OPINIÓN | Edición del día Martes 08 de Diciembre de 2015

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador


El triste Mate Party de Cristina

      La pantomima tuitera de anteayer no fue la última que soportará Argentina por parte de su descontrolada presidenta saliente. La soledad del domingo por la tarde, como saben los sacerdotes, suele ser fatal. Fatal para los argentinos, también.
      Pero no debe caerse en el error de creer que estamos solo ante una mala dosificación de los medicamentos. El plan de Cristina Fernández es aglutinar al peronismo, o aunque fuere una parte de él, para transformarlo en una suerte de Tea Party norteamericano, la nociva construcción de la que fue símbolo Sarah Palin, tras la derrota del partido republicano en 2008.
      Palin tenía algunos atributos parecidos a los de Cristina, no exactamente en la parte de los concursos de belleza, sino en su capacidad de embestir resuelta y ciegamente, a veces con éxito notable. También la de los bloopers en las apariciones públicas, donde exhibía su ignorancia en tantos temas, lo que para muchos expertos le costó la presidencia a John McCain, el belicista-armamentista a quien acompañó en la fórmula. 
      Ambos degradaron y ningunearon a Barack Obama hasta el agravio en la campaña, y luego fueron fundadores de ese nuevo modelo de KuKluxKlan que se dedicó a torpedear no solo al gobierno demócrata, sino a cualquier intento del Partido Republicano de encontrar caminos de coincidencia con sus rivales en el poder. 
      Puede decirse sin temor que el Tea Party logró durante siete años que Estados Unidos padeciera una parálisis legislativa que le costó liderazgo mundial y grandes costos internos generados por el no gobierno que esa facción forzó. 
      El Tea Party fue en estos años un feroz opositor a Obama, un feroz opositor al amplio sector moderado de su partido y un opositor a la democracia estadounidense. Hasta hizo renunciar al respetado jefe de la bancada republicana del Senado por no ser suficientemente extremo en sus posturas. 
      Ese pensamiento es el que guía a quien el jueves será la expresidenta argentina, y pasará a la historia del olvido por una pálida e incomprensible gestión. En esa idea pretende usar a la Cámpora y Quebracho como fuerzas de choque violento en las calles, a los sindicatos como obstructores de cualquier reducción de gastos o política antiinflacionaria, a sus legisladores como barricada contra la regularización financiera y económica de la nación, a los funcionarios que deja imbricados en la administración y eventualmente a la masa peronista que sueña con lanzar a la calle en un nuevo 17 de octubre a clamar por su retorno. 
      En su febril elucubración, cuenta con el apoyo de sectores violentos corruptos, como los que responden a las madres de Plaza de Mayo, línea Bonafini, o la Tupac Amaru, una cuadrilla de soldaditos mafiosos de Milagro Sala, una especie de sátrapa paralela que reina en la marginalidad de la provincia de Jujuy, donde el kirchnerismo recibió un cachetazo electoral tan sonoro como el de la provincia de Buenos Aires. 
      Pero como tantas otras veces, esto pasa dentro de la cabeza de Cristina, no fuera de ella. Pasa en su imaginación frondosa y frontalizada, no en la realidad. 
      El peronismo está esperando con las mismas ansias que Macri que llegue y pase el 10 de diciembre. Necesita urgentemente recomponerse políticamente y rearmar sus mecanismos internos de poder. Y necesita encontrar un líder que definitivamente no quiere que sea Fernández de Kirchner, gran culpable del triunfo de Cambiemos por esa misma lectura imaginaria de la realidad que describimos. 
      Por eso los gobernadores justicialistas ya están conversando con Macri, y la provincia de Buenos Aires ya tiene un acuerdo de gobernabilidad entre Massa y Cambiemos, al que se agregarán todos los intendentes peronistas en cuanto Fernández desaparezca de la escena y se pierda en el cielo porteño a bordo de un vuelo de línea que la lleve a Río Gallegos. 
      El sueño de un Mate Party criollo de Cristina no es el sueño de su partido, no por patriotismo ni por altruismo, sino por elemental conveniencia política. Las leyes que hacen falta para sacar a Argentina de este marasmo estúpido de ocho años se lograrán en Diputados y Senadores vía negociaciones democráticas, que nos podrán gustar más o menos, pero que son parte de la realidad política. 
      Habrá duras asperezas con los sindicatos, porque los precios relativos del país deben ser recompuestos si se quiere conseguir crecimiento, inversión y aun crédito a largo plazo. También será durísima e imperfecta la discusión sobre el sistema tributario y la coparticipación, ambos una parodia, que Argentina debe recomponer si quiere en serio desarrollar el interior, que es la mitad de su población y la mitad de su riqueza. 
      Y da escalofríos pensar la lucha casi física que implicará bajar el gasto público y la inflación, donde además del peronismo y del sindicalismo se suma el sector industrial más poderoso y prebendario que pretende asustar al nuevo presidente con los terribles males que la libertad y la seriedad fiscal pueden acarrear a la sociedad. 
      Habrá muchas trabas, muchas huelgas, muchas oposiciones, muchos obstáculos y muchas chicanas sucias y baratas. Pero no un Mate Party. También tiene eso claro Mauricio Macri –cuya actitud zen parece exceder, felizmente, la pose y el marketing– que tendrá que conducir a la sociedad por un camino lleno de minas, bombas cazabobos y otras metáforas bélicas. 
      Tampoco habrá debate ideológico. Los argentinos nos hemos ido convirtiendo en estos últimos 70 años, en gran proporción, en prebendarios, vividores del Estado y trepadores. No ideologizados, felizmente. Por eso el mayor enemigo del gobierno de Macri no será Cristina Fernández de Kirchner; seremos los argentinos. Ella solo es una demora en comenzar la tarea. 
      Al votar a Cambiemos, hemos decidido también nosotros cambiar. El gran desafío y la gran tarea del presidente que asume el jueves no será lidiar con el Mate Party de Cristina: será la de cambiarnos. Menuda tarea. Suerte. 


