No hay capitalismo sin capital  (III)


Globalmente: sin moneda no hay paraíso, ni recuperación





















Se sabe que el valor de una moneda se basa en la confianza, más si está respaldada por oro.  En 1971 Estados Unidos, al estiloTrump, abandonó la convertibilidad del dólar con ese metal, pactada en los acuerdos de Breton Woods, que lo ungieron rector del orden mundial desde 1944, pero que lo obligaban a esa disciplina monetaria. 

Roto ese corsé, en 1977 la única misión de la Reserva Federal de preservar el valor del dólar se relegó por ley a segundo lugar. La primera pasó a ser procurar el máximo nivel de empleo. Un antiobjetivo para un Banco Central. 

Las teorías monetarias de Friedman y Nash, opuestas al keynesianismo, fueron usadas y deformadas por teorías ad hoc como la Modern Monetary Theory más la reinterpretación inversa de la dudosa curva de Philips, que creen que en ciertas condiciones la emisión monetaria no produce inflación y, en el extremo, que una “sana” inflación produce más empleo.

Ese desvió de los fundamentals se exageró cada vez que la FED sintió la necesidad de salvar a Wall Street de sus aventuras, lo opuesto a los principios liberales que apuntalan al capitalismo. Al aflojar la mano en la emisión, se condenó a tener que esterilizar los excesos manipulando la tasa de interés; poco de capitalismo y nada de liberalismo. Esa práctica fue exitosa y seria en la época de Paul Volcker, errática durante Alan Greenspan (duro y exitoso con Bush padre, concesivo y poco serio con Bush hijo), desesperada con Ben Bernanke, prolija y lenta con Janet Yellen, sin luces con Jerome Powell. 

Al autoadjudicarse la nueva función de salvar a los Gordon Gekko, la FED destrozó sus mandatos, aunque no se note al instante. La mezcla es fatal: escasa regulación sin ninguna consecuencia económica para los prestidigitadores, más dos conceptos perversos: el de Too Big to Fail y el Moral Hazard. Al saber que siempre el superman de la FED acudirá a salvarlo, los ejecutivos toman riesgos absurdos y a veces delictivos porque además saben que nunca irán presos. (Moral Hazard es un término que aplica al tenedor de una póliza de seguros que actúa desaprensivamente porque su asegurador pagará) Si se une a la trampa de los bonus y las stock options de la nota previa, se está ante una asociación ilícita tácita y continua. 

El rally de delirantes moderno se inicia con el Long Term Capital Management, un Hedge Fund, fondo de riesgo, o timba creado en 1994 por John Meriwether, despedido de Salomon Brothers y sancionado por prácticas poco claras. El fondo contrató a dos premios nobel, logrados por sus ecuaciones para prever el comportamiento de los derivados, que son otro invento o humo, del que toda entidad seria debería huir. Igual ocurre con los Hedge Funds, que deberían estar bajo la órbita de la Dirección de Casinos. La FED y la SEC no los supervisan, pero los salvan cuando colapsan. 

El LTCM produjo en tres años ganancias de 43% anual. (¡Y bonus!) Los grandes bancos le prestaron insólitas cantidades para las apuestas, sin ningún respaldo ni análisis, lo que habría merecido al menos una investigación sobre los CEO’s. En 1998, como era obvio, el fondo se fundió. En vez de una demanda penal, la FED forzó a varios bancos a comprar el fondo y liquidarlo a pérdida, quien sabe con qué promesas y garantías. La libertad de emisión y la generosa ceguera regulatoria compensaron las pérdidas. Al poco tiempo Meriwether creaba otro Hedge Fund. 

La crisis de 2008 fue aún peor. Un grupo de audaces securitizó hipotecas de alto riesgo. Los bancos las ofrecieron a sus clientes como grado inversor, apoyados en un seguro que otorgaba una sola compañía: ING. Cebados, compraron su propia basura para aumentar su ganancia nominal. Los CEO’s ganaron fortunas en bonus y los bancos en comisiones e intereses ante la mirada mansa de Greenspan, que en sus memorias balbucea al explicarlo. Al estallar la estafa la burbuja era tan grande que la FED y el BCU debieron salvar a todos. Sólo cae Lehman Brothers, que llevó su soberbia y el concepto de Too Big demasiado lejos. Nadie fue preso. 

