Hay que cambiar el capitalismo

Para que la democracia vuelva a ser democracia, el capitalismo debe volver a ser lo que era


El estallido de una nueva versión de guerrilla en Chile pone otra vez en tela de juicio al sistema capitalista, que es en esencia el liberalismo aplicado. Marx necesitaba sacralizar el trabajo dándole un papel de preferencia en la producción de bienes y entonces lo opuso al capital, (tecnología, en términos actuales). 

En vez de entender la forma en que ambos conceptos se interrelacionan y producen riqueza, como dice la teoría liberal, o sea la economía ortodoxa, prefirió inventar una lucha a muerte entre capital y trabajo, convirtió al primero en un ogro explotador y usó la denominación de  capitalismo. Hoy se le llama, con igual propósito denigrante, neoliberalismo. 

El término liberal se usa en EEUU de un modo casi opuesto, pero los americanos son todos un poco Trump desde siempre, de modo que no hay que sorprenderse por esa deformación idiomática precaria. 

Se suele acusar al sistema capitalista de ser culpable de la pobreza, de la desigualdad - ahora llamada con toda deliberación inequidad, para darle un tono de reclamo justo - de que haya billones de personas con pocas oportunidades en el mundo, como si algún otro método o teoría hubiera hecho antes algo por ellos, fuera de matarlos, esclavizarlos o ignorarlos. Se omite deliberadamente que esas masas olvidadas empezaron a transitar un sendero de progreso y de mejor calidad de vida cuando sus países abrazaron los principios liberales, o capitalistas. Antes de ese momento, eran ignorados por todos los sistemas y por sus religiones, como el dramático caso de India, donde la resignación está contenida en su formato de castas inexorables. 

Pero aún si se da validez a las críticas al capitalismo liberal - para unificar el concepto - se puede observar que todas las fallas que se le atribuyen, en realidad se han producido y se siguen produciendo cuando se quiere eludir sus enseñanzas, sus reglas, las consecuencias de la acción humana que tan bien describiera von Mises. Así, se fueron buscando trucos matemáticos, seudoteóricos y dialécticos para justificar excepciones que permitieran a los gobiernos (políticos al fin) eludir las consecuencias de sus desvíos sin efecto aparente, con lo que se ha generalizado la creencia de que el capitalismo es algo viejo, que no se ha adaptado a los reclamos de las sociedades modernas, como si los deseos de la sociedad fueran suficiente argumento para cambiar las reglas de la economía clásica, que describe y anticipa con precisión los efectos de cada distorsión, de cada exceso, de cada desvío. 


Ese voluntarismo fomentado también se podría llamar populismo, en cuanto simplemente busca satisfacer lo que quieren las sociedades, que es el obtener el mayor beneficio con el menor esfuerzo. En el afán de congraciarse con su electorado y así poder justificar su presencia y su frondosa participación en las ganancias, los políticos hacen creer a la población que las ventajas que se obtienen gratuitamente sin esfuerzo, trabajo, formación y talento no tienen contrapartidas carísimas, con lo que terminan desilusionándose del capitalismo cuando en rigor deberían desilusionarse del sistema político que las estafa, hoy llamado pomposamente democracia. 

Para poner algunos ejemplos. Cuando la población se duplica en menos de medio siglo, o se triplica en un siglo, la economía requiere que ocurran paralelamente algunos fenómenos inevitables:

a.    que bajen los salarios o se flexibilice la legislación laboral. 
b. que se eduque a los trabajadores en las nuevas necesidades de conocimiento. 
c.  que aumente la inversión para agregar más tecnología (capital) que permita mejorar el output.
d.   que aumente la innovación con igual propósito. 

Si en cambio esos pasos se evitan, se impiden por el medio o razón que fuese, faltará empleo, estallarán todos los sistemas de pensión, los precios serán inalcanzables para una buena parte de la población, igual que los servicios esenciales. 

