El contagio del virus argentino

Como en toda pandemia, sería saludable mantenerse aislado de la contaminación ideológica, populista y totalitaria del ARN kirchnerista


Al borde del reseteo mundial, importa que cada país haga su introspección sobre sus relaciones internacionales. Localmente, es lógico que el análisis haya empezado por Argentina, por evidentes razones. Razones que habría que revisar. 

Al repasar los últimos 75 años, se advierte que -salvo con Menem - el peronismo y su versión potenciada, el kirchnerismo, han lastimado siempre a Uruguay, con prescindencia de cual fuera el grado de acercamiento o de afinidad entre los gobiernos. El odio a la libertad que profesaba Perón fue sufrido mutuamente en los años 50, si hace falta recordarlo. También ambos pueblos sufrieron el bloqueo que inventó un coimero entrerriano sobre los vitales puentes, inaceptable desde todo punto de vista, arteramente ignorado por el matrimonio Kirchner. 

No sirvió de mucho la afinidad ideológica entre los gobiernos bolivarianos de ambos países cuando Cristina denunció a Uruguay por las pasteras o cuando lo delató ante las orgas antilavado y forzó una sobrerreacción del sistema, tras caratularlo como protector de delincuentes. (Delincuentes kirchneristas, en todo caso) Del mismo modo que -en el sentido opuesto- Macri no tuvo un solo acto en contra de Uruguay pese a los desprecios del Frente Amplio y a las discrepancias en torno a la dictadura de Maduro. 




La acertada afirmación de Jorge Batlle - cuyo único error fue disculparse - sobre la corrupción multipartidaria y corporativa argentina, no cambió las cifras de comercio mutuo, no justamente por su plañidera retractación, sino porque la economía de las empresas y los consumidores funciona de otra manera. 

No parece haber antecedentes que prueben que hacer concesiones ideológicas o de cualquier tipo al patriagrandismo del matrimonio político de Cristina y Alberto Fernández, tendría una reciprocidad beneficiosa para el país y mucho menos que sirviera para afiliarlo a alguna ideología regional capaz de ayudarlo económicamente.  Los afines a tal idea están claudicando, como México, o se están muriendo de hambre. Por eso la renuencia de Talvi a nominar al gobierno de Maduro como dictadura fue incomprensible: ni siquiera tenía utilidad alguna. 

Aún si en un supuesto extremo se creyese que la genuflexión ante cualquier gobierno vecino podría ser una opción válida, resultaría una ímproba tarea subordinarse a algún criterio. Fernández (Alberto) cambia de opinión con cada discurso. El riesgo de solidarizarse con él es doble. Complacerlo hoy es tener que contradecirse junto con él mañana. O peor, hacer enojar a Fernández (Cristina) cuando sale a enmendarle la plana destemplada y groseramente. Y pactar con Cristina o querer ganarse su lealtad, es como pactar con un áspid, tanto por las consecuencias como por el rechazo del sistema mundial que acarrea.

La incursión mediática del presidente Lacalle Pou, que debió haberse limitado a una sola entrevista por  técnica comunicacional, evidentemente ha enojado al kirchnerismo, que no soporta ni los pequeños éxitos ajenos ni la más pequeña manifestación de libertad. Pero no fue una ofensa, ni sería digno que hubiera que consultar con los Fernández cada paso a dar. Tampoco fue decisiva para mover una emigración colectiva hacia estas playas, en el sentido metafórico del término. El gobierno argentino ya ha hecho en pocos meses lo necesario para empujar a su sector productivo y emprendedor a las balsas, si fuera necesario. Esta columna sostiene que no hacen falta estímulos adicionales. Los antecedentes de Cristina y su secuela futura, Máximo Kirchner, son mejor publicidad para la huida que mil entrevistas al presidente uruguayo. 




En término de los intereses estratégicos, que es lo relevante, todo hace pensar que la conveniencia oriental, más allá de las afinidades políticas, pasa por un Mercosur al estilo brasileño y paraguayo, no con la concepción argentina, que será proteccionista a ultranza por varios años. De paso, el vecino rioplatense tenderá más a ser un competidor desesperado que un socio complementario. No por razones políticas o ideológicas, sino porque sólo le ha quedado el agro en pie, con él tiene que mantener un aparato estatal descontrolado que además de tener un costo de gestión burocrática impositivamente insoportable, es una máquina de subsidiar al voleo que absorbe todo recurso hasta dejarlo exprimido como una naranja chupada en un día de calor. 

