OPINIÓN | Edición del día Martes 19 de Abril de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Días de tragedia y dolor

Días duros para la región. Desde la tragedia meteorológica ensañada con la producción y el trabajo, hasta las muertes de chicos en un boliche suicidados-asesinados por los narcos y por la ceguera conveniente de sus familias y sus gobiernos. Más el castigo de un terremoto.

Días duros para la región. Una presidenta cercada por la corrupción, enviada a juicio político en una lamentable sesión parlamentaria que respondió al estereotipo latinoamericano bananero de Woody Allen. Y otra expresidenta transformando su testimonio en un juicio penal en el que es imputada, en una bailanta política.

También días duros en lo económico. Con toda el área en recesión y el empleo cayendo, como era previsible. Y pueblos acostumbrados al populismo que siguen creyendo que el ajuste lo tienen que hacer los demás.

Con la corrupción del Estado, siempre con socios privados, aflorando como pústula con cada piedra que se remueve, cada licitación que se analiza, cada cuenta bancaria que se descubre, cada nuevo preso o nuevo fugado, desaparecido o suicidado.

Cada país con su estilo, eso sí. Brasil con más carnaval y mejor justicia. Argentina con más tragedia y menos condenas. Uruguay con su filosofía de Jane Eyre: “de eso no se habla”. Y el sistema internacional dándonos clase de ética capitalista protestante como si los que pontifican fueran cuáqueros.

Más trágico, aunque no sea un fenómeno meteorológico, es que en Argentina el avance judicial contra la corrupción del kirchnerismo esté a un paso de “moderarse” para no arrastrar a empresas y nombres prominentes en la actualidad nacional. (Algunos de los que pueden ser arrastrados estaban sentados en las mesas de la recepción oficial al presidente Obama.)

En ese contexto de sainete o de tragedia griega inexorable, Argentina sale del default y comienza a tomar deuda. Por ahora prudentemente. Pero detrás vienen todos los proyectos estatistas de obras públicas, llamados pomposamente inversiones, aunque son sólo licitaciones locales con los beneficiarios sospechados de siempre.

Luego seguirán las deudas provinciales y el financiamiento del déficit fiscal, una especie de locura técnica. Y por supuesto, la inversión real. Que en opinión de esta columna no vendrá tan fácilmente. Los sistemas laboral e impositivo, más la propensión a la inflación irresponsable de pueblo y gobierno, hacen que la inversión real solo sea interesante con la expectativa de superutilidades, que solo se dan con corrupción, destrucción del medioambiente o prebendas proteccionistas venenosas para el consumidor.

Tampoco los gobiernos quieren la inversión real. Si fuera así, hace rato que las mayores ciudades argentinas tendrían un sistema de subtes en serio, a tarifas adecuadas, no un transporte obsoleto y una red de patéticos carriles preferenciales de colectivos cuyos dueños aportan al bienestar de los gobernantes.

Esa corrupción en la cúspide es la razón por la que el gasto no se reducirá seriamente. Eso hace que el país esté jugado al crecimiento, que difícilmente sea tan rápido ni lineal, a menos que se corrijan los términos relativos, que es justamente lo que no se hace al eternizar el gasto y la dictadura sindical.

El riesgo es que el endeudamiento no sirva para mucho y que, así como Cristina Fernández desperdició el auge de las materias primas, ahora se desperdicie la facilidad crediticia. Mauricio Macri, como temíamos, parece estar pensando igual que sus mayores y que todo el empresariado prebendario que trajo al país a la situación presente.

Brasil es otro entuerto, porque su sistema económico no es muy diferente, aunque sea más grande. La caída de Dilma Roussef no se debe a sus complicidades y lealtades con la corrupción. Se debe a un manejo desastroso de la economía que dejó sin negocios al establishment, no por su política socialista, sino por su ineficacia gerencial.

