Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Perdimos con todo a favor; tal vez ganemos con todo en contra

El anunciado tarifazo y la aparición de su nombre como director en una sociedad offshore de su padre opacaron mediáticamente dos semanas de grandes éxitos de Mauricio Macri.

Por supuesto que no es demasiado popular triplicar las facturas de gas y luz o septuplicar el costo de los pasajes y boletos. Pero aun con estos aumentos la heroica clase media argentina, dispuesta a dar la vida en su lucha contra el populismo y el gasto y por la grandeza de la patria, (dixit) oblará menos por la suma de las facturas de gas y luz que por el plan de su iPhone.

Las subas en trenes y colectivos, si bien espectaculares en porcentaje, siguen arrojando un costo unitario muy barato. No hago cifras para no despertar la envidia de los uruguayos, acostumbrados a que las tarifas sean una forma de impuesto.

Y fundamentalmente, no parece que existiera alternativa alguna a estas medidas, por las que de todos modos los contribuyentes continuarán haciéndose cargo de más de 2 millones de tarifas subsidiadas.

La aparición del nombre de Macri como director de una sociedad de su padre en Bahamas, surgida de una base de datos robada por un empleado infiel de un estudio de abogados, es fácilmente refutable en la argumentación y en lo legal, si bien no tanto en el efecto político. Además de la herencia pesada de Cristina, Mauricio parece tener que lidiar ahora con la pesada herencia de Franco.

Para algunos, esto obligará políticamente a la postergación del blanqueo que se estaba barajando, que a criterio de vuestro columnista debería ser definitiva. No alcanza a entenderse para qué le serviría a Argentina este blanqueo. No para conseguir colocar más bonos, seguramente.

Pero para no perdernos en el banal culebrón infinito argentino, que siempre excede a Kafka, Borges, García Márquez y George Lucas combinados, deberíamos concentrarnos en el tema central de esta nota. Lo mejor de Mauricio Macri ha sido hasta ahora su política exterior. No solo la visita de Obama, sino su decisión de reasociarse a Estados Unidos. No solo su reciente viaje a Davos, sino el modo en que encaró el conflicto latente con China, luego de las concesiones casi entreguistas de la viuda de Kirchner, mostrando una capacidad y vocación negociadora a la que nos habíamos desacostumbrado.

También ha tomado claramente la iniciativa en la región, pese a que varios países de ella están demasiado ocupados en otros temas para entenderlo: Venezuela en su proyecto delirante, Brasil en su proyecto policial, Uruguay en su proyecto socialista y poliárquico y Chile en su proyecto de alejarse de Sudamérica. Macri en cambio quiere vender.

Busca inversiones estadounidenses y canadienses, que suelen ser más decentes que las chinas, las españolas, las africanas y algunas europeas. Falta mucho, entre otras cosas, hacer entender que inversión es aportar la mayor parte de capital desde el exterior, no con créditos locales. Pero es muy importante el concepto. La inversión externa puede ser un fuerte impulso del empleo más legítimamente que el simple endeudamiento.

Este paquete de sinceramiento tarifario forma parte del imprescindible realineamiento de los términos relativos para poder intentar el crecimiento. Sin ese crecimiento privado, con inversión externa e interna, con una mayor flexibilidad laboral y con seriedad jurídica, los próximos años serían durísimos para la economía. Argentina no puede darse el lujo de seguir desperdiciando su potencial, aunque el momento no sea el mejor.

Macri sabe algo evidente: el socio potencial con más futuro inmediato es Estados Unidos, sin despreciar. No obra por ideología, sino por conveniencia. Y hace bien. Los americanos necesitan un socio confiable inmediato en la región, donde se han quedado sin ningún referente sólido y Mauricio no vacila en dar un paso al frente y proponerse. Él no tiene alternativa. EEUU tampoco.

No es cuestión de lo que cada país prefiera, sino de lo que a cada uno le convenga. Mercosur, Unasur, Parlasur son, además de ineficientes burocracias, la cámara séptica de un sistema muerto y nauseabundo. Sin decirlo, Argentina los está dejando de lado.

Uruguay está pensando y debatiendo.

OPINIÓN | Edición del día Martes 29 de Marzo de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

La hora de jugarse

Está claro que la visita del presidente Obama a Buenos Aires no tuvo para Mauricio Macri propósitos decorativos. Está determinado a avanzar en un tratado comercial sólido con Estados Unidos y solamente el respeto por sus socios del Mercosur le ha hecho suavizar el anuncio. Obama, que no está atado por esa obligación, fue muy explícito en el objetivo.

La decisión no debe leerse como la consecuencia de la actual situación de Brasil, con un desenlace muy difícil de predecir tanto en lo político como en lo económico, sino como el resultado de la inoperancia deliberada de nuestro mercado común, y en especial de su integrante más grande, en salir del criterio cerrado de la unión aduanera para dar pasos más contundentes de apertura.