Periodista, economista. Fue director del diario El Cronista de Buenos Aires y del Multimedios América.

OPINIÓN | Edición del día Martes 01 de Diciembre de 2015

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

La nueva época argentina

Lo que ocurre en Argentina a pocos días de la elección de Mauricio Macri como presidente es la mejor demostración de lo que puede la confianza en la economía y en la sociedad en un todo. La fides latina, tanto en su significado más simple como en el sentido de fiducia, fideicomiso.

Nada es igual. En parte, porque cualquier alternativa es mejor que Cristina Fernández de Kirchner y sus inimputables. En parte, porque Macri trae un mensaje de esperanza, de gestión, de diálogo, de defensa del interés colectivo, de honestidad, de lucha contra la corrupción y la inseguridad y sobre todo, de no caer en el juego arcaico y melancólico de las ideologías, el verdadero opio de los pueblos modernos.

Sin haber asumido, y sin haber tomado obviamente ninguna medida, Macri ha cambiado por presencia el posicionamiento internacional del país, lo ha vuelto a poner en el mapa y ha reflotado el optimismo de los argentinos con vocación de trabajar y producir.

La democracia, cosa que habíamos olvidado con Fernández de Kirchner, es un fideicomiso que la sociedad hace a favor de un gobierno al que confía su futuro. Espera que tanto sus patrimonios como sus esperanzas y necesidades sean cuidados religiosamente y les sean devueltos intactos al fin del mandato, si es posible en mejor situación.

Macri está recreando ese contrato. Finalmente, fides significa confianza, pero también lealtad.

Sus ministros son respetados, formados y con mucha experiencia de gestión, imprescindibles en un país que debe reorganizarse íntegramente, refundar su sistema rentístico y su federalismo, viejo sueño que nunca se cumplió por el totalitarismo de los gobiernos tanto democráticos como militares.

Tienen por delante una misión casi imposible. Por lo menos si se mide el tiempo con relación a los cuatro años que dura este mandato. El gasto público que hereda es un laberinto digno de Dédalo, equivalente a 10 veces el producto bruto de Uruguay. No es posible pensar en una economía sólida en el mediano plazo sin bajar esa monstruosa carga. Pensar en licuarla vía el crecimiento es no recordar la historia, ni entender cómo funciona la corrupción privada-estatal.