Si se intenta proteger a una industria local de la competencia externa, los precios serán siempre relativamente altos, la calidad siempre relativamente baja, las opciones pocas, el empleo será pobre y el crecimiento y el comercio internacional escuálido. 

Si se controla el tipo de cambio, la especulación interna y externa será una constante, la inversión será pobre, la exportación provisoria y precaria, las reservas siempre se aniquilarán y la productividad y aún la producción caerán. 

Si se intenta acelerar el proceso de eliminación de la pobreza o la desigualdad por medio de impuestos, la inversión caerá, el consumo caerá, y además el valor agregado del consumo caerá. También caerán el ahorro (inversión interna) y la inversión externa. La competitividad caerá y con ella la exportación y la importación. 

Si en vez de eso se intenta financiar el gasto solidario con emisión, se tendrá alta inflación, tipos de cambios fluctuantes y crecientes con espiralización cruzada, aumento de la pobreza y la desigualdad, baja inversión y finalmente, baja importación, baja exportación, bajo consumo y finalmente más carencia generalizada. 

Si se intenta aumentar el valor de la jubilación sin respaldo, se deberá recurrir a nuevos impuestos, o a emisión. O a endeudamiento interno o externo. Lo mismo vale para cualquier prestación que no se compadezca con el crecimiento real del país. Con las consecuencias que se han descrito antes, según el financiamiento que se elija. O se irá a alguna clase de default. 

Si se pretende sancionar a los grandes innovadores con impuestos o prohibiciones, se terminará desestimulando la inversión, la productividad y la calidad de los outputs, con efectos negativos sobre el empleo, primero que nada, y sobre todas las demás variables mencionadas. 

Si se intenta subsidiar el desempleo con planes o pagos permanentes, además del efecto sobre el gasto total con todos los efectos negativos que se describen, se terminará por eliminar la vocación de trabajo, empujando a la marginalidad a buena parte de los habitantes.

Si se quiere dar educación gratuita para todos se terminará dando una pobre educación para todos, donde la inclusión se privilegiará por sobre la excelencia, como es cada vez más notorio. Más allá de los efectos económicos del gasto. 

 Esto se aplica a todos y cada uno de los casos en que la sociedad reclama más acción y beneficios del estado, a cualquier nivel de ingresos, en cualquier papel que le toque ocupar a cada factor en la escena nacional. 

Por eso el nivel de intervención estatal y de financiación del estado de los costos de beneficios a la población deben mantenerse acotados y dentro de parámetros de subsidiaridad, temporalidad y sustentabilidad. Porque de lo contrario el efecto de esas acciones terminan empeorando la situación que se intenta aliviar. 

No importa el tamaño de la economía. Esto ocurrirá en cualquier país donde se intenten estas excepciones, aunque el efecto pueda demorarse un poco más en casos de grandes potencias, que además en una primera etapa pueden exportar esos efectos a otros países menores.

También la falacia de otorgar estas ventajas a cuenta de un supuesto crecimiento futuro originado por esas mismas concesiones estalla siempre en un desequilibrio presupuestario de magnitud. 

Un dramático ejemplo mundial se observa cuando los gobiernos intentan evitar las recesiones, fruto de los ciclos económicos, con emisión monetaria, baja de tasas de interés a niveles anticapitalistas y mecanismos de compra espuria de acciones y bonos de empresas.  O rescatan empresas fundidas. El experimento suele tener éxito un tiempo, para estallar en alguna burbuja que deja un tendal de víctimas inocentes, o terminar con el estado financiando a los que lucraron con semejante idea, otro mecanismo fatal de gasto con todos los efectos ya descriptos. Siempre el sistema se recupera más rápidamente de una recesión sin intervención del estado que con su intromisión. Como se recupera más rápido y con menos daño de un déficit bajando el gasto que subiendo impuestos. 

