OPINIÓN | Edición del día Martes 05 de Enero de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

La doble decadencia de la burocracia y la poliarquía 

AANCAP no es un tema para dejar de lado rápidamente. Es un síntoma grave y preciso. Es un marcador clínico que se dispara dramáticamente y súbitamente y llama la atención al médico con ojo avizor.

Como YPF y las múltiples estafas corporativas Kirchner-Eskenazi-Repsol-Chevron-China y quien venga, como Petrobras y su fatal Petrolão, este absceso ha estallado en Uruguay y no dejará de arrojar podredumbre. Y peor será cuánto más se empeñen en impedir la supuración.

Si se analiza con cuidado, no había razón alguna para que no se llegara a un desenlace, (o principio de desenlace, porque continuará) de características escandalosas y hasta policiales.

La burocracia del estado funciona siempre así. Se reproduce, se reindexa en costos, inventa nuevas funciones y tareas inútiles, se escuda en el bienestar popular que supuestamente garantiza. Usa los principios ideológicos, la soberanía y la patria para ser intocable.

En nombre de esa sagrada misión, extrae cada vez más recursos del estado, es decir del aparato productivo real vía impuestos o en este caso precios, que impone tiránicamente a la sociedad, sin apelación alguna, y sin competencia, que se ha tomado el trabajo de eliminar cuidadosamente desde el comienzo.

No persigue la eficiencia, palabra que ha eliminado de su vocabulario porque siempre se las ingenia para reemplazarla por algún valor superior: el autoabastecimiento, la soberanía, las fuentes de trabajo, la necesidad de mantener precios subsidiados en los casos más sensibles, o de distribuir en áreas marginales. O tal vez el mandato de algún líder lejano y perdido en el tiempo que explicó las ventajas del monopolio del estado sin conocer demasiado bien lo que monopolio implicaba.

Tampoco persigue la ganancia, por ser un concepto imperialista, burgués, egoísta y seguramente antipopular. Y de paso porque si la persiguiera se vería obligado a tomar decisiones racionales y efectivas, para los que no está preparada .

Y por supuesto, jamás genera riqueza. Eso va en contra de todos sus principios, además de que la obligaría a tener una dirección coherente, capaz, decente y creativa, algo incompatible con su esencia.

Por ahí, nada nuevo. Nada que no sepamos.

Entra ahora la poliarquía. Un sistema difuso, no escrito ni consagrado en ninguna parte, por lo cual los diputados son del partido, los cargos de las empresas son del partido, el ejecutivo es una especie de equilibrista en una convención permanente de locos.

Amparada en ese sistema de gobierno, llamémoslo de algún modo, en la ideología de la soberanía, en la fuente de trabajo, la burocracia utiliza luego la más conveniente herramienta que esa poliarquía le regala: la carencia de control. Al tornarse difusa la autoridad, también se vuelve difusa la responsabilidad. Los puestos de trabajo y los gastos son favores que se canjean, la democracia poliárquica ya no es ni siquiera una componenda política, es una asociación ilícita.

Entra en escena la corrupción, palabra que nadie quiere pronunciar con contundencia, pero quienes callan son los mismos que deberían demostrar que las pérdidas del patrimonio y de los impuestos de los uruguayos han tenido meramente origen en una pésima gestión, no en una arrebatiña. O que las necesidades de subsidiar increíblemente el consumo llevaron a esta catástrofe que ahora pagan consumidores y humildes asalariados por igual.

A 30 años de la caída del sistema estatista-socialista de la URSS, Uruguay repite aquellos mismos errores y resultados. Tanto en la gestión como en la sospecha de fraude.

¿Por qué no pasaría algo así? Sin objetivos de eficiencia, sin necesidad de utilidades ni de competir, sin controles o con controles que se pelean entre ellos, canjeando favores con quienes deben reclamarle resultado, escudándose en el partido, en el estado o en su propia estructura según le convenga, la empresa burocrática es poliárquica. O sea, navega a la deriva, sin control ni destino.

Se trata de un papelón ideológico, además del papelón de gestión. El aumento de capital es una estafa al ciudadano y al consumidor. Y no será la última exacción. Es también un porrazo a la teoría de que sólo el estado puede proveer al bienestar general, y a la teoría de la soberanía del combustible.

Pero más que cualquier otra cosa, es un papelón de la poliarquía, y una enseñanza de adónde puede terminar Uruguay con esta rara concepción de gobierno.

Y en un grotesco colofón, se conoció ayer el lacrimógeno “Yo pecador” de Esteban Valenti, más nafta al fuego de la ira del contribuyente, que muestra que los ideólogos del Frente Amplio no han aprendido nada de este triste proceso.