Merrill Lynch, en manos de unos pillos, rifa su visión de banca irlandesa católica, y compra a sabiendas esas acciones basura, una estafa al sistema. Luego engaña a su comprador-salvador obligado, el Bank of América, y paga los bonus a sus ejecutivos luego de la venta, sobre papeles que ya no valen nada. Nadie fue preso. 

Bernanke, reparte billones, compra acciones privadas para no caer en el error de la FED en 1929Los bancos centrales del mundo salvan a todas sus empresas involucradas, ING incluida, con el método de emitir más moneda y comprar acciones privadas. 

La reabsorción de tanta emisión y la reventa de activos privados comprados apenas promediaba cuando llegó Trump con su idea de devaluación y tasa cero. Powell opuso una vacilante resistencia que terminó de caer con la pandemia, como en tantos países. 

Pero la tasa cero es la negación del capitalismo. Facilita y aumenta la deuda privada y así perpetúa las empresas ineficientes. Vuelve invisible el déficit de los países. Adjudica al voleo los recursos. Las salvaciones estatales impiden la depuración de mercados y empresas obsoletas y el surgimiento de nuevas alternativas. Tratar de evadir los ciclos económicos y las recesiones también impide corregir los excesos en precios relativos. La combinación de esos elementos y la creación de una moneda que ya es siempre falsa con la pulsión de la emisión no conforman un capitalismo sostenible, son apenas un avatar, un zombi de él. 

Un capitalismo sin moneda ni tasa no traccionará del mundo. Tal vez pueda recuperar parcialmente a EE.UU. pero nada más. Un nuevo Breton Woods es imprescindible pero inviable. A menos que el próximo presidente americano sea un estadista de mirada universal. De lo contrario el estadista tendrá ojos rasgados. 








Vicentin: madura el nocaut


La Argentina de Cristina se imita a sí misma obsesivamente en sus fracasos, pero en el fondo quiere ser Venezuela

















El canciller Talvi debería ir buscando algún eufemismo para definir el sistema de gobierno al que inevitablemente marcha Argentina, no sea cuestión de que cuando madure -o madurice- el plan de Cristina Kirchner no encuentre palabras para definirlo sin comprometer su neutralidad. Suponiendo que un canciller deba ser neutral. 

La intervención con anticipo de expropiación de la concursada aceitera y operadora de oleaginosas Vicentin, anunciada el lunes, es un compendio de la historia económica del estatismo argentino de los últimos 75 años, y también un vademécum de las barbaridades sistémicas en que ha incurrido el país cada vez que el mesías de turno decidió meter sus dedos en las empresas privadas con cualquier excusa. 

En primer lugar - aunque esto no sea relevante para una sociedad ya acostumbrada a que la Constitución es de goma y la ley es optativa, la medida de la intervención es tres veces inconstitucional. Primero, porque el Poder Ejecutivo no tiene facultad alguna para intervenir una empresa privada. Segundo porque una empresa en Concurso preventivo de acreedores sólo está bajo el poder del juez, y debe ser gestionada por sus dueños. Tercero, porque el presidente emite a estos efectos un DNU al que no está autorizado por el Congreso en su también inconstitucional delegación de poderes. 

Obviando esos detalles habrá que recordar que absolutamente en todos los casos, desde 1946 hasta aquí, en que el estado metió sus manos en una empresa privada, además de incurrir en gastos y dispendios (legítimos y no) exorbitantes, terminó perdiendo juicios monstruosos. Sin excepción. El caso YPF es un fácil ejemplo. Pero hay cientos de casos en que, al intervenir una empresa con deudas y problemas, el país se terminó comprando todas las culpas. Como se sabe, el estado argentino es especialista en perder juicios. Al punto que algunos mal pensados, como este columnista, creen que deliberadamente se cometen errores que dan pie a estos reclamos. La Corte del Distrito Sur de Nueva York y el Ciadi están llenos de los carísimos cadáveres de estos experimentos. 

El anuncio de que, además, se expropiará la empresa, (que exportó alrededor de 3000 millones de dólares el año pasado y es una de las 20 más grandes del país y propietaria mayoritaria de la mayor planta de procesamiento de soja del mundo) abre otra etapa costosísima y peligrosa. Al saltear el procedimiento concursal incipiente, el precio a pagar será siempre discutible. Nadie puede olvidar la bravata de Axel Kicillof, el minúsculo gobernador de Buenos Aires, que sostuvo que Repsol tendría que pagarle a Argentina por la expropiación, con el final – aún abierto – conocido. 