Tanto la industria brasileña como las automotrices de Brasil y Argentina, evitan la apertura. A lo máximo que atinan es a balbucear la posibilidad de un tratado con Europa. No es casual. Las automotrices, máximas beneficiarias del proteccionismo regional, son mayoritariamente de ese origen y buscarán mantener o ampliar sus ventajas. No es muy común el nivel de precios (y ganancias) que se pueden obtener en la zona cautiva del Mercosur.

Pero más allá de la conveniencia prebendaria, desde el punto de vista de los consumidores y de los intereses de cada país, Europa no es la mejor contraparte para ensayar un tratado de libre comercio. Más bien es nuestro mayor enemigo con el proteccionismo agrícola, que defiende casi con ensañamiento y que nos ha hecho mucho daño. Es utópico creer que se conseguirá algún tipo de concesión en este punto nada menor.

Europa es además, mucho más proteccionista que Estados Unidos extra zona, ya que su alianza funciona con una gran apertura hacia adentro, pero suma las barreras de todos sus miembros hacia afuera, con lo que los obstáculos paraarancelarios son insalvables, al igual que las cuotas y limitaciones.

Un tratado de libre comercio con Europa tiene por ello mucho de dialéctico, y es casi una excusa para postergar cualquier apertura. Las automotrices americanas se benefician también del proteccionismo del Mercosur, pero están más condicionadas por el conjunto de industrias americanas que esperan una mayor apertura mutua. Jamás la industria autopartista brasileña va a consentir un tratado con Estados Unidos por propia voluntad.

Argentina tratará de persuadir a Brasil para que el Mercosur firme un tratado con Estados Unidos, con fuerte influencia americana en ese proceso, que ahora tendrá más posibilidades de éxito por la necesidad brasileña de apoyo estadounidense.

A ambos les conviene mucho más un tratado de libre comercio con los americanos que uno con los europeos, además de que será más rápido y seguramente más equitativo, a la vez que un firme punto de acceso al TPP.

Si no consigue convencerlo, es muy probable que Argentina termine logrando un acuerdo interno en el Mercosur que la autorice a la negociación individual con EEUU. A la luz de las perspectivas de mediano y largo plazo de Europa, tanto económicas como geopolíticas, ese es el camino que le conviene.

Sería mejor que el acuerdo se hiciera con el Mercosur como paraguas y protagonista, porque el bloque tiene más fuerza y posibilidades de negociación. Sin embargo, a Argentina le alcanza su propio peso para poder hacer un tratado suficientemente valioso, si no se pudiese lograr la unidad.

Paraguay, como siempre, oscilará entre las distintas posiciones, pero no tiene una oposición salvaje a este acuerdo. Ninguno de los tres países tiene una oposición ideológica a negociar con los americanos, más allá de la pirotecnia vernácula.

La pregunta de cajón que viene es: ¿qué hará Uruguay? La ideología y el prejuicio le impiden evaluar la posibilidad de un TLC con Estados Unidos. Sin embargo, es el que más le convendría. La vaga y permanente referencia al acuerdo con Europa tiene los inconvenientes y la cuota de utopía que hemos descripto. De ahí sacará poco beneficio.

Ahora se está agitando la bandera de un acuerdo solitario con China, en el peor momento del gigante asiático, con precios y prácticas que pueden destrozar a cualquier contraparte. Encarar un tratado con cualquier país requeriría de todos modos un acto de profunda contrición económica que difícilmente se haga.

Algo indica que a Uruguay le convendría adherirse a la posición argentina y revisar con una nueva luz la posibilidad de un acuerdo conjunto con Estados Unidos, que está más predispuesto además a hacer concesiones continentales. Debe recordarse que pequeños porcentajes de esa economía representan mucho en las nuestras.

En la ponderación de las alternativas, debería analizarse en profundidad qué tiene Uruguay para vender y qué tiene para ofrecer a cambio y sobre todo qué sacrificios está dispuesto a hacer en ese proceso.

Ningún país del mundo querrá comprar impuestos, indexaciones salariales, leyes laborales inflexibles y gremiales cebadas. Tampoco será fácil para Uruguay vencer su renuencia a competir y sus preconceptos ideológicos. Temo que siga eternamente enredado entre el tratado con Europa y el acuerdo con China, que aún cuando se firmasen algún día, serán irrelevantes en sus resultados por una elemental cuestión de costos.

No es posible decir hoy si Argentina tendrá éxito en este rumbo que parece haber elegido: un tratado con Estados Unidos y una apertura hacia todos los demás mercados. En algún punto tiene los mismos problemas y la misma renuencia que su vecino oriental para competir. Pero sí es seguro que atraerá muy pronto inversiones americanas que Uruguay debería aprovechar, ahora con un gobierno vecino predecible y amistoso. La opción de no hacer nada no luce como la más aconsejable, pese al optimismo que se intenta trasmitir localmente.