Bajo un manto de pedido de perdón, trata de convencerse de que todo hubiera ido mejor si se hubiera sido más de izquierda, y usa el desastre de los subprime americanos de 2008 para bajar la importancia relativa de este descalabro. Con más nivel intelectual, pero con el mismo grado de dialéctica que Cristina Kirchner usara para explicar sus desvaríos.

Curiosamente, o no, la retahíla de pedidos de perdón, casi en el tono de una nota de suicidio, no culmina ni en una renuncia ni en una denuncia penal, como hubiera sido de esperar ante una flagelación tan emotiva y contundente.

Más allá de esta cura en salud de Valenti, los orientales tienen mucho para meditar sobre lo que ocurre y ocurrirá con ANCAP. El primer paso sería empezar a analizar la realidad no desde la óptica de un ideólogo político, sino de un consumidor engañado y un contribuyente estafado.

Perdón por la claridad. Para estar a tono.


Periodista, economista. Fue director del diario El Cronista de Buenos Aires y del Multimedios América.


OPINIÓN | Edición del día Martes 20 de Septiembre de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


Entre Matrix y El proceso


Las imposiciones del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), el ente supranacional no formal que obliga y legisla en todos los países por la fuerza de las sanciones que aplican sus mandantes, han transformado a los bancos en auditores de la actividad financiera de la humanidad.

Para asegurarse de que ese control sea implacable, el ente (un Big Brother auténtico) también obliga a que todas las actividades financieras se bancaricen. No importa qué lenguaje utilicen los gobiernos de cada nación para disimular que cumplen órdenes, el mundo entero se mueve al unísono en ese sentido.

Tener una cuenta de banco no es ya opcional, como ir a comprar a un supermercado. Es una imperiosa obligación. Tener una identidad financiera es tan obligatorio como tener una identidad fiscal o personal. Faltaría el chip implantado para que Matrix dejara de ser un filme de ciencia ficción. (Se viene.)

El sistema universal antilavado, que empezó como una cruzada sacrosanta contra el tráfico de armas, personas y drogas, se amplió luego hasta abarcar cualquier cosa con la Patriot Act americana un compendio de inconstitucionalidades y pérdida de cualquier garantía ciudadana.

Hoy el GAFI castiga (sic) del mismo modo a un traficante que empequeñecería a Pablo Escobar o a un financista de Estado Islámico que a un evasor de impuestos. Y ni siquiera necesita un juez. Un bancario toma decisiones que pueden cambiar una vida.

Sin abrir juicio sobre la Justicia o el derecho del Estado a estos controles, se ha creado un mecanismo global que ni Kafka en El proceso ni Orwell en 1984 imaginarían: la persona tiene que probar a un empleado bancario que no ha cometido un delito que no sabe cuál es, ni cuándo cometió, del que no ha sido acusado. El paso siguiente es la prisión, cuando interviene un juez, y la confiscación de sus bienes sin que se demuestre su culpa en juicio. (In your face, Frank y George). Tiene muchos más derechos alguien que mata a la suegra.

A esta descripción debe unirse el hecho de que la digitalización y las transacciones electrónicas crean una trazabilidad biunívoca, una suerte de blockchain financiero programable, auditable e inexorable.

Para decirlo en una línea: el dinero ha dejado de ser fungible. Salvo que usted sea efectivamente un traficante de drogas, armas o personas, un terrorista o un gobernante corrupto, en cuyo caso nada de lo dicho se aplica.

Hasta aquí, una descripción que, como dije, no intenta incursionar en la valoración moral, ética o delictual de las actitudes y acciones de gobernantes y gobernados. Entra ahora el populismo mundial y la política tributaria en escena.

Los países centrales, en especial los europeos, están inmersos en una estanflación que ni la emisión irresponsable oculta. Francia llega ya a un gasto estatal que equivale a 57% de su PIB, por ejemplo. Cuesta mucho trabajo no calificar como populistas a sus gobernantes. Esta generosidad presupuestaria, como era previsible, no ha creado trabajo, algo comprensible por la dureza en las condiciones laborales que la democracia deformada y el sindicalismo impiden flexibilizar.

Luego de llegar a tasas negativas, una especie de caricatura de la teoría ecuacional de algoritmos facilistas, el ex sistema capitalista, ya deglutido por la Matrix estatista, piensa ahora en mecanismos para aumentar las tasas de los impuestos viejos y crear nuevos.