Sin Dilma, la solución tampoco será automática ni rápida. Los problemas brasileños también tienen que ver con sus desequilibrios macro, que no se arreglan sin sacrificio y sin crecimiento, que a su vez no se logra con proteccionismo.

En un grosero resumen: nuestro exceso de gasto alcanzado, que es percibido como conquista por la sociedad, es incorregible en el contexto mundial presente que limita el intercambio, como lo muestran todos los TLC que se están firmando, empezando por el TPP. La idea de que los déficits se equilibran con crecimiento puede ser un sueño en estas circunstancias globales.

El desempleo –consecuencia natural de las políticas procíclicas– que ya está ocurriendo en nuestros países, será paliado de inmediato con más gasto, o con políticas peores surgidas de la eterna alianza empresaria-sindical-estatal que caracteriza los modelos musolinianos. Todo bajo el seguro de las democracias populistas que nos rigen.

Como la innovación y el riesgo, que crean valor agregado, carecen de estímulo en estos escenarios, las opciones son las tres de siempre: la inflación, el endeudamiento o el aumento de la presión impositiva. Lo que lleva a la pregunta de fondo: ¿qué hará Uruguay? ¿Nada, o un poco de cada cosa matizado con atraso cambiario?

Con cualquiera de las dos variantes, el pronóstico preocupa. Con el Frente Amplio gobernando preocupa más. La mezcla de ideología, ineficacia, populismo, estatismo y voluntarismo no mueve al optimismo. Tampoco la creencia –que excede al Frente y es generalizada– de que el sistema laboral y de indexación automática es de avanzada en el mundo.

Una gran oportunidad para hacer algo distinto. Pero siendo una región que se caracteriza por desperdiciar las oportunidades, ¿para qué cambiar, verdad? l

La curva de Laffer o la huelga de Atlas



La publicación por la prensa de los Panama Papers se transformó en un linchamiento mediático de amplio espectro. Era el efecto esperado por los países centrales, como parte del plan que desembocará en un sistema de impuestos globales gravados en la fuente, inexorables y confiscatorios.

Esperemos la nueva temporada de esta serie que empezó hace un año en Alemania, con la obtención por el fisco de una base de correos hackeada y documentos internos robados que luego se filtraran a la prensa, que la viralizó con algún formato de seriedad.

Los autodenominados periodistas de investigación bucean ahora con un Excel sublimado para encontrar los nombres de los famosos locales y publicar sus datos privados en las demonizadas sociedades off shore.

Mientras sigue el culebrón y llegan los juicios contra esa liviandad informativa, analizaré el trasfondo del tema, que es el derecho sagrado que se atribuyen los gobiernos a cobrar impuestos. Redundaré explicando que el liberalismo nace de la disputa de ese supuesto derecho del Rey-Estado, que es, en definitiva, la lucha contra el populismo.

La democracia, o mejor, la democracia moderna populista imperante en casi todo el mundo, con formas diversas, no tiene otra respuesta a las necesidades populares que el aumento del gasto, que ya sobrepasa el 50% del PIB universal. No sorprende. Tocqueville en 1835 había advertido de esta característica ponzoñosa en La democracia en América, un certificado de defunción diferida que se cumple con precisión quirúrgica

Esa gastomanía de los estados lleva a la expoliación de un sector de la población, justamente el que genera riqueza. Ello no solo ocurre con los impuestos, casi siempre crecientes y confiscatorios, sino con cuasi impuestos: tarifas, aportes jubilatorios compulsivos, inflación y otros manoseos, incluido el mortal endeudamiento.

En países como Venezuela, el ataque sobre la llamada riqueza –denominación que es el paso previo al expolio– es evidente y dramático. Pero sin llegar a esa barbaridad sospechosamente consentida por el mundo civilizado, podemos usar como ejemplo a Argentina, mi querido país, siempre un venero inextinguible de ejemplos de burradas y alevosías.

