OPINIÓN | Edición del día Martes 02 de Febrero de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Hacia una sociedad con poco empleo y poca democracia

Hablo con muchos amigos profesionales uruguayos y me manifiestan su orgullo por lo que consideran una de las legislaciones laborales de avanzada en el mundo. He leído y escuchado ese concepto con gran reiteración.

Es posible que lo que se esté queriendo decir es que se trata de una legislación que encarece sistemáticamente los costos laborales, disminuye las oportunidades de trabajo y aumenta el gasto del estado a niveles insoportables. Combinado con el reciclado automático de la inflación, el mecanismo resulta inaceptable e ineficiente.

Por supuesto que mientras el estado acuda para cobijar en sus roles salariales a quienes no tienen cabida en la esfera privada, o para otorgarle planes o subsidios, la legislación lucirá como de gran equidad y no tendrá negatividades aparentes.

El otro aspecto apreciado por una vasta mayoría, es el generoso socialismo redistributivo estatista-partidista generalizado, que expulsa cualquier posibilidad de desarrollo real y de inversión auténtica. También en este caso, ello es posible por la existencia de un manso sector minoritario que realiza toda la tarea productiva y de creación de riqueza, que es sistemáticamente expoliado por el sistema.

Estos dos conceptos centrales sobre los que se cimenta la economía y la sociedad uruguaya serán los que motorizarán las luchas y cambios de fondo en lo que sigue del Siglo XXI, no tan solo localmente, sino en la sociedad global.

Aunque los diarios hablen del crecimiento del empleo y oportunidades mundiales, cuando se llega a la realidad se nota claramente que el empleo ha pasado a ser un bien escaso. Nada hay que indique que tal situación vaya a mejorar en el futuro. Aún en Estados Unidos, donde se ha recurrido a toda clase de alicientes sensatos e insensatos, el empleo alcanzado no ha sido de alta calidad, como tampoco lo han sido los sueldos y condiciones laborales.

En el resto del planeta, la situación es todavía peor, hasta preocupante. Cuando se proyecta el factor trabajo a la necesidad de exportar para crecer, el costo laboral exacerbado es un destructor de exportaciones, de crecimiento y finalmente de empleo.

La dialéctica de las conquistas laborales no puede obviar que lo que un país exporta es finalmente su trabajo. Si ese trabajo es caro, se exporta poco o no se exporta. Se puede por un tiempo disfrazar los números con devaluaciones, reembolsos u otros recursos, pero la realidad termina estallando. Basta ver los resultados uruguayos recientes de comercio exterior.

En un mundo sin imperialismos, cada vez más globalizado, la crisis de empleo - salario es inevitable. Los países con costos laborales e impositivos altos se reducirán hasta la pobreza generalizada. La crisis de los inmigrantes desesperados árabes es un síntoma y un comienzo.

Se dirá que se debe aumentar la productividad para así poder elevar el valor agregado y no tener que bajar salarios. Y aquí entramos en el segundo estallido que deparará el resto del siglo XXI: la negativa de la gente a que se le tome su capacidad, industriosidad o talento para repartirlo al resto de la sociedad. La rebelión de los generadores de riqueza frente a su esclavización democrática.

Aumentar la productividad implica que alguien invente bienes, servicios o procesos que mejoren el output. Como ya sabemos que el estado no es capaz de producir nada, ni de agregar valor a nada, salvo valor negativo, los que harán eso serán los privados. Difícilmente quieran hacerlo si luego se les quita su ganancia para rifarla entre quienes no fueron capaces de generarla.

Esos industriosos y capaces no aceptarán mansamente que se les saque el fruto de sus logros para entregarlo al estado que se encargará de hacer justicia redistributiva. El segundo paradigma local, el del estado socialista-partidista con salario y empleo garantizado de por vida, crujirá al igual que universalmente en los próximos decenios.

La dialéctica acusa de neoliberales, liberales, no solidarios o imperialistas a quienes se niegan a que se les quite el fruto de su trabajo, su riesgo, su esfuerzo, su sacrificio y su talento. No se trata de ideologías. Se trata de que una parte de la sociedad resistirá la estafa democrática de que el estado y el partido le quite su patrimonio para repartirlo. Como en la URSS.