Tanto en el orden interno como en el global, el estado tiene una función conferida por el mismísimo Adam Smith: obligar a los factores productivos a competir. En eso consiste la apertura comercial que lleva al crecimiento. Si no se entiende eso, no habrá socio que nos venga bien.

OPINIÓN | Edición del día Sábado 26 de Marzo de 2016

No hay sociedad sin seguridad

Empiezo por la innecesaria aclaración de que no soy un experto en seguridad. Pero luego de varias décadas de vivir en Buenos Aires, tengo el derecho a considerarme un experto en inseguridad, y más aún, un licenciado en inseguridad, a riesgo de que El Observador me desenmascare por el uso ilegítimo del título.

Sin ironías, es sorprendente y triste comprobar cómo Uruguay va siguiendo –en un camino de hierro inexorable– el rumbo autodestructivo de Argentina hacia el reinado de la delincuencia violenta y el encarcelamiento virtual de la población en sus casas cada vez más vulnerables.

Recuerdo a mis amigos orientales diciéndome hace años: “También tenemos inseguridad, pero muy distinto a Buenos Aires, apenas alguna rapiña, alguna bicicleta dejada en el Prado, jamás un ataque físico”. Eso ya no es así. Uruguay va cumpliendo rigurosamente el paralelo con su vecino, a veces pareciera que orgullosamente.

Y eso ha pasado en el mejor momento económico de Uruguay y de su población. En la década de mayor ingreso y de mayores conquistas sociales, para usar el propio léxico de la izquierda patológica. Ni siquiera se puede acusar a la injusticia o a la pobreza extrema, como ocurre en mi país, sumido en este plano en la estolidez dialéctica.

No se trata tan solo de que la delincuencia es peor. Siempre lo es. La dirigencia política parece a veces fomentar o apañar en cada una de sus acciones u omisiones la violencia delictiva. Como si hubiera un plan diabólico perfectamente estructurado.

En ese trayecto sin retorno, la semana pasada se pudo leer una extraordinaria noticia: “Para desestimular el delito, el gobierno se propone retirar la plata de las calles”. O sea, la culpa es de la gente por andar con efectivo. También se podría prohibir andar con celulares, bicicletas, anillos, caravanas, mochilas y cualquier elemento de valor o cuasi valor. U obligar a caminar descalzo para evitar el robo de championes. En las casas se podría penar la tenencia de plasmas y tablets, para no tentar a los cacos.

En un paso superador se podría transformar todos los autos en furgones sin vidrios, para evitar las roturas, como ocurre con los taxis, que terminarán pareciendo un camión blindado de transportes de caudales a este paso.

Sin embargo, en la misma semana se pudo leer a jerarcas y especialistas (de extrema izquierda, obvio) que sostenían que las garantías jurídicas y judiciales no estaban suficientemente aseguradas en Uruguay, y pedían cambios en la ley y en los códigos penales, procesales y de procedimientos. ¿Garantías para quién? ¿Para los taxistas asesinados por la recaudación de un día? ¿Para los más necesitados, que son siempre las víctimas que más sufren la delincuencia y el atropello? También en esto se imita a Argentina. Hermanados en el desastre.

Por supuesto, a los jerarcas les cuesta mucho trabajo imaginar otros caminos. Por ejemplo, aumentar la cantidad e intensidad de las luminarias públicas, un mecanismo elemental que se usa en todas las ciudades del mundo. No deben querer sacrificar la nostálgica penumbra, cómplice primera de los delincuentes. Al contrario, se ataca a los vecinos que costean su propia iluminación o su propio cerramiento de seguridad como si se temiera ofender a los ladrones.

O se tolera a los hurgadores y vagabundos, que no son violentos, pero que crean lo que los expertos llaman “la confusión de la calle”, que ampara el anonimato delictivo. Y que de paso colaboran a la perfecta suciedad de las calles.

La seguridad es un bien elemental, un valor que cohesiona a la sociedad y a la familia. Tolerarla, ocultarla, apañarla, no sancionarla en nombre de lo que fuera, es un delito de lesa humanidad y de lesa patria.

Uruguay fue siempre garantía y sinónimo de esa seguridad, principio elemental de convivencia y de todo derecho. Para los argentinos ha sido un ejemplo y un logro admirables. Duele ver cómo ese enorme atributo se echa a los perros como si se buscase deliberadamente su destrucción.

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Cien días, luego la soledad

Pese a su formación como ingeniero, el presidente Macri es bastante proclive a ciertas creencias casi cabalísticas. Tal vez por eso, o por habilidad política, decidió salir al cruce del proverbial concepto de los efímeros 100 días de luna de miel entre todo nuevo gobierno y la sociedad.