La insistencia discursiva innecesaria de Fernández explicando cual el doctor Strangelove de Peter Sellers que se trata de una idea de su coleto que viene elaborando hace tiempo, confirma que ha recibido instrucciones de la señora de Kirchner, que no hace estas cosas para la historia sino para su hijo y heredero político, a quien sueña ver con la banda (presidencial). Los bonistas y el FMI seguramente tomarán nota de que lo que más temían ha ocurrido: Cristina conducción. Más de un acreedor se está preguntando hoy si tiene sentido aceptar una reestructuración de una deuda que no hay modo de cobrar en un país que no tendrá dólares. Ni siquiera cabe hablar de lo que la medida significa para la inversión, porque la inversión no tenía ya oportunidades.

Cada uno de los argumentos de apuro esbozados en la decisión que se atribuye Fernández es evidentemente falso, al punto que se vuelven ofensivos para los ciudadanos. La soberanía alimentaria por caso, frase que retrotrae a Perón, a Castro, a Chávez a Maduro y a tantos populistas, no es aplicable a una empresa exportadora de productos no alimenticios, menos en un mercado que funciona hace más de un siglo y que es simplemente tomador de precios. 

Tampoco ayudará a los productores acreedores, ni el gobierno explica de dónde sacará los fondos para pagar la deuda de la empresa. Ni hacía falta asegurar la compra de la producción a los agricultores de la zona. Sobran acopiadores, operadores y factores en el mercado, además de que había interesados en participar de un rescate de Vicentin, que no parece haber incurrido en una maniobra dolosa, sino que llegó al Concurso por dificultades originadas en el tipo de cambio y los mercados futuros, avatares no desconocidos en la actividad agropecuaria. Tampoco despidió trabajadores ni incumplió con el pago de sus sueldos. 

El peronismo tiene un toc con el campo. Por los dólares que genera, porque no entiende el negocio y cree en complots cambiarios, y porque Cristina siempre quiso domar a un sector al que considera insubordinado y rebelde. Ahora se agrega la desesperación por la falta de divisas y la idea de crear una empresa testigo, argumento también estúpido en un mercado experimentado y global. No se puede omitir el recuerdo del IAPI, el engendro de Perón, que monopolizaba la exportación. 

La idea de pasar el gerenciamiento de la futura expropiada a YPF es todavía jurídicamente más delirante, como sabe Uruguay. No sólo la petrolera está al borde del nocaut, sino que se trata de una empresa que cotiza en bolsa en Argentina y sus ADR en Wall Street. Otra mezcolanza legal dudosa y litigiosa. 

El miedo a la intromisión de una empresa extranjera en la compañía en dificultades omite el hecho de que el kirchnerismo ha hecho todo lo posible por debilitar al sector local del negocio, partiendo del sistema de retenciones ahora exagerado por un mecanismo multi-tier cambiario que lo condena a la dependencia de grandes capitales. Nada mejor que el cepo y correlatos para debilitar a los acopiadores locales y ponerlos en manos del cuco extranjero. Queda por ver si los productores que vendían a Vicentin colocarán ahora sus cosechas en la Vicentin estatal, a menos que sean obligados, otro despropósito.  

Más allá de todas las declaraciones y dialécticas, el mensaje de esta medida, del tipo de las que Fernández aseguró hasta hace dos días que jamás tomaría, (su palabra también se devalúa) es un avance y un mensaje que no sólo el campo sino todos los mercados tomarán en cuenta. Con el temor y fuga correspondientes. Y con el riesgo de que todo populismo que fracasa se convierte en opresor, lo que la ciudadanía debe tomar en cuenta. 

El agro argentino es el equivalente al petróleo venezolano en varios sentidos. Y está sufriendo hace tiempo los mismos ataques. Y tendrá las mismas consecuencias que en Venezuela: pérdida de generación de dólares. Algo fatal para un país endeudado. Por eso los bonistas estarán ahora repensando y recalculando la sustentabilidad de la deuda, sobre la que tanto alardea el ministro Guzmán, que curiosamente, no parece ser parte ni opinión en este asunto crucial. Es cierto que él es sólo ministro de la deuda, no de economía. 

Subyacentemente, debe recordarse que el peronismo nunca toma medidas con un solo objetivo. Siempre sus reglas deben ser miradas al dorso. Siempre hay un negocio para alguien oculto. Mucho más en estos caprichos-imposiciones de la dueña del poder. 