La puja salarial universal suele tener como respuesta el cierre de la economía. Que no es nada más que escaparse de la competencia internacional mediante el expediente de robarle a los que crean riqueza y reírse de sus derechos bajo el paraguas de las decisiones democráticas. Dura un tiempito.

El campo ha sido hasta ahora el sitting duck”, la víctima esperando ser expoliada o sacrificada, por las características intrínsecas de su propio tipo de actividad. Pero está claro que el campo no puede pagar todo el empleo que se necesita. Hace falta crear más riqueza.

Pero los creadores de riqueza se negarán a crearla si luego se les quita su ganancia. Y no será solamente una discusión económica. Se estará discutiendo si la democracia tiene derecho a quitarle a los ciudadanos el fruto de su trabajo, de su inventiva y de su talento para repartirlo entre el resto de la sociedad.

Ya no estaremos discutiendo en términos de factores de producción, sino en términos de los derechos de cada uno.

Las democracias contemporáneas, con gastos del estado que cada vez se llevan una parte mayor del producto bruto, con leyes de protección laboral y de proteccionismo empresario que coinciden con los intereses electorales de los políticos, han decidido apoderarse ilimitadamente del patrimonio y los bienes de los que producen riqueza y repartirla entre los que no la producen.

La lucha será con votos, con decisiones económicas que costarán muy caro a las sociedades, y con reacciones que hoy no se pueden medir.

Lo que ha pasado recientemente en Argentina y Brasil, y lo que pasa en Uruguay pero que nadie quiere nombrar, es solo el comienzo. La comodidad laboral eterna y la democracia solidaria estatista-socialista no son compatibles con la tecnología, la comunicación y la globalización actuales.

Si no lo creen, da lo mismo. Sucederá.

OPINIÓN | Edición del día Martes 23 de Agosto de 2016


Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Inversión, no proteccionismo estatal


La posibilidad de una nueva radicación industrial de UPM, con todas sus implicancias positivas y sus complejidades, enfrenta a Uruguay a una de las tareas que le resultan más difíciles: negociar con una empresa privada, entenderla, digerirla, y conseguir que invierta y arriesgue.

Como pasa en otros países emergentes, o casi emergentes, la renuencia del socialismo vintage a comprender que la única posibilidad de crecimiento y bienestar es el capital privado resulta paralizante y culmina en la elección de las peores opciones.

Esto no implica creer que todo lo privado es bueno, pero si evita terminar asociándose con la peor cara del capitalismo, de lo que sobran ejemplos locales, que no hace falta enumerar o cayendo en el endeudamiento para inventar seudoempresas estatales o paraestatales conducidas por una estudiantina en dulce montón.

Lo que tiene por delante el presidente Vázquez y su gobierno, es una negociación lisa y llana, que parece que está en el final, pero que recién empieza. Entran allí los componentes clásicos de estas instancias, con sus pros y contras. El problema sería si además de negociar con UPM, debiera negociar con la auditoría permanente de tábanos marxistas, en el raro cogobierno que le impone el tumulto partidista poliárquico.

Y ese es el mayor problema, porque la contraparte conoce esa situación y será usada para torcer la mano oriental, como toda debilidad. También la rigidez-tozudez ideológica impedirá la apertura mental imprescindible para que una negociación sea exitosa y redituable para ambas partes.

Esta columna ya ha citado el comentario del presidente en oportunidad de la campaña para su primer mandato: la pobreza y la necesidad de empleo condena a los países con pocos recursos a postergar sus preocupaciones ambientales. También debería postergar la declamación anticapitalista.

Es fundamental sacar del medio la obsesión antiprivada para poder analizar con claridad las opciones y conseguir el mejor resultado, que puede ser muy bueno con el enfoque adecuado. Porque, pese a lo que diga la empresa finlandesa, sus opciones no son infinitas. Su estrategia, como la de otras corporaciones en la mira de los cuidadores del medioambiente, es trasladar la etapa polucionante de su producción fuera de su país.