En esa línea, machaca con el concepto de inequidad, que ya no es sólo una argucia dialéctica de la izquierda, sino un artilugio del estatismo para la aplicación de nuevos gravámenes que supuestamente los funcionarios distribuirán mejor que el mercado. Conocidos economistas están sospechosamente defendiendo la teoría de un impuesto global para luchar contra la desigualdad. Un modo de acusar a quienes generan riqueza de ser culpables de la pobreza. Marxismo por otros medios, o neomarxismo, si prefiere. O gasto público desenfrenado, con cualquier ideología.

Por eso las potencias despilfarradoras han inventando el concepto de penar la “escasa o nula tributación”. La idea es fatal para los países pequeños, porque implica que un país prolijo en sus cuentas, que tiene un presupuesto equilibrado, debe obligatoriamente subir su carga tributaria, resignando su oportunidad de competir con sus precios baratos en el mercado mundial.

Irlanda, único país de la UE que efectivamente hizo un severo ajuste fiscal y laboral, descubre ahora que no puede cobrar menos impuestos que los que cobra el resto de Europa, o sea, que no puede competir. El concepto de renta mundial, impuestos globales e igualdad de tasas, deja sin oportunidades a los países que quieren crecer. La muerte de los emergentes.

La combinación de los dos conceptos planteados en esta nota confluye en la idea final de impuestos únicos globales “coparticipables”, coparticipación en la que es sabido quienes llevarán la peor parte.

¿Por qué es importante todo esto para Uruguay? Porque entre su fracaso, su angurria y su resentimiento, la izquierda neomarxista puede sentirse identificada con estas ideas, que le garantizan una limosna de riqueza para redistribuir y redistribuirse, pero que condenaría al país a una economía de factoría y maquiladora.

Las tendencias que comentamos no van a reducir la pobreza, más bien es casi seguro que la aumentarán. Un detalle que a la izquierda no suele importarle, o que acaso la complace. Entretanto, en algún lugar del infierno, Marx se ríe a carcajadas cada noche mientras se quita la máscara de Keynes, el álter ego diabólico que creó hace ochenta años.

OPINIÓN | Edición del día Martes 19 de Abril de 2016

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Días de tragedia y dolor

Días duros para la región. Desde la tragedia meteorológica ensañada con la producción y el trabajo, hasta las muertes de chicos en un boliche suicidados-asesinados por los narcos y por la ceguera conveniente de sus familias y sus gobiernos. Más el castigo de un terremoto.

Días duros para la región. Una presidenta cercada por la corrupción, enviada a juicio político en una lamentable sesión parlamentaria que respondió al estereotipo latinoamericano bananero de Woody Allen. Y otra expresidenta transformando su testimonio en un juicio penal en el que es imputada, en una bailanta política.

También días duros en lo económico. Con toda el área en recesión y el empleo cayendo, como era previsible. Y pueblos acostumbrados al populismo que siguen creyendo que el ajuste lo tienen que hacer los demás.

Con la corrupción del Estado, siempre con socios privados, aflorando como pústula con cada piedra que se remueve, cada licitación que se analiza, cada cuenta bancaria que se descubre, cada nuevo preso o nuevo fugado, desaparecido o suicidado.

Cada país con su estilo, eso sí. Brasil con más carnaval y mejor justicia. Argentina con más tragedia y menos condenas. Uruguay con su filosofía de Jane Eyre: “de eso no se habla”. Y el sistema internacional dándonos clase de ética capitalista protestante como si los que pontifican fueran cuáqueros.

Más trágico, aunque no sea un fenómeno meteorológico, es que en Argentina el avance judicial contra la corrupción del kirchnerismo esté a un paso de “moderarse” para no arrastrar a empresas y nombres prominentes en la actualidad nacional. (Algunos de los que pueden ser arrastrados estaban sentados en las mesas de la recepción oficial al presidente Obama.)

En ese contexto de sainete o de tragedia griega inexorable, Argentina sale del default y comienza a tomar deuda. Por ahora prudentemente. Pero detrás vienen todos los proyectos estatistas de obras públicas, llamados pomposamente inversiones, aunque son sólo licitaciones locales con los beneficiarios sospechados de siempre.

Luego seguirán las deudas provinciales y el financiamiento del déficit fiscal, una especie de locura técnica. Y por supuesto, la inversión real. Que en opinión de esta columna no vendrá tan fácilmente. Los sistemas laboral e impositivo, más la propensión a la inflación irresponsable de pueblo y gobierno, hacen que la inversión real solo sea interesante con la expectativa de superutilidades, que solo se dan con corrupción, destrucción del medioambiente o prebendas proteccionistas venenosas para el consumidor.