La actividad comercial entre ambos países no dependerá entonces del juego de las lealtades, ni de los gestos de buena voluntad, sino de la suerte económica argentina, de su demanda interna y de su capacidad de generar dólares, que cada vez luce más flaca y lejana. Argentina, a quien Uruguay tiende a mirar como un país grande, amenaza convertirse cada vez más en un país pequeño, pequeño, y no sólo en lo económico. 

De paso, nada conviene menos a la economía oriental que un gobierno proteccionista y populista en Argentina. Lo que no difiere de lo que ocurre en todo el mundo: nada conviene menos que el populismo y el proteccionismo, propios y ajenos. Máxime en la pospandemia. 

Egoístamente, a riesgo de parecer pesimista, adjetivo conque los amantes de la autoayuda califican a las verdades que les molestan, habrá que recordar lo que saben muy bien los tripulantes de barcos pequeños: conviene no estar cerca del transatlántico que se está por hundir. Eso también es geopolítica. 

El populismo socialista quiere una hegemonía supranacional de poder absoluto, la homogeneidad ideológica y la protección política mutua. Quienquiera fuere el presidente de la nación, en cambio, tiene una sola obligación y una sola misión geopolítica: hacer lo que crea mejor para el país, que lo eligió para eso. El resto es ceniza partidista. 




Todas las soluciones para el sistema jubilatorio son malas

Una de las facetas de la crisis del empleo es el mecanismo de retiro, que se ha vuelto mundialmente inviable y de arreglo casi imposible 


















Es inminente el comienzo de la discusión local sobre la reforma al sistema de retiros, como ocurre globalmente, en todos los casos por las mismas razones: la gente no se muere y el trabajo legal no aumenta en la proporción necesaria para financiar el costo total. 

Por fortuna, parece haberse entendido que cualquier cambio requiere una política de estado, un acuerdo de la sociedad. Esta frase puede hacer creer que el enfoque debe ser solidarista, como ha sido hasta ahora, lo que no es necesariamente así. Las limitaciones detalladas en una columnas previa no permiten demasiado optimismo en ese aspecto. 

Esta nota no osará pergeñar una solución, sino clarificar el análisis de opciones imprescindible para introducirse en la discusión, sabiendo que cualquier abordaje implicará varios años en etapas sucesivas, por la necesidad de adaptación gradual y por lo imperioso de considerar los derechos adquiridos de quienes han aportado toda su vida. Suecia tomó 20 años para completar su cambio. Nadie espera una solución relámpago.  

En muchos países, también en Uruguay, hay una mezcolanza de objetivos y métodos en la legislación tan sensible tema. La compulsividad de afiliación y aportes escamotea el hecho de que el sistema es un contrato entre el estado y el trabajador. En eso coadyuva la denominación de “sistema de reparto”, un modo de transformar la prestación debida por el recaudador de los aportes en una dádiva y de mutar esas contribuciones en un impuesto que paga el trabajador y que encarece el costo laboral. Al unísono, tienta al legislador a agregar rubros solidarios que finalmente son pagados por los propios jubilados y que no tienen relación con los aportes realizados. La separación del impacto en el presupuesto entre esos derechos y esa solidaridad es fundamental. 

Por ejemplo, si se analizan los datos prepandemia se constata que los ingresos por aportes igualan el monto de prestaciones jubilatorias puras. Es decir que -más allá de que las proyecciones apunten a la necesidad de una reforma – hay en la actualidad un equilibrio en el modelo. Pero si se agregan las pensiones de todo tipo, vejez, enfermedad, desempleo, supervivencia, éstas consumen no sólo el ingreso por impuestos predeterminado, sino que requieren un gasto presupuestario que ya va por el 2% del PIB y subiendo. 

Es muy importante separar ambos conceptos, tanto en el análisis como en el manejo futuro. Porque si se decide extender la edad de retiro, o bajar la tasa de substitución, o sea el monto jubilatorio, los jubilados terminan pagando esas pensiones de su bolsillo. Por supuesto que la sociedad puede determinar las pensiones y los subsidios que desee, pero no hay derecho a esconder el efecto de esa generosidad dentro de la ecuación del BPS, porque a la hora del análisis no se desbroza y se simplifica diciendo “el sistema jubilatorio no se sustenta”, con los efectos imaginados. 

Por eso en muchas reformas se ha dado más poder a los afiliados para impedir el uso para otros fines de los fondos recaudados. La cuenta nominal virtual, que muestra en tiempo real el monto actuarial de retiro que corresponde a cada afiliado, es utilizada con éxito en los esquemas modernos. De paso permite elegir alternativas ponderadas de cobro y momento de retiro.  