Eso significa encontrar un entorno de forestación programada, en lo que Uruguay ha hecho un trabajo descollante y estratégico, que no es tan fácil de hallar disponible, y contar con las adecuadas vías y caudal de agua, que no se construyen con la facilidad de un camino o un ferrocarril, lo que solo implica dinero.

De ese lado de la evaluación, el hecho de ya tener una operación local también pesa en cualquier decisión de radicación, tanto por el ahorro inherente como por la ventaja de estar familiarizado con las leyes y costumbres y los organismos de contralor. Es decir que las opciones no son tantas como dicen los finlandeses, lo que ayuda a poner ciertas exigencias.

En este punto es trascendente que cualquier cálculo de inversiones se haga basado en el aporte al empleo y al crecimiento de la nueva planta sobre bases continuas y constantes, no sobre el incremento de la demanda laboral de 8.000 puestos durante el período de construcción, una ilusión de corto plazo.

Estos presupuestos permitirán tener más comodidad para sentirse seguros en algunos requerimientos. Uno de ellos, como se ha sugerido en otra columna en El Observador, es no extender el régimen de zona franca a esta actividad, un encuadre ciertamente forzado, que hace de Uruguay con toda injusticia una maquiladora, absolutamente fuera de la actualidad económica mundial y de la proporción del aporte ecológico y de materia prima que realiza.

Otro punto obvio que seguramente se está teniendo en cuenta es la posibilidad de negociar que se agregue alguna etapa más en el proceso de producción, para generar algún aporte más trascendente al empleo y al crecimiento. Esto iría en línea con la idea de salir de la condición de factoría que se plantea en el punto anterior.

Es de suponer que el gobierno dispone de estudios comprensivos y ciertos del impacto integral actual de la actividad de producción de pulpa sobre el Producto Bruto, y si no lo tiene debería tenerlo, ya que es un elemento esencial para cualquier negociación. Porque el otro tema en discusión, la mejora de la infraestructura y el tendido de una línea ferroviaria que funcione, también requiere creatividad y muchas negociaciones.

Sería un grave error endeudarse para construir un ferrocarril ad hoc y mejorar un puerto, y más grave hacerse cargo de su operación. Hay otras opciones más adecuadas, tanto dentro del paquete de discusión con UPM como en el mercado internacional. Justamente por estas variantes es que tiene validez la reflexión del principio. Los estatistas aman el endeudamiento, porque así el que construye es el estado, lo que permite extraordinarias oportunidades al sector contratista. Y no se engañe, eso no pasa en Argentina solamente, como le han hecho creer. Hay ejemplos locales de sobra, si mira bien.

Hacer esas obras solamente para conseguir la radicación de una nueva planta suena a dislate imposible de justificar financieramente. Ese emprendimiento debe estar dentro del cash flow de la pastera. De lo contrario será una forma de proteccionismo estatal tan nociva como cualquier otra, con un costo por empleo indefendible.

Y luego vienen los aspectos ambientales y la eterna discusión con Argentina, que tiene aspectos válidos y aspectos ficticios. Pero que requiere algún tipo de acuerdo y relación más profunda que un asado o un lejano mundial de fútbol y que de paso puede crear algunas oportunidades interesantes.

Este repaso superficial muestra la complejidad de la negociación, si se hace bien. Por eso es que me permito sostener que el Ejecutivo necesita, sin resignar los controles institucionales, un amplio margen de acción en este tema, que además debe ser perceptible para la contraparte. La mochila de una asamblea permanente detrás de cada propuesta sería carísima, entorpecedora y seguramente carente de ideas superadoras.

El concepto de innovación, creatividad y toma de riesgos como modo de crecer, también se aplica a las negociaciones. Esta instancia requiere de esos atributos. Y también de confianza en las propias capacidades. Como en todos los órdenes. 