Con la excusa de la pandemia, (el caso de Vicentino no se origina en ella) el gobierno viene tomando una serie de decisiones cambiarias y de exportaciones e importaciones que claramente atacan la única fuente de ingresos de divisas del país, además de su negocio más importante, y ahuyentan la creación de cualquier nuevo emprendimiento. Este es sólo un paso más. Así lo cree el mercado y así actuará en consecuencia. 

Es doloroso contemplar cómo Argentina marcha aceleradamente hacia su extinción-venezolanización. Aunque, para Uruguay, ofrece una vez más un gran ejemplo de lo que no hay que hacer. Y al mismo tiempo constituye una enorme múltiple oportunidad, sin necesidad de tener que hacer demasiado para aprovecharla.

Nota del autor. Luego de publicada esta nota, se conoció que uno de los accionistas principales de la empresa se había comunicado telefónicamente con Fernández, y segú el presidente habían tenido una "muy buena charla". 
Luego se hizo público un comunicado de la empresa donde en principio acata la intervención, aunque sometiéndola al juez de la quiebra. El proceso ahora se parece más al salvataje de Ciccone que a la expropiación de YPF, aunque las irregularidades, los costos, las sospechas y los delitos terminarán siendo los mismos, o peores. 
La aceptación de la empresa de la intervención no tiene efecto jurídico ni económico alguno, pero sí es un indicador de la gravedad que tiene esta compleja trama, y permite predecir que las irregularidades aumentarán en gravedad, costo y número. 




Volver al capitalismo (II)

La mano invisible es la solución, pero no debe ser una mano de tahúr


















¿Por qué la columna, en vez de hablar de la pandemia, se empecina en repasar las desviaciones del sistema capitalista? Porque cuando se canse el virus y cese la repartija de subsidios, el mundo deberá levantar de urgencia la hipoteca del miedo. Se sabe que el estado es incapaz de generar riqueza, y es iluso soñar con un capitalismo bondadoso repartiendo alegrías, ya en eso fracasa el populismo. En cambio, es imprescindible contar con un mejor capitalismo que borre los excesos en que incurrió gracias a su propio éxito, que ayudó a taparlos o disculparlos. Más que nunca hace falta un funcionamiento fluido y sano de los mercados, como demostró el fracaso keynesiano de Roosevelt en la depresión de los años 30. 

Las Stock Options de la nota anterior – un altísimo bonus a los ejecutivos basado sólo en el aumento del precio de la acción - luce lógico a primera vista. Como al accionista recibe más por su tenencia, cabe premiar a los CEO’s si la acción sube, un elemental criterio capitalista. Falso de toda falsedad. El capitalismo, que como se dijo aquí es la extensión aplicada del liberalismo bajo una ética protestante, pone énfasis en la empresa. La unión del capital, el trabajo, la innovación y la capacidad de anticipación de las necesidades del mercado. No en el valor de la acción, que es apenas uno de los modos en que puede financiarse.

Benjamin Graham, icono de Wall Street, jefe entonces del hoy billonario Warren Buffet, sostenía en su libro El Inversor inteligente que sólo había que tener acciones de empresas que pagaran sistemáticamente dividendos. Su discípulo agregó el concepto de mantener fuertes posiciones en las empresas que tuvieran buenos managements, ideas innovadoras y gran potencial, sin importar si las acciones no se apreciaban por años. Preguntado sobre el secreto de su rutilante éxito, Warren respondió: “hace 40 años que vivo en la casa que compré cuando me casé”. 

Todo lo opuesto ocurrió con los bonus sobre el valor accionario. Los ejecutivos se dedicaron a hacer subir el precio de la acción por cualquier método, no ya por el éxito de la empresa. Los Mergers & Acquisitons populares en los 80 y que aún hoy ocupan los titulares han servido casi siempre sólo para aumentar el valor de la acción sin correlato con la performance de las empresas. Muchas de esas operaciones jamás se justificaron operativamente, ni en los dividendos. Sólo fueron negocio para un grupo de ejecutivos, sus abogados y sus bancos. 

Esa práctica generó ineficiencias graves en las corporaciones, y traspasó varias veces los límites de la moral. Lejos de la esencia del liberalismo y de la infalibilidad de los mercados, la ley de oferta y demanda o la teoría subjetiva del valor. No es capitalismo. Al contrario. Lo lastima. Transforma a los CEO’s en millonarios sin ningún correlato con el éxito empresario, que sería lo justo. Concentra la riqueza entre pocos, pero no engrandece a la empresa, no colabora con la creación de bienestar, empleo o desarrollo. Una riqueza inmerecida, muchas veces un delito. 