De ese modo, el sistema sería puro, y las pensiones y todo subsidio solidario se financiarían con participación de impuestos o desde rentas generales y se mostrarían como un rubro presupuestario aparte, no escondiéndolos en las cifras del BPS. Sinceramiento imprescindible. De lo contrario, se corre el riesgo de terminar como Argentina, que en una rara pirueta aumentó los subsidios y pensiones y redujo el ingreso de los jubilados con 35 años de aportes, una burla al derecho. 

También el sistema de prestación definida condena a un déficit inexorable, que se agrava con los mecanismos suicidas de ajustes salariales por inflación y de solidaridad intergeneracional, que por justo y compasivo que fuere, torpedeará cualquier reforma que se intentare. Por caso, se puede alejar razonablemente 5 ó 10 años la fecha de retiro, pero ese alivio, que costará más aportes a los trabajadores, se licuará con el efecto de las pensiones y subsidios costeados por el mismo sistema. Y será difícil seguir pateando el momento de retiro hasta los 100 años. 

Una opción para evaluar sería que la tasa de reemplazo (monto mensual jubilatorio) de la jubilación estatal se manejase individualmente, calculándolo en base a los aportes efectuados, pero ajustados en función de la recaudación total y de la renta por inversión si alguna vez se saliera de la tasa cero. Al estilo de una AFAP. Luego el estado compensaría con un subsidio específico con fondos generales la diferencia entre ese valor y el monto garantizado que decida otorgar. 

El criterio sería transparentar el costo anual presupuestario del excedente de la ecuación actuarial, de modo de revisar la decisión de gasto cada ejercicio, según las posibilidades presupuestarias. La jubilación es un derecho adquirido. El subsidio solidario, no tanto.  De lo contrario, con cualquier reforma que se practicase los aportes irán perdiendo peso en la ecuación y el monto jubilatorio se compondrá de más subsidio y más déficit, hasta convertirse en una variante de renta universal, un dislate que se costeará con más impuestos ruinosos, más inflación perniciosa, o más deuda. Y que garantizará la quiebra del sistema, una jubilación miserable y/o un manotazo a las AFAP. 

Cuanto más subsidios garantizados, más impuestos, mas aportes y más edad de retiro, menos empleo y menos aportantes. Y a empezar de nuevo. Un caso perfecto de círculo vicioso. 






El dramático final de la jubilación

La gente casi no se muere, se muere el empleo y con él, mueren los sistemas de retiro
























La columna expresó hace un año su opinión sobre el futuro del sistema de retiro, en su nota La jubilación de la jubilación. Hoy, como en otros temas, está obligada a reiterarse, para aburrimiento de sus lectores. La realidad y sus urgencias se repiten, también a nivel de tedio.

Un disclaimer: por un lado, está el frío análisis de las cifras globales y sus efectos múltiples. Por otro, el drama de cada individuo, de cada historia personal, de cada sufrimiento, que la sociedad debe reconocer y atender. Hasta donde pueda.

El problema no es exclusivo de Uruguay, es universal, tiene razones múltiples y ninguna solución es buena, todas son regulares. Ni hay una única solución, sino una combinación de causas y remedios siempre temporales. Y nunca hay una fórmula instantánea. En este espacio se ha usado el ejemplo de Suecia, cuyo paraguas jubilatorio quebró en 1993, junto con el país, pese a tener un PIB privilegiado, de altísimo valor agregado, y en ese momento, una presión impositiva socialista plus. La reforma sueca tomó 20 años y dio como resultado un complejo triple mecanismo, con fondos que recauda el estado, pero administrados privadamente. Sólo como referencia. 

Suele explicarse el problema apelando a la demografía y a la estructura poblacional. Por eso se suele postular el impulso de la natalidad y la inmigración al voleo. Tal criterio supone que la demanda laboral es infinita. Cierto es que la economía clásica defiende la teoría de que el aumento poblacional crea su propia demanda y que en consecuencia hay un círculo virtuoso que a más población asegura más empleo. Pero para que ello ocurriese también debería darse el apotegma de que toda oferta laboral crea su propia demanda laboral, lo que no es cierto si el precio del trabajo (salario y otras prestaciones) permanece rígido.