Todos los efectos negativos que se atribuyen al sistema capitalista, son en realidad excepciones que se han intentado a su concepto de fondo, a pedido de pobres y ricos, de empresarios y trabajadores, de gente con trabajo y de gente sin trabajo, de damnificados y beneficiados, en nombre de la solidaridad, de la creación de empleo, de la patria, de la defensa de la industria de un país, de los derechos inalienables de algún sector, de los derechos humanos o de cualquier otra cosa. Y a los efectos acumulados exponencialmente de esas excepciones. 

Los gobiernos, los candidatos y sus economistas no tienen el coraje y convicción técnica para defender los principios de sanidad que configuran y definen al capitalismo. Ni tampoco el coraje político para explicar que la realidad es que no hay manera de evitar las consecuencias de lo que se hace cuando se rompen las leyes de la economía. Con lo que toda la humanidad se siente en el derecho de reclamar todas las excepciones que hagan falta, que se apodan con floridos nombres y doctrinas. 

No hay tal cosa como una modernidad que obliga a cambiar conceptos y decisiones. Hay una enorme mentira que a la sociedad le conviene creerse y a los políticos les conviene hacer creer mientras patean la pelota para adelante. La neoguerrilla chilena no es una excepción. Piñera, con su mea culpa familiar, tampoco lo es. 


Los principios del liberalismo son de tal potencia que es muy difícil concebir una democracia sin pleno capitalismo liso y llano, sin creatividades ideológicas tramposas. Pero los efectos de esa hipocresía global son de tal magnitud que, en las condiciones actuales, ni el capitalismo es capitalismo ni la democracia es democracia. Todo es una puesta en escena con nombres de fantasía. 





Nace una nueva Argentina

El país y el neoperonismo a un paso de recuperar el legado de su líder


El resultado de las PASO  - de una fatalidad inexorable salvo un milagro de las matemáticas – ha tenido el mérito de resucitar todas las cartas a los Reyes Magos, listas de regalos de casamiento, reivindicaciones de privilegios, prebendas, y conquistas sociales que infectan y caracterizan a la sociedad desde la mitad del siglo pasado.

Ello condena a ver en los medios los mismos argumentos, falacias y despropósitos voluntaristas de varias décadas. En esa línea la UIA ha sido, como siempre, el primer adelantado del río del proteccionismo y del ordeñe del consumidor y del contribuyente. Su discurso es el remanido atraso conceptual mussoliniano que transfundiera en nuestro ADN la Cepal de Raúl Prebisch, que ya atrasaba en 1950, cuando se formuló. 

De refilón, habrá que hacer notar el baboso arrastramiento a los pies del número uno de Cristina Kirchner de los prohombres de la gran industria, que siguen fingiendo defender a las Pyme, cuando en realidad con sus ponencias colaboran a fundirlas. 

En esa tesitura de wishful thinking, la central empresaria reedita sus propuestas incompatibles, que se chocan entre sí y que tienen destino de explosión, pero que dejan alta rentabilidad para los privilegiados. 

Ese ejemplo se repite en todos los planos de la vida nacional. Están los que quieren pesificar las tarifas, o sea volver a subsidiarlas, algo que garantiza un colapso energético en breve. Les siguen los que pretenden poner plata en el bolsillo de la gente para aumentar el consumo, lo que inmediatamente merece el apoyo de una fila de economistas en busca de conchabo estatal que sostienen que la inflación no es un fenómeno monetario. Hiperinflación latente.

Quienes se sientan a la mesa redonda de los reyes Alberto y Cristina y  también economistas de fama (no necesariamente de prestigio) convalidan otros dichos de los nuevos magos en el sentido de que hay que bajar la tasa de interés y recomponer los salarios, lo que tendrá efectos instantáneos sobre el tipo de cambio y la inflación, de tal magnitud que resulta más sano no tratar de estimarlos ni menos anticiparlos. 

Los sindicatos y piqueteros hacen cola pidiendo esa recuperación salarial y subsidial del impacto inflacionario, lo que por justo que parezca, si se hace en pocos meses garantiza una espiral suicida arrasadora. Otro economista de primer nivel – de consulta diaria de Fernández - dice ahora que hay que olvidarse del mercado libre de cambios, garantizando así la eterna y nociva presencia excluyente del Banco Central, en la falsificación de moneda y en el regalo de dólares baratos, retomando la idea del ancla cambiaria Cavallista – siempre insostenible en el tiempo - y pavimentando el camino a más déficit futuro. 