La compra de un competidor, a veces una concentración monopólica, hace la magia de duplicar la ganancia de una compañía de modo instantáneo, creando el espejismo de un éxito de gestión, aunque en realidad se aumenta dramáticamente el nivel de endeudamiento, y/o se licua el poder del accionista. Se podría aducir que en un sistema liberal todo esto está permitido. Tampoco es cierto. O no debería serlo. Pero Wall Street, y la SEC convalidaron esta práctica. Buffet es una excepción. 

Por la misma razón, y con iguales efectos, se recurrió a la recompra de acciones. Como es sabido, las empresas se financian de dos modos: con la colocación de acciones, o con préstamos directos de bancos o emisión de bonos. La combinación de esos modos de financiamiento es lo que se conoce como levarage. La empresa usa el mix de financiamiento que le conviene, según las condiciones del mercado. Hasta que los ejecutivos deciden recomprar las acciones de la compañía. Para eso, consiguen la ayuda de un banco-socio, que presta los fondos y emite los bonos si hace falta. (y los ayudan a comprar previamente acciones de la empresa)

Las acciones se recompran en el mercado, lo que eleva inmediatamente el precio, y el ejecutivo consigue un bonus fenomenal al apreciarse su Stock Option. De paso, al haber menos acciones, el ejecutivo y el banco, con las acciones propias que no rescatan, se aseguran el control de la corporación. Se supone que esto también está permitido dentro del sistema capitalista. No debería estarlo. Se contrapone a los principios económicos y éticos. Para peor, aumenta dramáticamente el nivel de deuda general, que después se traduce en crisis de endeudamiento que siempre son subsanadas con emisión monetaria, intervención directa del estado en la bolsa, baja de tasas de interés, compra de activos basura por la FED, un estatismo que difícilmente tenga algo que ver con el liberalismo o el capitalismo. 

Cuando Donald Trump bajó los impuestos a las empresas con activos en el exterior y permitió el reingreso de capitales, supuso que se aplicarían a la inversión y consecuentemente a generar empleos y mejores sueldos. Salvo algunos gestos simbólicos, la mayor parte de esos fondos se aplicó a la recompra de acciones. 

Estos vicios no son “travesuras” o simples consecuencias no queridas. Están torpedeando la filosofía liberal-capitalista en sus mismas bases e impidiendo el juego libre del mercado, a la vez que recurriendo al salvavidas del estado cuando hacen crisis, aumentando la burbuja de la emisión y la deuda. El capitalismo es el único sistema que puede sacar al mundo de esta crisis. Por eso no hay que cambiarlo, hay que aplicarlo bien. 

La columna, ensañada, promete una nota más para el debate.  










NOTA EN EL OBSERVADOR DE MONTEVIDEO




Un plan y un presupuesto nuevo, el mejor camino 
En vez de un campo arrasado, es mejor pensar que la pandemia dejará un campo arado donde el que siembre bien y a tiempo cosechará los frutos
















En algún momento recomenzará la vida, con o sin virus, y sería inteligente no esperar una bandera de largada o una señal del cielo para repensar cada país. Uruguay arrastra otra penosa cuarentena desde que se terminó el cuento de hadas de las materias primas. La economía viene desde entonces durando en vida latente, sostenida con alfileres por un manejo prudente, financiada con deuda moderada e inflación sistémica tolerables, aunque no proyectables, impuestos altos, pero no aún ruinosos, desempleo en ascenso, pobre o nulo crecimiento y marginalidad oculta u ocultada. Un país inmediato, en el borde. 

Los temas de fondo: inversión, déficit, desempleo estructural y por tecnología, crecimiento, competitividad fueron vistos como problemas que irían ocurriendo secuencialmente a lo largo de un tiempo. La hegemonía legislativa e ideológica del Frente lo llevó a no desmenuzar esos fenómenos o a imaginar soluciones simplistas basadas en la idea del estado garantizando el empleo y el salario, o en la aplicación de más impuestos supuestamente solidarios. 