Pero al mismo tiempo, Macri tiene un cepo. O un doble cepo. Uno, el que le forzó a colocarse la campaña del miedo de Scioli, que lo obligó a prometer que nada cambiaría, ni siquiera barbaridades como Aerolíneas o Fútbol para todos, para citar obviedades. Otro, su convencimiento y el de todo su equipo y sus consejeros y amigos del establishment de que las normas que deben aplicarse no son las recetas de prolijidad fiscal del Fondo Monetario. En eso, acaso sólo en eso, se parece a Cristina.

El nivel de gasto existente, más el que le arroja incansablemente en sus últimos minutos la expresidenta, más el que se producirá o aparecerá hasta el 10 de diciembre, que excede todo límite de decencia, se multiplicará cuando se vean las cuentas hasta ahora ocultas y se descubran todas las mentiras. A eso habrá que sumarle los juicios de los contratos ocultos y los que iniciarán las empresas amigas de Kirchner, si no sus propias empresas secretas. La mafia alegará sus derechos adquiridos y la seguridad jurídica.

Argentina apostará una vez más al crecimiento. Como otras veces en su historia. Tiene con qué hacerlo, felizmente. Su agro está intacto. Su nivel de desaprovechamiento ha sido tal que es posible imaginar hasta una duplicación de la exportación con probabilidades de acertar. Tiene un crédito externo que ya empezó a golpear a sus puertas, casi sin llamarlo. Habrá que ver si se usa para crecer y sobre todo para innovar, o se diluye en pagar lo que se siga gastando.

El nuevo gobierno se hace cargo no sólo de gastos, déficit económico y deudas financieras. También recibe otras deudas. La de destapar la corrupción que nunca se le perdonará al kirchnerismo y sancionar a los que saquearon la Nación. La de consolidar las reglas democráticas y sobre todo las reglas republicanas para que no vuelva nunca la sociedad a estar en manos de aventureros que usen la democracia para acceder y luego la bastardeen para perpetuarse.

La deuda de llevar al país a ser algo aunque sea parecido a lo que alguna vez fue, en educación, en solidaridad, en cultura, en pujanza. La deuda de recuperar el orgullo y la dignidad del trabajo y el progreso, un hábito que los abuelos de tantas religiones, nacionalidades y raza nos dejaron. Y una deuda superior: la de volver a identificarnos como compatriotas, sin brechas ni odios, más allá de las convicciones o intereses de cada uno.

Ya la ciudadanía sabe que el último brote de putrefacción fue la amenaza de un baño de sangre si se publicitaban los verdaderos números de la derrota del Frente para la Victoria. Como lo hizo Macri, la gente ha preferido dejar pasar este coletazo ponzoñoso final. Quiere mirar para adelante.

En otras épocas, de un oprobio de tal magnitud como el sufrido, se habría salido con un golpe de estado y un borrón y cuenta nueva para poner la casa en orden.

Esta vez se ha cambiado con votos, democráticamente y en paz. Argentina se ha puesto de pie, débil, golpeada, dividida y dolorida, pero ha recuperado la esencia misma de toda mejora, de toda construcción colectiva, de todo éxito: la confianza.

Macri tiene ahora la fiducia por cuatro años. El camino es largo y no es fácil. La sociedad tiene también una colosal tarea por delante. La de la reconstrucción individual y colectiva.

Vamos

OPINIÓN | Edición del día Martes 24 de Noviembre de 2015

Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Macri apuesta al Mercosur; ¿a qué apostará Vázquez? 

En su primera conferencia de prensa como presidente electo, Mauricio Macri confirmó dos datos fundamentales para la subregión, que descontábamos: pedirá la aplicación a Venezuela de la cláusula democrática del Mercosur y hará su primera visita como mandatario a Brasil, al que calificó de futuro socio principal.

Esos datos son trascendentes para Argentina, para Brasil y para Uruguay. Está claro que el Mercosur no puede continuar siendo la nada misma, ni un aguantadero político para gobiernos totalitarios en búsqueda de protección regional para eternizarse.

La reunión con Dilma Rousseff no será protocolar. No solo porque el Mercosur es la única alternativa posible de posicionamiento en el comercio internacional a la luz del retroceso de la libertad de comercio, que ahora se ha replegado al formato de tratados regionales, en definitiva uniones aduaneras, peligrosas para nuestros países.