Al cumplirse justamente ese plazo, y para mantener su promesa de no hacer cadenas nacionales de comunicación, se ofreció en cambio a una cadena de reportajes que se difundieron y comentaron todo el fin de semana. Las preguntas y respuestas fueron bastante previsibles y predecibles. (Demasiado)

Por ejemplo, nadie le preguntó si había leído las cláusulas secretas del ominoso contrato YPF-Chevron, con evidentes posibilidades de repregunta. Por respeto, prefiero creer que se debió a que el sospechado contrato petrolero había sido relegado por otros temas resucitados, como videos de ladrones contando dinero y un ramillete de casos de evasión y corrupción escandalosos que fueron reflotados hábil y oportunamente en la prensa.

De todos modos, el juego de pinzas periodístico trasmitió más claramente que nunca el daño ético, social y económico que provocó el kirchnerismo, y mostró a un Mauricio hablando con llaneza y sinceridad sobre las realidades que deben enfrentar tanto él como el pueblo que lo eligió.

En un tuit del domingo rescaté lo que fue para mí su mejor frase, que debió ser titular de los diarios argentinos ayer. Enfrentado a algunas preguntas de periodistas-amas de casa, que apuntaban a señalar a los empresarios como responsables de la suba de precios, respondió: “Si la inflación no baja, el culpable seré yo”. Casi un tratado de la Escuela Austríaca sobre el efecto del gasto del estado y la emisión monetaria contra el poder adquisitivo de los consumidores.

Esa seriedad conceptual –en definitiva un compromiso– y esa sinceridad en trasmitir duras realidades a la población son vitales para frenar el dispendio de un gasto irresponsable que no puede continuar en los actuales niveles sin ocasionar graves daños a los que se pretende supuestamente ayudar.

Tabaré, que también eligió el camino de la comunicación frecuente, tiene un desfiladero igualmente difícil para recorrer, aunque la problemática sea diferente. Macri sufre el peso de un desastre económico y de una corrupción que deberán erradicar el Ejecutivo y la Justicia, con un Congreso en contra, con legisladores cuyo voto necesita y que tal vez sean imputados en esos mismos casos de corrupción. Vázquez tiene el cepo de la ideología y también de una población que se ha acostumbrado a la égloga bucólica del estado bueno y protector que la cuida y la arropa, le indexa el ingreso y la vida, le evita el riesgo y el sufrimiento de labrarse un futuro.

Ambos presidentes tienen el duro trabajo de explicarle a esas sociedades lo que ellas no quieren escuchar. Y también tienen una tarea más difícil: hacerlas comprender que el crecimiento vendrá de la mano del empuje y la creatividad de cada uno, de los proyectos, de los sueños, de la toma de riesgos, del trabajo y del esfuerzo. No del estado, que no es capaz de inventar nada, salvo impuestos.

En distintos momentos y gradaciones, nuestros pueblos suelen despotricar contra el avance extranjero sobre nuestras supuestas riquezas, o contra el avance del estado sobre nuestros patrimonios. Pero al mismo tiempo, no son capaces de tomar su destino individual en sus propias manos. Transcurren así entre el resentimiento y el lamento, acusando a los demás por el destino que no supieron forjarse.

Macri muestra que ha tomado la decisión de guiar a su pueblo en esa dirección, sin renunciar a todas las posibilidades de tener un estado activo y una inversión externa positiva y útil. Tabaré parece querer lo mismo, pero se lo ve solo en una lucha imposible.

Algo indica que los dos presidentes tienen mucho para compartir, mucho para enseñarse, mucho terreno para apoyarse, muchas ideas para motorizar, muchos tabúes que romper, muchas utopías para emprender, muchos rótulos que despegar.

Cuando se habla con tanta facilidad de conquistar mercados externos, de abrirse al mundo, de competir, de exportar, no se habla de ideologías ni del estado. Se habla del empuje individual y privado. Los países con futuro serán aquellos cuyos pueblos entiendan este paradigma. Los otros, se perderán en el atraso hasta llegar a la nada.

No hay tal cosa como un estado exportador, un estado industrial, o un estado agrícola. Hay personas, individuos que privadamente han decidido emprender esas actividades. Pero salir del sopor toma tiempo y trabajo duro para cambiar conceptos, preconceptos y comodidades. Porque salir a competir al mundo, y aún a la vuelta de la esquina de casa, no es ni cómodo ni agradable. Es inevitable.

Los dos presidentes necesitan toda su fortaleza y su coraje en esta tarea de liderazgo, que debe basarse en decir y aceptar la verdad y la realidad para luego cambiar en consecuencia. Lo bueno es que ni siquiera tienen margen regional para ser populistas.