Como otros analistas, la columna sostiene que la pandemia ha acelerado, precipitado las tendencias y las ha hecho ocurrir al mismo tiempo, no las ha provocado. Desempleo, déficit, endeudamiento, comercio internacional, crecimiento, bienestar, pobreza, no son contingencias novedosas, sólo que ahora se presentan todas juntas y descarnadamente. En el caso local, coincide con un cambio de paradigma, o con lo que debería serlo, tras el triunfo electoral de la coalición y la alternancia luego de 15 años de gobierno de la izquierda. 

El progresismo estatista universal y local, aviva ahora la llamada de un mundo nuevo de justicia y equidad que viene, otro sueño dialéctico que evita tener que pensar, tomar compromisos con la sociedad, enfrentarla a la realidad sin populismos ni demagogia. Como esa prédica atrasará más a los que se sienten a esperar el milagro, es saludable que el gobierno esté preparando su plan de cinco años. O cuatro, para ser realistas. 

Un plan creíble, cumplible, con metas y compromisos de los jerarcas, es una herramienta básica para aspirar a crédito a tasas razonables, a inversiones y radicaciones. Déficit, inflación, destino de los préstamos, emisión, deben estar visiblemente bajo control como condición sine qua non. Una regla fiscal simple y contundente fue la clave para el despegue de muchos países, algunos muy parecidos a Uruguay. Debería ser constitucional. 

El plan también hace falta para mostrar el destino del endeudamiento. Las deudas para pagar gastos corrientes siempre fueron presagios de defaults. No faltarán inversores en el mundo, y a tasas accesibles, pero requerirán un plan y un proyecto. Deudas para obras o para financiar la reducción del gasto estatal tendrán una buena respuesta. Difícilmente se hallen recursos para financiar la pandemia monetarista, el gasto corriente o el déficit crónico. 

La emisión a que se ha recurrido globalmente para subsidiar el sistema antivirus paranoico con su inflación subyacente tampoco será convalidada, de modo que sería iluso no planificar mecanismos de absorción y prudencia monetaria para el futuro, por las mismas razones. El pacto suicida oriental de indexar por la inflación pasada toda la economía garantiza el fracaso quienquiera fuere quien lo aplicase. Un buen plan debe incluir un mecanismo para asegurar un equilibrio en ese aspecto que no sea una hipoteca-ancla imposible de levantar. 

La ministra Arbeleche sostiene que un presupuesto base cero es un concepto demasiado ambicioso. Pero hará falta algo muy parecido, al menos en el modo de abordaje. Los presupuestos son un acumulado. De aciertos y errores. De modernidades y obsolescencias. De ineficiencias y de avances. De corrupción y favores. Máxime tras 15 años de un gobierno con mayoría propia, que fue desovando legislación, políticas, gastos y nombramientos que no deberían ser glorificados como inamovibles o santificados como conquistas sociales sin relación con la generación de riqueza ni con el contexto global. El gasto inelástico condena a poner impuestos sobre cualquier cosa, por ejemplo, sobre stocks, un criterio de corto plazo también castigado por inversores financieros o productivos. Eso también debe estar presente en un plan. 

Aceptar que la asignación y el nivel de gastos son intocables y sagrados y que lo único que queda por hacerles son retoques y luego financiarlos con cualquier recurso, sería como pensar que las políticas que se plasmaron en esos presupuestos son infalibles, diseñadas por Dios. Con lo que sería hasta innecesaria una elección. Bastaría con ajustar por inflación el presupuesto del año pasado, o el vigente, más un pequeño plus. Que, de paso, parece ser lo que quiere la oposición. 

Es cierto que tamañas decisión y cambio implican una dura batalla política y mucha capacidad de persuasión y perseverancia. Pero si tal batalla no se libra ahora, ¿cuándo? La pandemia no cambiará las reglas, ni creará riqueza, ni bajará el déficit, ni fundirse o empobrecerse junto con muchos otros es un consuelo. 

Dicen que el virus, o más precisamente la estrategia para evitarlo, dejará mundialmente un campo arrasado donde ninguno de los antiguos paradigmas sobrevivirá. Nunca ha sido así. Basta recordar el número de muertos de las dos grandes guerras modernas y la destrucción masiva de los aparatos productivos y de los individuos que los nutrían, y la posterior espectacular recuperación. 


Mejor sería pensar que lo que dejará el virus es un campo arado. El que siembre lo adecuado en el tiempo adecuado cosechará sus frutos. Los que no lo hagan terminarán pobres y resentidos, buscando un culpable de su pobreza y sus miserias. Nada cambia.