Tampoco los gobiernos quieren la inversión real. Si fuera así, hace rato que las mayores ciudades argentinas tendrían un sistema de subtes en serio, a tarifas adecuadas, no un transporte obsoleto y una red de patéticos carriles preferenciales de colectivos cuyos dueños aportan al bienestar de los gobernantes.

Esa corrupción en la cúspide es la razón por la que el gasto no se reducirá seriamente. Eso hace que el país esté jugado al crecimiento, que difícilmente sea tan rápido ni lineal, a menos que se corrijan los términos relativos, que es justamente lo que no se hace al eternizar el gasto y la dictadura sindical.

El riesgo es que el endeudamiento no sirva para mucho y que, así como Cristina Fernández desperdició el auge de las materias primas, ahora se desperdicie la facilidad crediticia. Mauricio Macri, como temíamos, parece estar pensando igual que sus mayores y que todo el empresariado prebendario que trajo al país a la situación presente.

Brasil es otro entuerto, porque su sistema económico no es muy diferente, aunque sea más grande. La caída de Dilma Roussef no se debe a sus complicidades y lealtades con la corrupción. Se debe a un manejo desastroso de la economía que dejó sin negocios al establishment, no por su política socialista, sino por su ineficacia gerencial.

Sin Dilma, la solución tampoco será automática ni rápida. Los problemas brasileños también tienen que ver con sus desequilibrios macro, que no se arreglan sin sacrificio y sin crecimiento, que a su vez no se logra con proteccionismo.

En un grosero resumen: nuestro exceso de gasto alcanzado, que es percibido como conquista por la sociedad, es incorregible en el contexto mundial presente que limita el intercambio, como lo muestran todos los TLC que se están firmando, empezando por el TPP. La idea de que los déficits se equilibran con crecimiento puede ser un sueño en estas circunstancias globales.

El desempleo –consecuencia natural de las políticas procíclicas– que ya está ocurriendo en nuestros países, será paliado de inmediato con más gasto, o con políticas peores surgidas de la eterna alianza empresaria-sindical-estatal que caracteriza los modelos musolinianos. Todo bajo el seguro de las democracias populistas que nos rigen.

Como la innovación y el riesgo, que crean valor agregado, carecen de estímulo en estos escenarios, las opciones son las tres de siempre: la inflación, el endeudamiento o el aumento de la presión impositiva. Lo que lleva a la pregunta de fondo: ¿qué hará Uruguay? ¿Nada, o un poco de cada cosa matizado con atraso cambiario?

Con cualquiera de las dos variantes, el pronóstico preocupa. Con el Frente Amplio gobernando preocupa más. La mezcla de ideología, ineficacia, populismo, estatismo y voluntarismo no mueve al optimismo. Tampoco la creencia –que excede al Frente y es generalizada– de que el sistema laboral y de indexación automática es de avanzada en el mundo.

Una gran oportunidad para hacer algo distinto. Pero siendo una región que se caracteriza por desperdiciar las oportunidades, ¿para qué cambiar, verdad? l

La curva de Laffer o la huelga de Atlas



La publicación por la prensa de los Panama Papers se transformó en un linchamiento mediático de amplio espectro. Era el efecto esperado por los países centrales, como parte del plan que desembocará en un sistema de impuestos globales gravados en la fuente, inexorables y confiscatorios.

Esperemos la nueva temporada de esta serie que empezó hace un año en Alemania, con la obtención por el fisco de una base de correos hackeada y documentos internos robados que luego se filtraran a la prensa, que la viralizó con algún formato de seriedad.

Los autodenominados periodistas de investigación bucean ahora con un Excel sublimado para encontrar los nombres de los famosos locales y publicar sus datos privados en las demonizadas sociedades off shore.

Mientras sigue el culebrón y llegan los juicios contra esa liviandad informativa, analizaré el trasfondo del tema, que es el derecho sagrado que se atribuyen los gobiernos a cobrar impuestos. Redundaré explicando que el liberalismo nace de la disputa de ese supuesto derecho del Rey-Estado, que es, en definitiva, la lucha contra el populismo.

La democracia, o mejor, la democracia moderna populista imperante en casi todo el mundo, con formas diversas, no tiene otra respuesta a las necesidades populares que el aumento del gasto, que ya sobrepasa el 50% del PIB universal. No sorprende. Tocqueville en 1835 había advertido de esta característica ponzoñosa en La democracia en América, un certificado de defunción diferida que se cumple con precisión quirúrgica

Esa gastomanía de los estados lleva a la expoliación de un sector de la población, justamente el que genera riqueza. Ello no solo ocurre con los impuestos, casi siempre crecientes y confiscatorios, sino con cuasi impuestos: tarifas, aportes jubilatorios compulsivos, inflación y otros manoseos, incluido el mortal endeudamiento.