Siguiendo con el síndrome Papa Noel, los neoperonistas, tanto la virtual pareja presidencial como sus equipos que generosamente podrían llamarse técnicos, se juegan una vez más al crecimiento, que supuestamente vendrá por el aumento de las exportaciones, que saben que es inviable con la presente carga impositiva, los costos laborales y este gasto del estado. Es posible creer que – en el mejor de los casos – mienten y harán luego lo correcto. Es posible creerlo si quien analiza el tema es marciano sin conocimiento previo de Argentina.  

El otro mantra que circula es la convicción, con algunos argumentos técnicos, de que no hará falta recurrir a una renegociación salvaje de deuda como en 2001, sino que bastará con una reprogramación amistosa de los plazos, “a la uruguaya” manteniendo la misma tasa de interés. Los reyes, lamentablemente, son los padres. Aunque los fondos de inversión - partícipes necesarios del endeudamiento cambiemista - estén haciendo lobby en ese sentido, porque eso los dejaría incólumes y con una gran ganancia, tal cosa no pasará.

Las diferencias entre Uruguay 2003 y Argentina 2020 son tantas y tan largas que habría que hacer otra nota nada más que para explicarlas. Habrá entonces que dar un solo argumento: Argentina no tiene en toda su dirigencia una persona de la convicción, el coraje, los principios y la fortaleza de Jorge Batlle. Si no fuera por él, Uruguay sería hoy un cómplice de segundo orden argentino. 

Con el nombre de default o el que se les antoje, la renegociación será más larga de lo que simplificadamente se cree. Seguramente habrá quitas de capital e intereses y ciertamente no habrá crédito externo por algunos años. Si no se incorpora ese dato clave, cualquier plan o programa carecerá de sustento y se desmoronará. 

La cantidad de despropósitos incumplibles o incompatibles que surgen de los políticos neoperonistas y sus renacidos aplaudidores-babosas son de tal magnitud y cantidad que no es absurdo preguntarse si no se está buscando provocar un reseteo económico-social como el que se produjo o fue producido antes de la asunción de Cavallo en 1991 o antes del milagro de Lavagna en 2003. Lo que, además de canallesco sería ineficaz, porque la recidiva dejará al país tan exangüe que se estaría ante un coma inducido pero irreversible. 

Y por último, se vuelve a hablar del pacto, consejo o acuerdo nacional, que supuestamente permitirá que cada sector se suicide alegremente y se resigne a ser pobre mientras los otros más o menos zafan. Aún suponiendo que ello ocurriese, resulta ilusorio creer que los gobernadores y sus pichones intendentes, que lucen reiteradamente su bajeza y falta de lealtad y consecuencia (al igual que los empresarios, sindicalistas y piqueteros rentados) serán capaces de acto alguno de grandeza. Dicho esto con total prescindencia partidaria. 

La oportunidad que no aprovechó Macri - por las razones que fueran -   para salir de la perversión secular que campea en el sistema y la sociedad argentina, fue única. Creer que ese sistema va a generar el remedio a su propia enfermedad, puede ser un impulso de optimismo, pero no es un ejercicio de la inteligencia. 

Este doloroso 2019, por muy malo que haya resultado, puede llegar a ser menos grave que los años por venir. La nueva Argentina, el sueño de humo que vendió Perón, terminó en sus tres presidencias engendrando un país de pesadilla. Ahora, como en las películas de terror, el neoperonismo se vuelve a encontrar con el destino de fracaso que le trazara su líder. La nación también. 



