Publicado en El Observador 15/03/2022
La inflación, la herramienta del populismo, y del neomarxismo
Gobernantes cada vez más incapaces y cada vez menos honestos, manosean este fenómeno monetario como único recurso
Es sabido que los reyes y déspotas de todos los tiempos financiaban sus guerras, sus cortes disolutas y sus caprichos, con impuestos e inflación. Con el paso del tiempo los políticos, finalmente herederos del estado monárquico, comprendieron que la inflación era una herramienta mucho más efectiva y fácil que los impuestos, evitaba tomarse la molestia de recaudarlos, rendir cuentas, hacer complicados cálculos presupuestarios y - a medida que se fue imponiendo la odiosa figura de los parlamentos que limitaban el poder real - de conseguir la aprobación de leyes que crearan nuevos impuestos o aumentos de los existentes. La inflación es un impuesto que no requiere ninguna aprobación de las cámaras.
También es sabido que toda inflación es siempre fruto de la falsificación. Desde el tiempo en que los reyes alteraban la ley de sus monedas, o sea el valor intrínseco, reemplazando sus metales por otros de menor valor, haciéndola más pequeñas, agujereándolas u otros recursos creativos.
Pese a que se han intentado e inventado varias explicaciones sobre el origen de los procesos inflacionarios, como si fueran eventos meteorológicos, multicausales o exógenos, no existe un solo ejemplo en toda la historia en que se haya registrado una inflación, o sea un aumento generalizado de precios, o sea una desvalorización de la moneda, que no haya sido precedida por un aumento en la cantidad de moneda circulante en un país o en la velocidad de circulación de esa moneda, en ambos casos, creadas por el estado, vía emisión o regulación de la tasa de interés en algún sentido. Cuando por ejemplo se acusa a los supermercados o a los productores de crear inflación, además de no entender técnicamente el proceso, se omite preguntarse por qué semejante fenómeno no ocurre sino en los países en que previamente se han creado esas condiciones, es decir emisión o regulación gubernamental de la tasa de interés.
La inflación es también funcional a los burócratas gobernantes modernos: coincide con el relato con el que han convencido a tantos de que son capaces de crear bienestar, felicidad, igualdad y sobre todo, lograrlo sin estudiar, trabajar, tener éxito en algo ni esforzarse. Emitir crea una sensación de solución instantánea, sin requisitos previos, de inmediatez de redistribución y equidad, de bienestar exprés sin ninguna espera ni esfuerzo ni ahorro ni trabajo ni éxito ni tiempo. La inflación es siempre y en todo lugar, además de un fenómeno monetario, un fenómeno populista. Y aquí vuelve a ser importante recordar la embestida de Frederik Hayek en su prédica contra la fatal arrogancia de toda burocracia gobernante, con cualquier ideología, que creían que con una planificación central organizada se podía reemplazar las decisiones de la sociedad, o sea de la acción humana. Su libro “Camino de servidumbre” inaugura brillantemente esa crítica.
Casi todos los gobiernos, con cualquier signo, padecen de algún grado de populismo, siguiendo la definición de Fukuyama: “cuando el gobierno coimea a la ciudadanía”. La esencia de ese populismo es la instantaneidad, el aparente logro inmediato y urgente, ningún mérito ni éxito previo, ningún esfuerzo, la inmediatez de satisfacer aparentemente todas las necesidades y demandas. Como la avalancha de impuestos que eso significaría, y su efecto paralizante y mortal sobre cualquier economía, termina implosionando hasta la miseria, el camino que suele elegirse es el mismo que el de los reyes: falsificar la propia moneda, o sea gastar y complacer gentiles pedidos y financiarlos con emisión, o sea con inflación. Que sigue el mimo camino, pero que es más difícil de notar.
Fue el marxismo y sus entenados quienes hicieron creer esa premisa del bienestar automático, aunque nunca probó su promesa cuando gobernó y terminó conduciendo a sus pueblos a la miseria y a la dictadura. Pero su prédica posterior, la del neomarxismo, resultó exitosa, y convenció a los pueblos de que la utopía es posible. Eso condicionó el accionar de los burócratas de todas las ideologías cuando fueron gobierno. Los pocos que no lo hicieron, en su momento, fueron llamados estadistas, pero hoy serían despreciados por los votantes. La inflación es el otro nombre de esa utopía.
