Nota para El Observador, no publicada aún
La devaluación de la Constitución es inaceptable
Relativizar el mandato y la garantía del compromiso constitucional lleva a la disolución de la sociedad y de la estructura de nación soberana. La evidencia está aquí cerca
La Constitución no es el reglamento interno de los políticos ni un sistema de dirimir sus diferencias; tampoco el de un edificio en propiedad horizontal, o de la AUF, ni una entelequia poética y abstracta. No está sujeta a la exégesis o a la prestidigitación de cada partido o cada gobernante, con absoluta prescindencia de quien fuera que gobernase o quien fuera oposición. Es una garantía que el Rey, el Estado en el mundo moderno, le extiende incondicionalmente al ciudadano de lo que hará y lo que no hará en ciertos aspectos fundamentales y hasta elementales. Del respeto de los derechos, de la transparencia que asegura, más allá de todo partidismo y de toda circunstancia. Muchas veces, aun desde la emblemática Carta Magna de Juan sin Tierra, las constituciones fueron el fruto de guerras internas terribles, o del efecto del filo de las espadas de los caballeros peligrosamente cerca del cogote del monarca renuente a otorgarlas.
Tampoco tiene gradación de importancia. No se puede ni es inteligente pretender elegir los artículos trascendentes y los que son irrelevantes, sería una actitud arbitraria y al borde de lo dictatorial, porque cada ciudadano tiene la potestad de considerar que su derecho es el más importante, o al menos al mismo nivel que los demás.
Justamente por eso es que, en muchas de las democracias modernas el único órgano de interpretación constitucional es la Suprema Corte, lo que implica que cualquier duda siga los caminos institucionales previstos hasta llegar a esa instancia jurídica definitiva.
Debido a ello esta tribuna no intentará desbrozar si el planteo de Juicio Político a la Intendente de Montevideo es exagerado o no, procede o no, lo que vale para este caso o para cualquier otro. Justamente para no tomar el riesgo de asumir posiciones que, deliberadamente o no, pueden aparecer como parciales, o serlo, simplemente.
Porque la Constitución no es tampoco optativa, ni admite relativizaciones. Por eso el concepto esgrimido de que el tema debe arreglarse dialogando, o sea el charlémoslo de café, no es esgrimible ni serio. Esa relativización ya está lamentablemente presente en la justicia penal, donde se empezó por hacer algunas excepciones basadas en la necesidad de supervivencia del ladrón, o la poca importancia de su robo, o la culpabilización de la sociedad, para terminar llegando al borde de la impunidad, la permisividad, la naturalización o el falso garantismo en casos mucho más graves, en todos los estamentos del orden público, abierta o solapadamente, con argumentos y sin argumentos, legal o espuriamente, y hay ejemplos peores acá al lado, que son sólo una evolución dramática del mismo concepto.
Entonces, ante la acusación de inconstitucionalidad o incumplimiento constitucional, no valen los argumentos, invitación a charlarlo, relativizaciones o gritos airados de lawfare, a los que recurre con
sospechada y artística simplificación Cristina Fernández, con el apoyo de Su Santidad, que será vox Dei, pero no necesariamente es vox populi en estos aspectos institucionales fundamentales. Todos los interesados deben seguir los procedimientos previstos por la propia Constitución y no bastardearla con argumentos políticos o de barricada ante la opinión pública o en cualquier foro, ni por la positiva, ni por la negativa. O, si se quiere ponerlo más claro, si se van suavizando, anulando o relativizando de a poco todos los artículos y garantías, se termina relativizando todo. O sea, quitándole toda importancia. Y ¿cuál es el límite? ¿Quién y cómo decide qué cosa es importante y qué cosa no es tan grave? Y ¿qué garantía hay de que esa decisión circunstancial no responda a su propia inmediatez, a su propia conveniencia?
En el caso tan especial de la obligación de comparencia real ante el Parlamento de un funcionario para responder cualquier clase de cuestionamiento, o para explicar sus políticas o sus decisiones, ni siquiera se puede alegar que se trata de una cuestión menor. Al contrario. Es un derecho tan importante como el del voto. La ciudadanía, por medio de sus representantes, tiene la potestad incuestionable y no limitable de exigir que sus mandatarios pongan la cara, expliquen, se expongan a las dudas y cuestionamientos de sus mandantes, con prescindencia de que se trate de una minoría o de la mayoría, o más aún si se trata de una minoría. Eso vale en todos los casos, en todas las jurisdicciones, cualquiera fuera el partido que gobernase, cualquiera fueran el o los partidos o representantes de la oposición. Calificar o despreciar ese derecho, es despreciar y depreciar la democracia de que tanto alarde se hace.
Las sanciones que se propongan o pidan para esa actitud tampoco son calificables ni despreciables ni denigrables. Es el procedimiento constitucional y eventualmente judicial quien debe determinar la procedencia o no de la sanción. Por lo menos tal es el sistema conocido hasta hoy como democracia, a menos que algún colectivo de idioma político inclusivo la defina de otra manera.
Las argumentaciones que intentan sostener que el incumplimiento o el desprecio de alguna cláusula es una excepción, o que el resto de las veces se acató lo que dice el mandato constitucional, carecen de valor jurídico. Como también carece de valor jurídico la calificación de exageración para cualquier acción que se solicitase contra un mandatario por ese incumplimiento. Simplemente hay un procedimiento legal que debe seguirse, como en cualquier otro caso similar, quienquiera fuera quien incumpliera. El riesgo de suavizar, disculpar previamente, hacerse el distraído o dar un orden de gravedad o importancia al texto constitucional, conlleva el riesgo cierto y probado de terminar en la banalización de la Constitución, con las consecuencias tan palpables que se sufren del otro lado del río.
Uruguay hace gala, con justicia, de su institucionalidad, su respeto por el diálogo y su seguridad jurídica, y de un estilo personal y de convivencia que caracterizan la discusión y aplicación de las diferentes concepciones políticas cuando están en el poder y cuando no. Esa virtud está basada, aunque no se note en el día a día, en la gran pieza ética que se llama Constitución Nacional, que marca las obligaciones de los gobiernos, un juramento solemne ante la sociedad toda, y las garantías que el Estado se compromete a respetar en cualquier caso. En un mundo que cada día avanza más a la intolerancia, la tiranía dialéctica y el ejercicio del poder tiende al absolutismo, apegarse a ese instrumento no solamente es vital para la libertad, sino que puede ser la piedra de toque de cualquier avance hacia el bienestar y el progreso.
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