El observador. 1 de octubre 2019 OPINIÓN 



La rebelión de las masas

Cuando la defensa de los derechos atropella a la democracia, ninguna causa es legítima

La imagen y la voz de la joven Greta Thunberg retumbando en las Naciones Unidas para hacer oír su queja y su ira por la indiferencia ante el cambio climático conmovió la sensibilidad de vastos sectores. Y concitó el enojo de otros. En ambos casos, por razones, intenciones, prejuicios, intereses e ideologías diversas. Se mezclaron, además, cuestiones de género, discriminación, acusaciones, eslóganes y solidaridades ajenas al tema en sí. Como suele ocurrir.

El cambio climático bien puede ser el epítome de las reivindicaciones y reclamos de todo tipo que caracterizan el actual mecanismo de disrupción sistemática de la sociedad mundial. O de una parte de ella. En este caso, potenciada por la amenaza casi teológica del fin del mundo a plazo fijo, que ocurriría exactamente en 2047, no se conocen aún mes y día.

El sarcasmo de la frase no intenta descalificar la importancia del problema ni del reclamo. Ni su gravedad. Tampoco ignorar los abusos aberrantes que ha habido y hay en contra de la naturaleza. Y esto podría aplicarse a todos los otros casos de movimientos reivindicativos. Lo que preocupa es el concepto tan simplificante y adolescente, tan de influencer, tan de Facebook o Twitter, de tomar la instantaneidad, juzgar y querer actuar sobre ella y modificarla de urgencia, haciendo caso omiso de las razones o de los antecedentes, despreciando por ignorancia, comodidad o por puro ejercicio de la posverdad, la historia y, sobre todo, la lectura de la historia, convertida en irrelevante e inútil. 

Eso lleva, en el caso del clima, a omitir recordar, por ejemplo, los graves daños ambientales generados por la mengélica deforestación-reforestación escandinava, con su correlato de genocidio de la biodiversidad, fruto de enormes intereses económicos, para atacar a Brasil, ahora culpable único del calentamiento global. Y a la injusticia infantil de denunciar al voleo a algunos de los firmantes del Acuerdo de París, pero no a EEUU y China, los peores polucionantes, porque han renunciado a ese tratado.

Esto lleva a grandes contradicciones. Los chalecos amarillos en Francia, nacieron para protestar contra el impuesto a las naftas y gasoil, diseñado para desestimular el uso de combustibles fósiles. ¿Habría entonces que hacer enfrentar a quienes protegen el medio ambiente con quienes quieren que el combustible sea más barato? Lo que refiere al punto siguiente. La tendencia a la instantaneidad lleva a desvirtuar reclamos que son justos o atendibles con acciones directas o de alguna forma de violencia, insulto o linchamiento mediático.

No es muy distinta la problemática en todos los movimientos reivindicativos, no solo los del clima y la polución. Casi todos reclaman derechos que no se pueden ignorar y que son inherentes a la persona. También casi todos terminan en algún tipo de violencia, insulto, grito o escrache que ignora los derechos ajenos. Como si además de querer elegir libremente, se quisiera impedir que los otros eligiesen libremente. Con lo cual se termina transformando un reclamo válido en una grieta  insalvable, en una imposición de las propias creencias sobre el resto. No basta con reivindicar el derecho de uno mismo y “visibilizarlo”. Se debe conculcar el ajeno. La sociedad debe ser modelada según el criterio de quien se siente afectado, tal vez para evitarse hasta el complejo de ser distinto. Una suerte de cobardía. Un formato de closet.


Hay otro punto en común que resulta más grave: la deliberada ignorancia a las reglas de la democracia. Así como se consideran innecesarios el conocimiento y el estudio –algo genético en las redes– se considera superfluo el respeto por la democracia, que solo vale cuando se consiguen leyes que responden al propio criterio, no cuando contemplan el del otro, en cuyo caso merecen la sublevación, el escarnio o el incumplimiento.