La particular concepción de ama de casa de Cristina Fernández de Kirchner permitió esos abusos, pagados por Brasil con apoyos políticos inaceptables, como la entrada de Venezuela. Dilma también usó esta unión como una complicidad a su expolio. Ambas mujeres no entendieron el Mercosur como una herramienta de crecimiento sino como una extensión de su relato y de su impunidad.

También ha sido usado por los empresarios de Brasil para potenciar su proteccionismo a expensas de sus socios, para cerrarse en sus cómodos monopolios regionales, para ordeñar por ejemplo las enormes ventajas de la industria automotriz, que cuesta a los consumidores 10 veces más por año que los sueldos de los empleos que crea.

Uruguay miró de lejos el partido. Paraguay vivió bastante tiempo en una situación gratuitamente culposa.

Macri procurará cambiar las prioridades, porque debe buscar una locomotora de crecimiento y alejar el riesgo que crea el TPP, que amenaza con desplazarnos del mercado de carnes, oleaginosas y cereales. También discutirá sobre las reciprocidades entre los dos países, que han perdido equilibrio por el accionar brasileño y por la falta de acción argentina. Habrá muchas asperezas y presiones para sacar al mercado común de su apatía prebendaria.

Uruguay y Paraguay no pueden darse el lujo de mirar el partido desde el palco. Deben tomar un papel activo en esta refundación. El acercamiento a Colombia es otro movimiento posible interesante, ya que ese país quedó afuera del TPP, con vulnerabilidades importantes. La idea será consolidar un bloque sólido y con volúmenes de comercio relevantes que aumenten su peso de negociación. El riesgo de no hacerlo sería alto y grave.

Y aquí caemos de nuevo en el lastre que significa el Frente Amplio en la presente situación. Si continúa con su infantil concepción proteccionista creyendo que así mantendrá el empleo que ya se está perdiendo, Uruguay se quedará solo en la lucha, ya que sus socios regionales no tienen otra opción. Esa lucha solitaria será quijotesca, porque sin otorgar contrapartidas y sin un volumen tentador de negocios, no hay nada sobre qué conversar.

Para tener una oportunidad de éxito en insertarse mundialmente, los socios del Mercosur deberán negociar primero entre ellos y luego con el mundo, con una vocación tan amplia como la que tuvieron los firmantes del TPP.

El presidente Vázquez (Tabaré, para Macri) puede tener una gran ayuda en este muevo impulso que representa el presidente electo argentino, suponiendo que quiera convencer a su frente-censor de la necesidad de apertura.

También él puede ser una gran ayuda para el ingeniero, que necesita crear una corriente regional de cambio que ponga en movimiento las capacidades, no las discapacidades, y que se eleve por encima de las difíciles situaciones políticas que deberá sortear.

Mauricio Macri tiene como tema de fondo de su gestión la creación de dos millones de empleos. El Frente Amplio debería sumarse a ese proyecto. El desempleo oriental es por ahora controlable y ocultable. Pero es. Si se llegase a volver crónico sería muy difícil de remontar. Y no está lejos de ello.

Como alguna vez dijera Perón – cuyos dichos eran más inteligentes que sus actos–, “la oportunidad suele pasar muy queda. Guay de aquellos que no tengan el coraje o el talento para aprovecharla”. l
Por Dardo Gasparré - Especial para El Observador

Lo mejor para Argentina es lo mejor para Uruguay

Disipado el humo del debate supuestamente histórico, pero en la práctica solo retórico, como quedó claro, hay varios indicadores que llevan a pensar que el domingo Mauricio Macri será consagrado presidente de Argentina.

Esa es posiblemente, la mejor opción que tiene mi país en este momento, tanto si se analiza la situación interna como el actual orden económico mundial. Es evidente que el kirchnerismo, en cualquiera de sus formatos, pieles, máscaras y disfraces, ha agotado su tiempo. También ha agotado a los argentinos.

Macri es, al menos, una esperanza. No es eso lo que inspira Scioli.

En el orden internacional, un aspecto clave para estos países nuestros, Cambiemos está mejor preparado tanto para reinsertarse en el mundo como para ofrecer una plataforma de seriedad y respeto por las normas que son de rigor para pertenecer.

