Publicado en El Observador 16/11/2021
Argentina: Freddy Krueger no muere nunca
La pesadilla del vecino no terminó, al contrario, resurgió con más obsesión, más perfidia y más perversión política
Sin intentarlo, el PDF de la tapa de El Observador de ayer, resumía en el título de sus dos notas de fondo (una sobre las elecciones y otra sobre Peñarol) el análisis del resultado electoral del otro lado del río. “Argentina: el oficialismo pierde el control del Senado” “Tropezón sin caída”
Aquí hay que abrir una pausa para recordar la estrepitosa derrota del kirchnerismo en 2009. Luego del golpazo de las urnas, Cristina Kirchner, en uno de sus discursos sincericidas conque suele insultar la inteligencia de la sociedad, analizó los resultados y afirmó: “No perdimos. Seguimos teniendo mayoría”. Y a continuación enumeró las alianzas conocidas y sorpresivas, non sanctas y sanctas, con candidatos de otros partidos, que le permitirían tener quórum y mayorías en el Congreso. Y tuvo razón.
Obviamente que el peronismo perdió ayer en el país, y duramente, lo que incluye a la Provincia de Buenos Aires. Pero no se cayó. No desapareció, ni desapareció su capacidad de daño, ni aún su peso político. Acaso la comparación de los guarismos de ayer con los de las PASO y con las expectativas de la oposición, termina viéndose, al menos en el mundo peronista, como un triunfo, en vez de una derrota. El peronismo es experto en esos “triunfos” de bunkers silenciosos y despoblados, con bailes y bombos en los que nadie cree, con victorias declamadas que suenan a Galtierismo, con discursos que ni los más fanáticos compran.
Si bien aún no se conocen las cifras definitivas, y se manejan porcientos que no sirven para ciertos cálculos, es posible notar que el aumento en los votos de Milei y Espert restó fundamentalmente votantes a JUNTOS, lo que explica bastante mejor el acercamiento justicialista. Además de la presencia del para muchos invotable Facundo Manes. Mucho más que supuestos resultados de la coima a los votantes, que no parece haber dado frutos trascendentes en casi todo el resto del país, donde la derrota fue aplastante. Salvo en Tierra del Fuego, que más que un distrito es un negocio o negociado en mancomún, un santuario del contubernio multipartidario.
Para los observadores más críticos, la estrategia del oficialismo de ayudar financieramente y en otros aspectos a algunos candidatos opositores resultó bastante exitosa, en especial para el monje negro (o no blanco) Massa, que logró empatar por ahora la primera minoría en la cámara de Diputados, lo que le podría asegurar una presidencia clave, o al menos pelearla a su estilo. También se anotan como triunfadores los caudillos, punteros e intendentes de la Provincia de Buenos Aires, que reclaman para sí haber dado vuelta la voluntad de sus sometidos votantes, o haber perdido por poco. Nada nuevo en la proterva hermandad del peronismo siciliano.
Si bien finalmente la oposición logró su objetivo de eliminar el histórico quórum propio en el Senado del oficialismo, (o de la señora Kirchner) según el resultado provisorio existe mucho margen para la maniobrabilidad política (leal y de la otra) del gobierno, con lo que, por un lado se disipa el peligro de que Cristina intente cambios de gravedad institucional que no tendrán éxito, pero por otro no puede ignorarse que la expresidente (o espresidente) es experta en lograr votos milagrosos, con lo que el triunfo opositor en este plano no implica un control de esa Cámara.
La sociedad ahora espera los próximos pasos del oficialismo. O de los oficialismos. El domingo a la noche el presidente Alberto Fernández pronunció dos discursos, que, sin nada de sorpresa, fueron contradictorios, tanto entre sí como dentro de cada pieza oratoria, para denominarlas de algún modo. En la entrega grabada, recitada y sedada, Fernández propuso un acuerdo para salvar al país con los mismos a los que acusa de haberle legado un país en ruinas. Un contrasentido táctico al menos que presagia la perfidia del llamamiento. Tampoco felicitó a los claros ganadores, un tic que parece haberse incorporado como un nuevo apotegma a la doctrina de Perón desde el capricho-rebelión cristinista en 2015. Tampoco pareció aceptar culpa alguna en su desastrosa gestión. Y anticipó que ayer mismo se presentaría un plan integral multianual, surgido casi instantáneamente de la inspiración del ministro Guzmán, sobre el que se edificaría el gran acuerdo al que convocó a la oposición y a todo el corporativismo justicialista. En el discurso en el bunker, habló de la victoria del FRENTE y del comienzo del gran cambio, y transformó la marcha ya convocada para defenderlo de la vicepresidente en una celebración del triunfo que sólo él vio. Como si no comprendiese que las comunicaciones no son lo mismo que hace 50 años y ahora hay una instantaneidad einsteiniana.