Masa contra democracia. Si viviera Ortega, estaría ya escribiendo los primeros capítulos de la temporada 2 de La rebelión de las masas, su obra maestra. No hace falta formarse, no hace falta estudiar, no hace falta trabajar, no hace falta votar, no hacen falta argumentos sólidos. Basta con insultar, marchar, descalificar, escrachar, ignorar y romper.
En el extremo del absurdo, también en el extremo del abuso, está el movimiento antivacuna. La peor violencia contra un hijo. El mayor desprecio por la ley. Y otra vez, un escupitajo en la cara de la sociedad que sufre y paga (sic) los efectos de la ignorancia transformada en casi religión y en derecho humano.


Ahora, con un nuevo enemigo externo, como describiera Orwell, que encantará a todos los totalitarios: la amenaza del fin del mundo. Arrepentíos, el fin está cerca.

En qué nos equivocamos los argentinos


(No es necesario leer todas las notas de referencia, salvo si se quiere profundizar)


Se escuchan críticas a la gestión de Cambiemos que intentan explicar el cachetazo del resultado de las PASO. Muchas de ellas pasan por los aspectos económicos. Con razón. En este blog se pueden encontrar al menos quince notas donde aún desde antes de asumir se advierte al presidente Macri de esas equivocaciones. Basta como ejemplo el error de endeudarse monumentalmente en dólares para pagar gastos corrientes en vez de usar esos fondos para costear la transición entre el despilfarro y la seriedad. Ver nota.

La discusión en rigor nunca fue entre la timorata idea del gradualismo y un degüello del presupuesto que dejara en la calle a un millón y medio de empleados del estado, vagos o no, y que dejara sin subsidios de un día para otro a millones de beneficiarios y sus punteros mafiosos, por muy justo que ello hubiera sido en muchos casos. Ver nota.

La discusión fue entre un gradualismo engañoso sin plan ni metas, que estaba condenado a fracasar - como se vió -  y un plan con metas graduales debidamente comunicado a la sociedad, con rendimiento de cuentas periódicos, que se expusiera a los mercados mundiales, y que hubiera convertido el endeudamiento sin destino en una inversión para transformar el país en una economía productiva y generadora de empleo. Eso es exactamente lo que se hizo en los casos más exitosos de salida de la gastomanía estatal, comenzando por Suecia. Ver nota.

La poca predisposición a hurgar en las cuentas detalladas, la creencia de que “incendiarían el país” si se encaraba cualquier reforma, la necesidad de conseguir apoyo legislativo de la oposición para la formulación de leyes, el intento de reproducir el mecanismo de favores conque se gobernó CABA en minoría, el miedo a no poder cumplir el mandato completo, y la creencia pueril de que el crédito sin ajuste sería eterno, terminó en un pedido desesperado al Fondo, y en un plan tardío de ajuste que cayó sobre el sector privado y las Pyme, sin tiempo para dar frutos. Ver nota.

La lucha contra la inflación estaba perdida en el mismo momento de lanzarse, cualquiera hubiera sido el método que se usase, salvo el de parar la emisión y el déficit. La recesión era inevitable con cualquiera de los caminos, errados o acertados. La diferencia hubiera podido darse en la velocidad de recuperación, cosa que no pasó. 

También en este sitio hay otras quince notas donde se puntualiza el accionar estilo marabunta del peronismo, que, en la práctica, y a un alto costo, aprobó sólo las leyes que implicaban mayor aumento impositivo, mayor endeudamiento y mayor gasto. Ver nota. Otra nota.

Esas leyes costaron caras por las negociaciones a las que obligaron, donde cada sector del peronismo en sus mil formas le fue sacando una libra de carne a Cambiemos, hasta dejarlo desangrado y moribundo. Ver nota.También a la sociedad. 

Pero no es ahí donde puede encontrarse el mayor error de Cambiemos y acaso el de toda la sociedad, confundida por la droga barrabrava del hinchismo fomentado y sus pequeños o grandes resentimientos y odios. 