Cuando la economía es pequeña, el efecto se suele notar muy pronto, con lo cual la sociedad reclama compensación por la inflación que le quita poder adquisitivo (nunca reclama bajar el gasto que generó la emisión sin respaldo) y los burócratas complacen ese reclamo aumentando los sueldos, subsidios y otros ingresos, y con ese segundo acto de populismo no sólo convalidan el proceso inflacionario, sino que inician una espiral imparable.
En el caso de las grandes economías, como ocurre con la norteamericana, ocurre lo mismo, pero el resultado se retarda porque su moneda es usada como reserva de valor y ese efecto de emisión se reparte, con lo que tarda hasta que alguien o algo pone en evidencia que el rey está desnudo, en cuyo caso se producen las famosas burbujas, que se suelen corregir creando nuevas burbujas, hasta que todo el mundo se da cuenta de que estuvo jugando con cartas marcadas, o ahorrando dinero falso.
A esto se suma el enriquecimiento de las clases gobernantes, la Nueva clase universal a la que tantos aspiran acceder. Y acceden. La debilidad que implican las ambiciones personales de todo tipo, también los obliga a complacer a los votantes, a cualquier precio. El resultado que satisface todos los requerimientos es la inflación. Por un rato. Hasta que estalla. Eso obliga a encontrar excusas y explicaciones para justificarla. Que, por supuesto, siempre se adjudica a terceros malos y especuladores, y se amenaza con perseguirlos o exterminarlos, a sabiendas de que nada de eso será efectivo, pero sirve para sacarse la responsabilidad. Un cómodo desconocimiento del funcionamiento de la economía, pero bastante efectivo políticamente. Por supuesto es intolerable la idea de combatir la inflación con una recesión moderada, el único método posible conocido hasta ahora.
Otro mecanismo para explicar la inflación siempre autogenerada por gobierno y pueblo, (pueblo de todos los niveles y en todos sus formatos, claro) es la apelación a las calamidades: pandemias, catástrofes climáticas pasadas y futuras, guerras, invasiones, indignaciones, dictadores, Big Brothers, miedos, luchas en pro de la democracia, en defensa de la soberanía y otras causas sagradas. Casi no importa si esos motivos son reales o no, o si efectivamente se logran o no. Importa la verbalización, el relato, crear la sensación de exogamia, como si la inflación fuera una granizada, o una inundación, siempre atribuible a un cambio climático que también sirve de excusa multiuso.
Al ser un mecanismo facilista y que no requiere ninguna habilidad, sacrificio ni honestidad de nadie, en especial de los gobernantes, la inflación es entonces el disfraz preferido de la mayoría de los políticos modernos, que la usan como herramienta. Basta leer las declaraciones prepandémicas de Janet Yellen, la secretaria del Tesoro estadounidense, cuando anticipó que usaría la inflación para crear más empleo, marcando la línea que luego siguió y sigue el presidente de la FED, el obediente Powell. La admonición de Friedman ha sido cuidadosamente transformada en una teoría. En una de dos bibliotecas, aunque nadie sabe cuál es la otra.
Para el neomarxismo, además de servirle porque da la sensación a primera vista de que se puede cumplir el paradigma paradisíaco (perdón por la contradicción) de la ensoñación de su creador, y con ello jugar una baza que condiciona cualquier planteo serio, cumple dos funciones centrales. La primera es obedecer el mandato póstumo de Marx, de aniquilar al capitalismo con su misma herramienta y sus reglas, justamente licuando su moneda hasta la nada. La segunda, generar, vía la destrucción de la moneda, es decir de la riqueza y el ahorro, el estado de pobreza generalizada sin esperanzas, el ansiado coeficiente Gini cero, la ausencia de toda expectativa, que lleva a la mansedumbre de las masas, el verdadero comunismo. La dependencia absoluta del estado.
Si se analizan todas las declaraciones de todos los gobernantes del mundo, con cada vez menos excepciones, no puede caber ninguna duda de que ello está ocurriendo y culminará en breve.