Publicado en El Observador, 04/10/22
Enorme y misterioso Brasil
El resultado del domingo deja un tendal de desilusionados y un gobierno de centro entre tanto populismo
Intentar predecir el resultado del segundo turno, o segunda vuelta, de las elecciones presidenciales de Brasil es exponerse a un fracaso, o a un papelón. Es mucho mejor dejar ese rol a las encuestadoras, que parecen haberse acostumbrado al yerro, u ofrecerlo como servicio, y que poseen una mucho mejor infraestructura, mayores costos y altos precios. También un listado de explicaciones. Sí está claro que se abre un período de frenéticas negociaciones que versan mucho más sobre política que sobre ideología.
De estas negociaciones es muy probable que emerja en el nuevo Congreso un frente de centro capaz de poner en caja a cualquiera de los dos candidatos que alcanzaron el balotaje, suponiendo que ello hiciera falta. La realidad es que ni Lula, calificado de izquierdista, ni Bolsonaro, calificado de extremista de derecha (la dialéctica imperante hace que cualquier pensamiento de centroderecha en adelante sea considerado de extrema derecha) llevó ni llevará al gran vecino a los extremos. Ni le será permitido. No solamente por los controles legislativos, sino porque el aparato industrial-productivo no lo permitirá. Brasil sigue teniendo en sus genes -y toda su sociedad - un mandato imperial, una necesidad de ser potencia que parece exceder todo otro reclamo, aún la pobreza o la llorada desigualdad.
Tiene también un avanzado estado de putrefacción en su sistema de favelas ampliado, un feudalismo narco paralelo sin subordinación al poder, al menos aparente. Una resignación-esclavitud como la de la población víctima de la mafia en Sicilia, o ahora en cualquier lado. Pero el objetivo central, por excelencia, es ser potencia, es ser grande, y los experimentos mundiales para zafar de esa pobreza con una ley o una bula o un plan de confiscaciones o redistribución de quien gobierne terminan rápidamente en fracaso, no en grandeza. Y no se es potencia repartiendo la riqueza ajena. Ni Lula ni Bolsonaro escapan del mandato imperialista. Lula se apega más al establishment local e internacional, satisface más a las bolsas y a la burocracia global. Bolsonaro es más loco: huye de la tiranía igualadora de los entes infectados trasnacionales, de los colegiados, del idioma inclusivo, de los reclamos de género, aunque lleven el sello americano. Y sabe que tiene que denostarlos, desafiarlos, burlarse de ellos para que no lo atrapen y aprisionen en sus dialécticas. Pero no desprecia los principios inamovibles de la economía. Es un conservador de las redes.
Pero a la hora de las grandes decisiones, primero Brasil. Y ambos tienen claro que el progreso y el bienestar del país y de la sociedad está en el desarrollo, el crecimiento. Así lo han demostrado los dos en sus gestiones. Las corrupciones y abusos no suelen contar en las relaciones internacionales. Es posible que la diferencia lograda por Lula lo ponga al frente de la lucha en el balotaje, y que sea electo presidente. Es posible que la mejora de la economía permee aún más en este mes y Bolsonaro se beneficie adicionalmente de esa mejoría y de las alianzas, que hoy parecen en su favor. Pero ninguno de los dos cumplirá los sueños del Frente Amplio o del peronismo, ni será su aliado, ni plegará su país a los planes de la Doctrina Social, ni a la Patria Grande, ni al Foro de Sao Paulo, ni al gran reseteo, ni a la agenda 2030. Salvo que con ello Brasil se consolidase como la potencia rectora, el amo de América Latina. Nada nuevo, desde Dom Pedro.
Tanto la historia, como los resultados indisputables de la decisión del electorado brasileño, como el control del poder legislativo y de las fuerzas de producción, aseguran que el futuro será así. Lula fue un gran impulsor del capitalismo en nuestro gran país del norte regional. Bolsonaro, con su apego a la economía clásica, hace más por el bienestar del pueblo a mediano plazo que todas las declamaciones europeas o izquierdistas - o sea totalitarias - del planeta. El Mercosur seguirá siendo un ensayo general de imperio. Su paso previo, su garra potente. Argentina tiene largos ejemplos de lo que aquí se afirma. Uruguay también, aunque no en un idioma descarnado tan evidente.
Cuando Dilma Rousseau, que intentó algún populismo exprés fue depuesta, no se alzaron demasiadas voces en el sistema político, de ninguna orientación, hasta casi pareció un acuerdo multipartidario su caída, que ella aceptó con subordinación y silencio, como corresponde a la militancia heredera de Marx y Trotsky.
Tanto Uruguay, como Argentina, como Paraguay, han debido someterse más de una vez a las decisiones brasileñas, y en algunos momentos liminares las sufrieron. Argentina, por caso, no puede soñar con que un gobierno de Lula aceptaría una “realización” de su economía, como sueña. La respuesta de finales del siglo XX que sostuvo tras devaluar y precipitar la caída de la convertibiliad aquello de “Brasil acompaña a Argentina sólo hasta la puerta del cementerio” vale para cualquier gobierno. Ni el frenteamplismo ni el peronismo ni el madurismo ni ningún otro miembro del pacto dictatorial de Sao Paulo puede soñar con que Lula llevará a su nación a semejante despropósito perdedor.
Esto quiere decir, sencillamente, que Brasil hay uno solo. O Brasil brasileiro, como estigmatizara recientemente la BBC, o como inmortalizara Ary Barroso en su “Acuarela do Brasil” Es cuestión de elegir.
El resultado del domingo es una terrible desilusión para lo que se llama izquierda, que usó todos los recursos comunicacionales posibles, hasta las encuestas. Tremenda oportunidad para la centroderecha – descalificada siempre como extrema derecha - que regirá legislativamente los destinos de O quíntuple. Duro fracaso para los que veían a Brasil como una estrella refulgente de la Patria Grande. Y un palmo de narices para muchos países de la región que creen que lograrán el apoyo brasileño a cualquier locura que intenten. Lograrán palabras, probablemente, pero a la hora crucial de la acción, siempre primero Brasil, que no reemplazará su bandera ni su soberanía por el mandato de ningún ente supranacional, de ninguna inexorabilidad inventada. En ese sentido, sigue siendo una garantía, claro que a costa de someterse a él.
Esta afirmación se dirige a sostener que Uruguay ha elegido el único camino que le queda disponible para su policía comercial global. Quienes declaman y reclaman el diálogo y la democracia, deberían considerar convertir esa línea en una política nacional, de estado. Eso es lo que hay que aprender de Brasil.
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