OPINIÓN | Edición del día Martes 16 de Agosto de 2016


Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


Despeje expeditivo: deuda 

Es sabido que un relator deportivo dice “despeje expeditivo” cuando el central le da un patadón al balón y lo manda 50 metros lejos del arco, sin importar lo que pase luego, sino resolviendo la urgencia de la instantaneidad.

En términos económicos, el despeje expeditivo es el endeudamiento. Cuando no se puede bajar el déficit, cuando la presión populista desde dentro del gobierno, desde la oposición y desde la gente es muy grande, cuando para parar la inflación hay que crear recesión y desempleo o para crecer hay que crear emisión vía inflación, la solución de emergencia que deja conforme a todos, por un tiempito, es patear la pelota para más adelante, lo más lejos posible: tomar deuda.

Argentina no tiene en su gobierno un genio como Messi que haga magia, ni un metedor como Suárez que haga goles, pero sí tiene una hinchada que no quiere perder, no importa cómo. En esa línea de pensamiento homínido, los argentinos no queremos pagar las tarifas energéticas que corresponden, cosa que sí estamos dispuestos a hacer con el celular, el cable, la wifi y otras conquistas sociales. El país sigue soñando que tiene autoabastecimiento energético.

El gobierno ha claudicado al dejar incólume el gasto –suponiendo que alguna vez haya tenido voluntad de hacer lo contrario–. Debe bajar impuestos y reactivar si quiere tener alguna oportunidad de mejorar el empleo y de ganar las elecciones clave de 2017. En medio de ese panorama y ante el abismo presupuestario e inflacionario que se abre si no puede subir las tarifas, oscila entre la amenaza de cortar la obra pública –un tiro por elevación sobre el área chica de los gobernadores– y la idea de emitir más deuda externa.

Debe recordarse que tomar deuda es un camino que tiene despejado tras la vaga autorización de endeudamiento que le otorgara el Congreso, con lo que le resultaría más fácil conseguir US$ 6.000 millones por año que lograr que los argentinos paguen un promedio de US$ 20 de luz por mes.

Tampoco es muy factible postergar el plan de obra pública, por lo menos en la concepción de Cambiemos, que tiene cifrada allí su esperanza de aumento de empleo en los sectores de menos especialización y sobre todo, su mayor poder de negociación con el peronismo y sus gobernadores e intendentes pragmáticos.

En un mundo de bajas tasas y crédito largo, la opción de endeudarse es tentadora para cualquier gobierno y en el caso de Argentina, más fácil, porque el nivel de deuda externa es bajo. No podía ser distinto, tras el desastre que Cristina Fernández de Kirchner llamó “desendeudamiento”, una mezcla del colosal default de 2001, el pago al FMI a pedido de ese ente, que se vendió como épica, el regalo al Club de París de US$ 3.000 millones y otras insensateces , para no llamarlas de otro modo, que costaron carísimo.

Pero tal opción es una falacia. Tomar deuda externa implica una cuestión práctica: convertir esos dólares a pesos para pagar gastos u obra pública, da lo mismo. Si el Estado decide venderlos en el mercado como cualquier vecino, valorizará de tal manera el peso que el crecimiento, la inversión y el empleo serán imposibles y la exportación de valor agregado será cero.

Si en cambio decide emitir y quedarse con esos dólares en las Reservas, la emisión tendrá el mismo efecto que cualquier otra emisión: será inflacionaria, que es lo último que se necesita. Tal disyuntiva también es válida en el caso de los pagos que se originarán en el blanqueo mágico. En ese caso, se pagaría una tasa de interés sin contrapartida alguna.

La concepción teórica de que tomar deuda para infraestructura aumenta la productividad es una especulación muy de largo plazo en el mejor de los casos. Peor aun si, como es sabido, la obra pública de mi país contiene 30% de robo y otro 30% de impuestos, o sea más robo. De modo que el efecto de esa supuesta inversión virtuosa se diluye en el tiempo y estalla en el corto y mediano plazo.