Esa reinserción no es optativa. No solo para la obtención de crédito, al que todavía puede accederse en términos razonables. El punto central es el comercio internacional.

Y aquí es donde los intereses rioplatenses convergen.

Por vocación y por los límites que le creará la conformación del Congreso, Macri no podrá bajar el gasto, suponiendo que quisiera hacerlo, fuera de algunos retoques que corrijan evidentes barbaridades.

Debe permitir que el peso se devalúe para resucitar la única generación de divisas de que dispone, que es el agro, pero debe evitar que ello incida sobre la inflación, lo que comenzaría una carrera que no desea. Entonces tendrá que neutralizar el monumental exceso de pesos que hereda, vía la tasa de interés y cortando de inmediato la emisión.

Esas medidas frenarán la inflación pero enfriarán la actividad. Para contrarrestar esos efectos tiene un solo camino: aumentar la exportación y el comercio internacional y generar un inmediato auge de crecimiento que aumente el empleo y neutralice la inflación con incremento de producción.

Seguramente una liberación del mercado cambiario y la vuelta a prácticas sanas de libertad financiera, seguridad jurídica, cumplimiento y seriedad de información crearán un fuerte regreso de inversiones. Eso resolverá las crisis de energía, transporte y caminos. Y aumentará la producción.

Esa combinación de un presidente sin resentimientos y una apuesta al crecimiento representa una oportunidad para Uruguay. Argentina pasará a ser automáticamente un socio interesante y confiable. Al mismo tiempo, recuperará su valor como importante comprador natural de bienes orientales.

Pero el punto más importante es la necesidad de aumentar el comercio internacional de ambos países. En un escenario global que se ha tornado menos generoso con la apertura de mercados, el subsistema rioplatense tiene que conformar una alianza de fondo.

Para empujar a Brasil a un rediseño del Mercosur, hasta ahora un cómodo acuario donde pescaban los vecinos del norte, o para diseñar una estrategia que les permita contrarrestar este nuevo mundo de los TLC, que pueden transformarse –y lo harán– en uniones aduaneras que no solo no nos compren productos no tradicionales, sino que dejen de comprarnos los tradicionales.

Esa tarea requiere mucha cohesión entre los miembros del Mercosur y, como ya he sostenido, la exclusión de Venezuela mientras insista en ser un país de pacotilla. No será fácil de todos modos. Harán falta acercamientos diplomáticos estratégicos con Estados Unidos y Europa y un enfoque conjunto de la aproximación a China y Rusia, no al voleo.

La idea de incorporarse al TPP, como se ha leído en estos días, se opone al concepto geopolítico de ese tratado. A menos que se extienda el Pacífico hasta Punta del Este, algo complejo.

No se puede entrar al TPP, pero se puede negociar con él. O con Estados Unidos, si se prefiere. Aunque el acercamiento excede los aspectos comerciales.

Uruguay no tiene muchas opciones. No puede ser un quijote solitario tratando de negociar con un mundo que no tiene ganas de negociar con él, de paso sin ofrecer reciprocidad. Eso es cierto para los demás socios del Mercosur, aunque en menor medida.

El domingo, Argentina puede comenzar a transitar un camino nuevo en su inserción mundial. Lo ideal es que lo haga en bloque con Uruguay, una alianza natural. Hay un problema, sin embargo. La ignorancia del Frente Amplio de las reglas del comercio internacional, y aún de la diplomacia, puede paralizar a todos sus socios.

Cuando Argentina comience su impostergable recuperación, ello se hará más evidente, y tal vez ayude a un cambio en la sistemática negación de la realidad a que nos ha acostumbrado y se ha acostumbrado el populismo regional.

El gobierno del Frente está aún en su etapa de negación y rechaza cualquier síntoma de recesión y desempleo, que le están gritando que ha llegado al límite. Sus ideas se parecen al pensamiento autocomplaciente y vetusto de Daniel Scioli.

Sin embargo, tal vez se vea obligado en algún momento cercano a abrir los ojos ante la evidencia. El cambio de paradigma argentino lo puede motivar. Es hora de inspirarse en lo bueno, no en lo malo que tenemos.

Es de esperar que cuando se decida no sea demasiado tarde para decir “Cambiemos”. l