Por descabellada que fuera la plataforma o la ideología de una fuerza triunfante, ese triunfo no debería partir el país, cambiar su rumbo con un golpe de timón alocado, poner en riesgo la convivencia, la justicia, la seguridad jurídica, los grandes lineamientos geopolíticos, el derecho de propiedad, el derecho, simplemente. Como resulta absolutamente impensable que se adopten políticas públicas en una sociedad que es lo más parecido a unas carnestolendas, lo que debe asegurarse es el derecho de las minorías, el supuesto básico de la democracia. 

El problema que tiene la sociedad y también el resto del mundo, con el kirchnerismo y que podría darse con cualquier otro partido o movimiento, es su tendencia absolutista a imponer su criterio por la fuerza, incluyendo la fuerza de leyes arbitrarias y sin un adecuado mecanismo de controles. Tanto políticos como jurídicos y mucho más de la justicia. 

No se puede definir como democracia un sistema político en el que un gobierno con Congreso propio y justicia intimidada o comprada, impone sus convicciones, caprichos y hasta impunidad sobre toda la sociedad. Y esto tiene validez desde los movimientos de reivindicación de todo tipo hasta la épica rentada de los derechos humanos. La vocación de imponer las convicciones personales sobre el resto de la sociedad no tiene mucho de democrático. 

No sólo Macri, se equivocó, sino todos nos equivocamos. Al no poder cambiar las bases de un sistema político que, desde el vamos, garantiza el predominio de oligopolios partidarios que controlan y prohíben las postulaciones de candidatos individuales a las bancas de diputados o senadores. El sistema que se plasmó desde la Constitución socialista de Alfonsín fue evolucionando hasta convertirse en lodazal en que cualquiera que quiere postularse es obligado a entrar en sucios manejos, compras de lugares en las boletas, negociaciones turbias con partidos-sellos-de-goma, carreras de obstáculos que sirven para desgastarlo y desanimarlo. 

Una democracia de doble boleta sábana. Las que se votan en los grandes distritos para legisladores, y las boletas bandoneón donde en el mejor estilo caudillesco barato se mezclan deliberadamente cargos diversos, pero que se pueden desdoblar y cambiar de fecha alegremente según le convenga a cada mandamás. Una burla. 

Las mismas PASO, ese lamentable invento kirchnerista que funciona como una criba de opositores, restringe drásticamente la postulación individual de candidatos a legisladores, o peor, lleva a la lista única en todas las candidaturas. Una perversión que pone en manos de dos o tres capos (Sic) la rigurosa preselección de candidatos. 

Por supuesto que la nómina continúa con la desproporcionalidad en el sistema de elección de senadores, y aún de diputados, la intromisión de los partidos en el Consejo de la Magistratura, una burla a la república, y el engendro en que se ha convertido el Ministerio Público, que pone en manos del poder de turno una herramienta peligrosísima. 

Al asumir, Mauricio Macri prometió modificar el sistema político. Como era previsible, el intento fracasó, enredado en un lobby antitecnológico que neutralizó la urna electrónica y que empantanó toda la discusión hasta llegar a la nada. Preocupados por la economía, los ciudadanos dejaron de lado el tema que sin embargo era fundamental. 

La situación de incertidumbre local y global que se plantea hoy no existiría, por lo menos en este grado, de haberse realizado esos cambios, entre ellos el de todo el sistema electoral. Ver nota. Otra nota.

El sistema debería reunir, en la letra y en la práctica, las condiciones mínimas para que una elección no se transformara en una cuestión de vida o muerte, de éxodos y retornos, de odios y revanchas, de desesperación y grito, de miedo y castigos, de carpetazos que cambian de lado, de jueces que se doblan con el viento, de sobreseimientos e indultos, de procesamientos que cambian de dirección, de impunidad y lavado de pecados, de temor por el patrimonio o por la pérdida del estilo de vida, o de los principios de cada uno. 

El sistema debería ser tal que cualquiera fuera el resultado de una compulsa electoral no haya que tener miedo. Ni de Cristina Kirchner ni de nadie. Esa es la grieta que hay que sellar. Esa era la prioridad de estos cuatro años. Al no entenderlo nos equivocamos todos.