Tampoco ha demostrado ser cierta la conveniente teoría de que si la entrada de dólares atrasa la paridad cambiaria, ello obra como ancla monetaria de la inflación. Desde Martínez de Hoz en la dictadura militar de 1976 hasta Kicillof en la dictadura de precariedad de la década ganada, pasando por Cavallo en su dictadura jurídica de los años 90, esa teoría ha estallado siempre y conducido a defaults múltiples y a desempleo. Por qué ahora sí funcionaría tal vez pueda explicarse por una intercesión de Francisco.

Eso deja una opción única: la realidad. Se debe crear empleo privado, bajar la pobreza y aumentar el bienestar, bajar el gasto y los impuestos, restablecer los términos relativos, empezando por las tarifas –elemental– y tener proyectos que solo nacen cuando se empiezan a discutir los temas en serio. Para nada de todo eso hace falta tomar deuda.

Se podrá argumentar que cualquier entrada de dólares subirá el valor del peso. Cierto, las exportaciones, por ejemplo. Por eso es vital bajar los recargos y protecciones y abrir la importación, que resolverá ese problema, bajará la inflación y mejorará notablemente el bienestar. Por supuesto que el gran empresariado odia esa idea y ama la deuda. Para los prebendarios proteccionistas, todo lo que esta nota sostiene cae bajo la guadaña de la calificación de fundamentalismo económico.

Ahora viene donde usted me pregunta qué conclusión puede sacarse de todo esto que le resulte útil a Uruguay. Salvo el reemplazo de “empresariado” por el de “empresas del Estado” , las consideraciones técnicas son igualmente válidas. El resto es solo una cuestión de matices y de velocidades.

Suárez y Messi juegan en el Barça, no en el Río de la Plata. Llegue cada uno a sus conclusiones y haga sus propias comparaciones, pero por las dudas, no saque platea Olímpica: los despejes de los centrales tienden a ser tan expeditivos que se puede comer un pelotazo. l

OPINIÓN | Edición del día Martes 09 de Agosto de 2016

Por Dardo Gasparre - Especial para El Observador

Las mil caras del estatismo 

Es muy difícil en una sociedad restaurar la relación de precios de la economía. La alineación de esos términos de intercambio es pacífica, continua, invisible y constante. Su equilibrio es vital para la convivencia, y también para la inversión, el ahorro y la planificación pública y privada.

El populismo, el socialismo vetusto, el proteccionismo y el progresismo –formas del estatismo – necesitan jugar súbitamente con esos términos con controles, precios máximos, matrices de insumo-producto, prepotencia, intervencionismo o vía empresas del estado.

Si a eso se agrega la inflación y las leyes que eternizan los desajustes y rigidizan el desequilibrio, el daño es de largo plazo. Tal el problema que enfrenta Argentina, el mayor desafío para Macri: restablecer los términos relativos. La población en general no percibe el problema de este modo porque razona con precaria conveniencia: quiere que no suban los precios que bajaron, que bajen los precios que subieron y que su ingreso aumente.

El resultado es una puja desordenada y dura. Por eso es pueril pedirle al gobierno que “aplique un sistema tarifario justo y gradual”, una manera de torpedear cualquier solución. Al consumidor no le interesa oír que pagará la cuarta parte de lo que paga un usuario uruguayo o un brasileño por la energía, o que la factura de luz es la mitad de lo que paga por su celular o su cable. Protestaría aún cuando el mismísimo Salomón dictaminara cuál es el valor correcto del kilovatio o el metro cúbico de gas.

Todo empeora cuando entra la discursiva de los políticos, casi siempre culpables de lo que se intenta resolver, y los ideólogos de la lucha contra la desigualdad y a favor de vivir con lo nuestro, casi siempre idiotas útiles.

La lucha es total y final. Decidido a no bajar el gasto, Macri sabe que debe restaurar esos equilibrios para lograr la inversión que permita el crecimiento y la transformación que lleve a un aumento del empleo, vital para su plan y para el país. Tropieza no sólo contra los problemas descriptos, sino contra la aversión del empresario argentino por esa palabra.

Si la inversión es interna, el empresariado prefiere no hacerla él y que la haga el estado y le contrate las obras, que es la manera en que ha hecho su fortuna. Si la inversión es externa, prefiere que no exista, ya que le crea una competencia a la que no puede coimear.