Los estúpidos –perdón, los incautos patriotas– que dejaron sus dólares depositados en los bancos argentinos en la década de 1990, vieron cómo esos dólares pasaban a valer un tercio en 2001. Quienes tenían dólares en el sistema en la década siguiente, vieron cómo el estado decidía arbitrariamente el valor de sus divisas, o cuánto podían disponer por día de los fondos de su propiedad.

Si bien no con la exageración argentina, en casi todo el mundo el estado se arroga el derecho de tomar la propiedad privada y confiscarla más o menos a su gusto en nombre del bienestar general.

La pregunta es: ¿Quién es el ladrón? ¿El que trata de salvar su patrimonio del ataque de un estado insaciable o el estado que mete su mano en la bolsa del privado para ganar elecciones, mantener conforme al pueblo y profundizar su populismo?

Seamos objetivos: Todos somos ladrones en un sistema de populismo democrático. Es la perversión de la demagogia global.

Atrapados en ese populismo que han fomentado, el gasto insaciable y consecuentemente el apoderamiento de la propiedad privada, los estados centrales sueñan con un mecanismo de impuestos iguales en todos los países, donde no exista ni la eficiencia fiscal ni la baja tributación.

O mejor, un sistema de percepción en la fuente, en el corazón del sistema financiero mundial, donde los países periféricos como nosotros cobrarán lo que les toque en el reparto y pequeñas gabelas municipales. El imperialismo por otros modos. El aceite de copra. Y un Big Brother fiscal contra la curva de Laffer.

Se recordará aquella curva de Arthur Laffer, que mostró en la famosa servilleta de 1974 algo evidente: si el impuesto o el expolio es exagerado, la evasión o la elusión harán que la recaudación disminuya hasta la nada.

Esa pérdida que muestra la curva es la riqueza que huyó a los paraísos fiscales. Afortunadamente. Porque de no haber existido esa posibilidad, hace rato que los generadores de riqueza habrían dejado de producirla, como también predijera la genial Ayn Rand en su inmortal La rebelión de Atlas.

Todas estas etapas de sucesivos aprietes legales y mediáticos, de delación bancaria, de reglas incesantes, kafkianas, cambiantes y anticonstitucionales, de pérdida de soberanía de los países en aras de un orden supranacional, no tienden a la salud fiscal de los sistemas. Tienden a impedir que los privados se defiendan contra el ataque del rey, igual que en la Edad Media.

Porque lo justo sería que los estados, o el gran estado supranacional, se comprometiera como contrapartida a limitar su gasto, para así también limitar la carga impositiva en cualquiera de sus formas.

Pero no es así. El supraestado quiere hacer el gasto infinito, repartir el fruto del esfuerzo o el talento individual hasta que se extinga. Manejar la emisión mundial, el tipo de cambio de las divisas, licuar las deudas que se le antojen o pagar la tasa de interés que más le convenga, no importa cuán negativa fuere. Determinar cuánto debe quedarse cada uno de lo que produce, y a quién darle el remanente. Personas y países.

La nueva clase, la clase política, y los CEO de empresa son el equivalente al rey en el siglo XXI. El resto es la plebe. Un sóviet, pero con otros argumentos políticamente correctos. Que implosionará por la misma razón: la huelga de Atlas. La falta de estímulo a la creación, al ahorro, al trabajo y a la alegría, que ya viene ocurriendo. Resumido en términos populares con la inmortal frase anónima: “Ellos hacen como que nos pagan. Nosotros hacemos como que trabajamos”.

Por ahora parece un juego de policías y ladrones. Tarde o temprano volverá a tratarse del rey, o el estado, contra los vasallos. Como vaticinara sin querer Orwell en su Rebelión en la granja: los cerditos capitalistas se paran en dos patas, como los comisarios soviéticos.

La lucha del liberalismo renacerá y florecerá. Porque no es solo una lucha por la carga impositiva. Es la lucha por la libertad.