Publicado en El Observador  19/04/2022


El remedio infalible

contra la inflación

 

El secreto es no emitir. Para eso hay que bajar el gasto y las excusas. Claro, si eso no gusta siempre se puede inventar otras soluciones

 

 


















Se suele hablar de la inflación como si fuera un fenómeno exógeno y hasta propio de las fuerzas de la naturaleza. Así, tanto gobierno como oposición usan términos como “combate”, “lucha”, “ataque”, para referirse al modo de enfrentarla. Se habla de acciones, planes o recursos antiinflacionarios, cuando no compensaciones, paliativos o suavizantes o atenuantes de sus efectos, cual si se tratase de un fenómeno exógeno y ajeno completamente a las acciones de los individuos. 

 

Ello ocurre a partir de la negación, meramente dialéctica, que se hace del concepto acuñado por Milton Friedman – que no es de su invención, sino que tiene sólidos antecedentes teóricos y de evidencia empírica que lo preceden y avalan - de que la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario. Esa negación es funcional tanto a quienes reclaman una rapidísima solución a todos los problemas de la humanidad por parte del estado, como a los gobiernos, sin rótulos. 

 

Los primeros niegan el efecto del gasto fácil sin equilibrio fiscal con múltiples explicaciones que inventan multicausalidades que tienden a diluir el voluntarismo implícito en pedir que se gaste sin contrapartida, o sea emitiendo moneda sólo para pagar más gastos o subsidios, como si ello fuera sólo cuestión de decidirlo. Los gobiernos, porque evitan con esa negación aceptar que son los verdaderos y únicos responsables de la inflación, al emitir más dinero de la que requiere la economía, con la excusa que fuere, con lo que reducen el valor de la moneda, y con lo que sube el nivel general de precios, siempre. 

 

Y este punto es central para entender tanto los reclamos como las explicaciones. Si disminuye la demanda de dinero, o sea el ahorro, o aumenta la oferta, o sea la impresión, el nivel general de precios subirá sin remedio. A partir de ese concepto, todo el resto es una sucesión de parches, un patchwork, un desesperado intento del equilibrista que se contorsiona desesperadamente en la cuerda floja hasta que cae. 

 

La inflación uruguaya, como todas las inflaciones del mundo, se debe a que se ha emitido más de lo que correspondía, en este gobierno y en muchos otros, siempre con una razón: pagar un gasto siempre urgente e impostergable que se considera imprescindible y que no tiene contrapartida de ingresos. Hablar de combatir la inflación es hablar de tratar de apagar el incendio que uno mismo inició, sea como pueblo, como oposición o como gobierno. En el caso actual, y aún sin llegar al nivel de otras barbaridades monetarias como la de Estados Unidos o de Europa, Uruguay siguió parcialmente, por fortuna, el consejo keynesiano irresponsable de Kristalina Georgieva, la burócrata a cargo de la peor versión del FMI, que, además de convalidar el encierro universal, decidió que lo lógico era que el estado compensara sin límites el cierre, pagando una suerte de Renta Universal a toda la humanidad. Un suicido que ni aún la precaria y minúscula conveniencia personal permite racionalizar. 

 

Simétricamente, la oposición del Pit-Cnt-FA se ocupó de reclamar más encierro y más subsidios, colaborando eficazmente en el aumento de esa emisión sin respaldo, que luego se llama inflación, que finalmente es el otro nombre de la instantaneidad del populismo, que no sólo consiste en repartir, redistribuir y lograr la felicidad, sino que lo intenta hacer de inmediato, sin requisito alguno previo, ni el de trabajar, ni el de aprender, ni mucho menos de pensar. Un choripanismo monetario, como saben los argentinos. 

 

A partir de esa emisión, la inflación es inexorable. Con o sin guerra, con o sin sanciones, con o sin invasión rusa y la correspondiente indignación. Con o sin meteoritos. Los aumentos en los precios de alimentos, combustibles, energía y otros efectos de las conflagraciones, retaliaciones y proteccionismos no son una explicación de la inflación, sino que se agravan con la inflación. En cambio, todo lo que se trate de hacer o proponer para paliar los efectos de los aumentos de esos bienes, sí va a generar más inflación, porque la sociedad, cómodamente, siempre pretenderá que el estado se haga cargo de los mayores costos, cosa que sólo puede hacer recaudando menos o emitiendo más. O sea, reduciendo aún más el poder adquisitivo de la moneda. Cuando se pide que se elimine el IVA de los productos sensibles, sin pedir al mismo tiempo que se baje algún gasto del estado, se está pidiendo más inflación, sin posibilidad de otra interpretación.  

 

En el caso especial oriental, la garantía de indexación del gasto estatal y todos los sueldos públicos por la inflación pasada es una condena que tarde o temprano lleva a una destrucción inevitable del poder adquisitivo y que ha fracasado siempre y en todo lugar en el que intentó aplicarse, cualquiera fuera el régimen, el nombre, el sistema o la ideología que imperase. La oposición espera con ansias retomar el poder para tratar de compensar esos efectos fiscales, que son nuevos subsidios, con impuestos al capital y al ahorro externo, que cree que no tendrá efectos disuasivos en la inversión y en la generación de trabajo, sueño que siempre tuvo el viejo comunismo, el menos viejo socialismo, la social democracia, la democracia cristiana, el neo marxismo y el trotskismo, para mencionar algunos alias en uso, pero que siempre fracasaron y fracasarán. Y siempre recurrirán a nuevos y crecientes impuestos para equilibrar lo imposible de equilibrar. 

 

Cuando se recurre, como parcialmente ha ocurrido, al endeudamiento externo en dólares para pagar gastos corrientes y subsidios generosos, se postergan los efectos casi infantilmente, pero de todos modos se genera inflación al tener que emitir los pesos para comprar esos dólares, pesos que luego se vuelcan al mercado. De paso, por ese camino, también se altera artificialmente la paridad cambiaria, con lo que, además, se crea una inflación en dólares, que, agregada a la acumulada, torpedean sin concesiones la inversión, las radicaciones tanto empresarias como personales (corazón de la estrategia de la Coalición) y finalmente la propia exportación y el empleo privado – único que seriamente puede llamarse empleo – como se notará cada vez más de aquí en adelante. 

 

Cuando el gobierno sube la tasa de interés en pesos, en el medio local y en el mundo, sin ninguna medida seria para cortar la trampa inflacionaria y el déficit, está cayendo en la tradicional imagen del perro mordiéndose la cola, con perdón de la eficaz reminiscencia. O sea, tratando de recoger los pesos que él mismo emitió en demasía, a un alto costo que también es inflacionario. 

 

Para volver a decirlo: a otra velocidad, con otro estilo de socialismo prolijo y benigno temporal, con la alternativa cierta de que el próximo gobierno no sea ni temporal, ni prolijo, ni benigno, ni siquiera dialoguista, sino un socialismo neomarxista sin careta, cualesquiera fueran sus métodos económicos de apoderamiento, el riesgo que corre Uruguay es su peor pesadilla: la de estar siguiendo un camino que ya siguió Argentina, aunque todavía no se note, o se prefiera ignorar. Camino que incluye tapar la inflación con impuestos crecientes a aquellos que se percibe como ricos, creyendo que se puede inventar nuevos gravámenes que no tendrán efecto en las decisiones de inversión. Lo que también ha fracasado siempre y ha creado más inflación y menos bienestar. Pero eso se nota después; y siempre habrá una excusa a mano. La grieta nunca fue un invento de quienes producen. El desempleo y la pobreza tampoco.