En países como Venezuela, el ataque sobre la llamada riqueza –denominación que es el paso previo al expolio– es evidente y dramático. Pero sin llegar a esa barbaridad sospechosamente consentida por el mundo civilizado, podemos usar como ejemplo a Argentina, mi querido país, siempre un venero inextinguible de ejemplos de burradas y alevosías.

Los estúpidos –perdón, los incautos patriotas– que dejaron sus dólares depositados en los bancos argentinos en la década de 1990, vieron cómo esos dólares pasaban a valer un tercio en 2001. Quienes tenían dólares en el sistema en la década siguiente, vieron cómo el estado decidía arbitrariamente el valor de sus divisas, o cuánto podían disponer por día de los fondos de su propiedad.

Si bien no con la exageración argentina, en casi todo el mundo el estado se arroga el derecho de tomar la propiedad privada y confiscarla más o menos a su gusto en nombre del bienestar general.

La pregunta es: ¿Quién es el ladrón? ¿El que trata de salvar su patrimonio del ataque de un estado insaciable o el estado que mete su mano en la bolsa del privado para ganar elecciones, mantener conforme al pueblo y profundizar su populismo?

Seamos objetivos: Todos somos ladrones en un sistema de populismo democrático. Es la perversión de la demagogia global.

Atrapados en ese populismo que han fomentado, el gasto insaciable y consecuentemente el apoderamiento de la propiedad privada, los estados centrales sueñan con un mecanismo de impuestos iguales en todos los países, donde no exista ni la eficiencia fiscal ni la baja tributación.

O mejor, un sistema de percepción en la fuente, en el corazón del sistema financiero mundial, donde los países periféricos como nosotros cobrarán lo que les toque en el reparto y pequeñas gabelas municipales. El imperialismo por otros modos. El aceite de copra. Y un Big Brother fiscal contra la curva de Laffer.

Se recordará aquella curva de Arthur Laffer, que mostró en la famosa servilleta de 1974 algo evidente: si el impuesto o el expolio es exagerado, la evasión o la elusión harán que la recaudación disminuya hasta la nada.

Esa pérdida que muestra la curva es la riqueza que huyó a los paraísos fiscales. Afortunadamente. Porque de no haber existido esa posibilidad, hace rato que los generadores de riqueza habrían dejado de producirla, como también predijera la genial Ayn Rand en su inmortal La rebelión de Atlas.

Todas estas etapas de sucesivos aprietes legales y mediáticos, de delación bancaria, de reglas incesantes, kafkianas, cambiantes y anticonstitucionales, de pérdida de soberanía de los países en aras de un orden supranacional, no tienden a la salud fiscal de los sistemas. Tienden a impedir que los privados se defiendan contra el ataque del rey, igual que en la Edad Media.

Porque lo justo sería que los estados, o el gran estado supranacional, se comprometiera como contrapartida a limitar su gasto, para así también limitar la carga impositiva en cualquiera de sus formas.

Pero no es así. El supraestado quiere hacer el gasto infinito, repartir el fruto del esfuerzo o el talento individual hasta que se extinga. Manejar la emisión mundial, el tipo de cambio de las divisas, licuar las deudas que se le antojen o pagar la tasa de interés que más le convenga, no importa cuán negativa fuere. Determinar cuánto debe quedarse cada uno de lo que produce, y a quién darle el remanente. Personas y países.

La nueva clase, la clase política, y los CEO de empresa son el equivalente al rey en el siglo XXI. El resto es la plebe. Un sóviet, pero con otros argumentos políticamente correctos. Que implosionará por la misma razón: la huelga de Atlas. La falta de estímulo a la creación, al ahorro, al trabajo y a la alegría, que ya viene ocurriendo. Resumido en términos populares con la inmortal frase anónima: “Ellos hacen como que nos pagan. Nosotros hacemos como que trabajamos”.

Por ahora parece un juego de policías y ladrones. Tarde o temprano volverá a tratarse del rey, o el estado, contra los vasallos. Como vaticinara sin querer Orwell en su Rebelión en la granja: los cerditos capitalistas se paran en dos patas, como los comisarios soviéticos.

La lucha del liberalismo renacerá y florecerá. Porque no es solo una lucha por la carga impositiva. Es la lucha por la libertad.