Importa elaborar sobre el plan y el gran acuerdo que arrojó el presidente sobre el escenario nacional, que viene siendo vendido por varios analistas que suelen anticipar la agenda que el gobierno intentará imponer. El acuerdo político, o sea la aprobación legislativa de un arreglo con el FMI y un simultáneo plan de ajuste requeridos por el ente financiero, es utópico. Una frase. Un truco, otra trampa. Una forma de responsabilizar a la oposición por la gobernabilidad que ha perdido por mérito propio. Salvo un suicida político, o un audaz, nadie acompañará semejante acuerdo, que ni siquiera se conoce, ni lo hará sin hacerle cambios que exceden la urgencia fernandista. Un plan en serio implica una concepción de país con la que la oposición nunca estará de acuerdo con el peronismo. Y la mayoría que ayer se expidió tampoco. De ahí que esta jugada se ve como una nueva treta del justicialismo, en las que el radicalismo primero, Cambiemos luego y Juntos por el Cambio después, han caído víctimas varias veces. El FMI, o Kristalina Georgieva, sufrirán las consecuencias de haber sido condescendientes primero con Cambiemos, y luego con el actual gobierno. Por mucho gran acuerdo nacional que se quiera inventar para hacer un ajuste tardío que ahora el peronismo tendría que hacer en soledad, sin buscar coculpables que se inmolen con él. Suponiendo que sepa qué hacer.
Otra pregunta que surge es cuál es el papel de Cristina Kirchner en ese acuerdo. ¿Será ofrendada como chivo expiatorio, se negociará su impunidad a cambio de su ostracismo, cambiará su discurso y ahora estará en contra de la dictadura cubana, de la venezolana o la nicaragüense? Pensar en Cristina como parte activa de un acuerdo es equivalente a creer en un tratado entre la proverbial rana y el empecinado escorpión.
Lo que lleva a otro riesgo, que es que el oficialismo intente usar, bajo la excusa de un acuerdo con quien fuera, la mayoría que aún tiene en el Senado hasta el 10 de diciembre para aprobar lo que le interesa aprobar, o algún plan quinquenal, en el mejor estilo de los años 50. Eso sería una estafa a la democracia que no es extraña ni novedosa.
Un párrafo especial merece el lamentable discurso de Rodríguez Larreta frente a los candidatos ganadores, donde, dándole la razón a quienes lo consideran uno de los “acuerdistas” cuando no un peronista oculto, abogó, ante el silencio atronador de los partidarios de Juntos, por el fin de la grieta, ignorando que la grieta central en Argentina es entre quienes quieren vivir a costa de los demás, y los que simplemente no quieren que se les confisque el fruto de su trabajo, su emprendimiento, su ahorro y su esfuerzo. Una hora después, seguramente al advertir que se estaba arrojando a la imposible pira ritual del seudopacto de la Moncloa de cabotaje, cambió completamente su posición y volvió a vestir su ropaje de opositor en declaraciones a la TV, junto con los ganadores de su agrupación. Nunca quedó más claro que el actual Jefe de Gobierno de CABA no es el líder que necesita JUNTOS para luchar por la presidencia en 2023.
De Patricia Bullrich, la luchadora presidente del PRO que prometiera conseguir los cinco senadores para barrer la dictadura democrática cristinista en el Senado, nadie habla.
Las dos fuerzas políticas principales están, más que nunca, en una encrucijada. El FRENTE, buscando compartir la culpa de lo no hecho a tiempo y de lo que se ve obligado a hacer a destiempo para poder salir de un monumental atolladero en que se ha metido. JUNTOS, sufriendo el embate interno de los que quieren aceptar algún acuerdo con el gobierno con la esperanza de negociar con el FMI y luego hacer un pacto para realizar los supuestos grandes cambios, como si el peronismo pudiera garantizar la gobernabilidad y quisiera hacer algún cambio en serio.
La sociedad no parece querer un acuerdo. Como si intuyera que quienes la llevaron a esta situación no pueden arrogarse la capacidad de resolverla. Y el país sufre la pesadilla que eterniza el efecto de las políticas que perpetuaron el socialismo populista latinoamericano (que ahora parece expandirse al mundo) del que una vez que se entra no se puede salir nunca más. De eso tiene que tomar nota Uruguay.