Además de las distorsiones en los precios, salarios, impuestos y tarifas, y detrás de todas ellas, está el proteccionismo. Ahí la cosa no es tan fácil. Macri, como sostuvo esta columna, amamantó desde la cuna ese proteccionismo y su alianza con el estado y los sindicatos, triunvirato eterno del fracaso circular argentino. De modo que los que temen una apertura comercial y se están curando en salud, pueden estar tranquilos, al igual que los que no sabrían cómo vivir si bajara el gasto: ninguna de las dos cosas pasará, lamentablemente.

Desde 1916, en que asumió el primer presidente elegido por voto secreto-universal-obligatorio-Su-Santo-Nombre, hasta hoy, el país nunca tuvo apertura comercial. Salvo en el ventanuco entre 1922 - 1928, siempre se aplicó el criterio de la autosuficiencia, casi una definición del ser nacional. Curiosamente, ese período fue el mejor de la historia argentina, cuando se alcanzó el sexto puesto entre las economías mundiales.

La llegada del nazismo en los años de 1930 y la del fascismo militar-industrial con Perón, con la ayuda de la nefasta Cepal, fijó indeleblemente el pacto proteccionista que condena al estatismo, a la pérdida de bienestar y a las crisis cíclicas de inflación, devaluación y a alguna forma de default.

Salvo ese momento del siglo XX, nunca más se aplicaron políticas de apertura y libertad cambiaria, ni con gobiernos de derecha, de izquierda, de cualquier partido, ni dictaduras benignas o malignas. Por eso los ataques que se hacen contra los criterios liberales son dialécticos, carentes de rigor técnico o histórico.

El proteccionismo, estatal o privado le cuesta al consumidor-contribuyente en todo el mundo entre 10 y 20 veces más por año lo que la actividad protegida paga de salarios directos e indirectos. Y esto no es una opinión. Es además falso que una apertura comercial implique la desaparición de esos puestos. Tampoco es una opinión. Las actividades protegidas le quitan a toda la sociedad bienestar y calidad de vida, y posibilidad de crecimiento. Y tampoco es una opinión.

Por supuesto que todo país tiende a protegerse. Pero está probado que la apertura en un solo sentido favorece también al país que decide abrirse. Y es falso el argumento de que países como China ahora o Japón o Corea antes, crecieron en base al trabajo esclavo o a algún mote descalificatorio. Al contrario, todos ellos mejoraron notablemente la calidad laboral, previsional y las condiciones de vida de su gente.

Estados Unidos, ahora cada vez más proteccionista, no ha mejorado sus condiciones de bienestar desde mediados de los años 1970. Europa tampoco, salvo cuando se endeudó gracias al euro, con la precariedad que ahora se ve con claridad.

A pesar de estos argumentos, Macri garantiza la continuidad del proteccionismo empresario, gremial y estatal. Y larga vida a los contratistas del estado. De modo que no hay por qué preocuparse, billonarios de la lucha por la igualdad.

Lo que vale para Argentina, vale también para Uruguay, viene sosteniendo esta columna. Con beneplácito se observa que el presidente Vázquez avanza firmemente en un tratado de libre comercio con Chile, un paso inteligentísimo para su país, atrapado en la misma maraña de dialéctica, intereses creados y conveniente ignorancia que el mío.

Por casualidad, seguramente, Chile, el país más sólido de la subregión, es el único con apertura en serio. Los ideólogos pueden tomarse un tiempo en ponerle un rótulo a este hecho. Mientras eso ocurre, pueden preguntarse por qué en el país trasandino un auto vale la menos de la mitad que entre nosotros, al igual que un plasma o un celular. O por qué su sistema jubilatorio es tanto mejor que los nuestros. ¿Será que su gobierno socialista lo logra sobre la esclavitud, el desempleo y el sudor del pueblo chileno?

Como se ve, no importa si el ideólogo es de izquierda o de derecha. Lo importante es que ayude a los industriales prebendarios, a los entes protegidos y a los líderes gremiales, ¿verdad?