las naciones productoras.
En cuanto a los que sostienen que debe cumplirse con una carta en que Uruguay se compromete a hacer estos cambios, términos muy dudosos en el ámbito diplomático y tampoco valederos, habría que recordarles que durante 15 años de gobierno de izquierda sociomarxista se viene incumpliendo nada menos que los tratados con la OIT que consideran inaceptable la toma de plantas productivas como forma de reclamo sindical o laboral. Salvo que, detrás de semejante argumento lo que se persiga es que el gasto y el déficit aumenten. Un elemento igualador en la pobreza que haría feliz a europeos y frenteamplistas.