Día del maestro
Pedro Bonifacio Palacios es un nombre que no le debe decir mucho. Más
bien nada. Almafuerte le debe hacer sonar algunas campanillas. Y si le digo “no te des por vencido ni aún vencido….” todavía más, ¿verdad?
Para definirlo rápidamente, diría que fue una suerte de Sarmiento en
pequeño. Periodista, apasionado, crítico de los políticos, enemigo del gasto y
de la burocracia. Maestro por excelencia. Enseñaba en escuelas de campaña sin
tener título y muchas veces sin tener sueldo. Allá por 1890.
Despreciaba la idea de ser empleado público porque “vivían de los
impuestos ajenos”.
Cuenta la leyenda que un día llegó a su escuelita, apenas un rancho,
un circunspecto inspector de enseñanza de la Capital, cuando los inspectores de
enseñanza eran serios y trabajaban.
Dígame, Palacios, por qué no figura en los registros como maestro?
Simplemente vine a enseñar cuando se jubiló el maestro del pueblo, la escuela no podía
dejar de funcionar. – Respondió Almafuerte.
Y si no tiene sueldo, ¿qué come? – Preguntó el funcionario.
Los chicos me traen siempre algo, una
manzana, unas empanadas, algún plato de comida.
– Dijo Palacios.
¿Y dónde vive, dónde duerme? – Insistió el inexorable.
Aquí, en ese cuartito que hay atrás, donde guardamos los mapas y los
útiles. – Fue la respuesta.
El inspector entró al cuarto. Despojado, minúsculo, un catre de
lonjas de cuero perdido entre útiles, mapas, libros, un globo terráqueo. Notó la falta de ropa de cama, la falta de
cualquier elemento hogareño. Pero aquí
debe hacer mucho frío de noche. – Indagó. ¿No se muere de frío? ¿Con qué se
tapa?
Me tapo con la bandera, que arriamos a la tarde. – Dijo Almafuerte.
Pedro Bonifacio Palacios. Maestro.
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