Justamente el crecimiento de demanda laboral se produjo notoriamente en los países de gran pobreza, mucha población y muy bajos salarios, que en el último medio siglo aprovecharon esa situación para producir y vender a bajo costo, lo que la globalización permitió y aceleró. Japón, Taiwán, Hong Kong, China, India, todos los asiáticos, partieron de producir chucherías a precios de regalo y terminaron produciendo tecnología con salarios altos. Un trabajador chino calificado gana varias veces más que un uruguayo en igual nivel, por caso. 

Pero cuando no se da ese esquema de flexibilidad laboral amplia, de crecimiento basado en condiciones y salarios preexistentes muy bajos y competitividad muy alta por la razón que fuere, el crecimiento poblacional vía cualquier método no resuelve el problema, a veces lo agrava. Los negados, pero reales 400.000 empleos marginales orientales muestran cómo ajusta la ecuación cuando crece la población y no se flexibilizan las condiciones laborales, incluido salarios. El voluntarismo choca de frente contra el aumento de población cuando se trata de crear empleo. 

Nueva Zelanda es un ejemplo fácil. Una economía de commodities con una baja población y un alto PIB, puede darse el lujo de ser generosa con sus jubilados. Argentina es otro ejemplo fácil. Una economía de commodities que con una población diez veces mayor, estafa a sus jubilados desde el mismo comienzo del régimen de pensiones, y además los vuelve a estafar cada vez que no le dan las cuentas. No se puede esperar que sólo la mitad de la teoría económica funcione. Más población implica más flexibilidad laboral. Si eso no funciona una de las víctimas colaterales es el jubilado. 

Como en los temas de salud, el aumento de la expectativa de vida empeora el cálculo actuarial y el déficit. Intentar resolver la ecuación por el lado de los aportes es irreal y contraproducente. Ya son suficientemente altos los impuestos al trabajo que se cobran con el nombre de contribuciones a la empresa y al trabajador. (Todos los paga el trabajador, finalmente) Esa es una de las razones que inducen el trabajo en negro, parte del problema. Por el lado de la cantidad de aportantes, ya se ha explicado el efecto de la rigidez sindical-laboral, que sabotea la creación de empleo. Agréguese el efecto del proteccionismo empresario, estatal y privado, que al limitar el comercio internacional y el consumo interno frena la demanda laboral drásticamente. 

La pandemia ha acelerado y aumentado las tendencias. El aumento de los subsidios espanta la demanda laboral de las empresas y desestimula la oferta laboral de los trabajadores y los sindicatos agregan su cuota al defender con su accionar solamente a los que aún conservan sus empleos (y pagan su cuota sindical). Al mismo tiempo, la reacción animal es protegerse, como hace Trump, con lo que baja el comercio mundial y con él baja el empleo. Y hasta se piensa cobrarles contribución jubilatoria a los robots. 

A esta altura del análisis siempre surge la comprensible apelación a la solidaridad. Alguien que ha trabajado toda su vida no puede, al llegar a los 60 años, ser abandonado a su destino, es el argumento. Sin entrar a analizar si ese límite es justo, si se compadece con la vitalidad de las personas de esa edad o no, esa verdad choca con otra verdad: también es gravemente injusto que, para resolver ese problema, se deje al garete al que tiene 20 años y necesita insertarse laboralmente en la sociedad. Y efectivamente eso ocurre. La rigidez proteccionista laboral, las contribuciones jubilatorias, el proteccionismo empresario en nombre de preservar y crear empleos, terminan golpeando a las nuevas generaciones y dejándolas sin esperanzas al comienzo de su vida adulta. Y lo mismo pasaría si se aumentase la edad de retiro en un régimen laboral inflexible. 

Hasta aquí, apenas el planteo del problema. La próxima nota tratará de las soluciones. Si las hay. 






El sabotaje sindical al empleo y al estado

El odio de los gremios contra un estado que no quiere ser populista daña a los trabajadores y a la sociedad





















La última semana el sindicalismo opositor oficializó dos campañas incendiarias. Una la de la Federación de Trabajadores de Ancap, (Fancap), que ratificó su oposición frontal a la LUC en los temas específicos del sector y reclamó al Pit-Cnt impulsar un referéndum revocatorio contra todo el modelo del gobierno, al que califica de neoliberal, por supuesto. 

Se comentó aquí la paradoja de que en nombre de la esencialidad estratégica se otorgue el monopolio de ciertas áreas al estado, esencialidad que se olvida cuando se trata de las conveniencias gremiales, no importa el efecto sobre la sociedad.  Una huelga contra el estado-patronal no es coherente con el modelo social-comunista, que supone que el estado es la solución al robo de la plusvalía por parte de los explotadores. Cómodo doble estándar. 

Es peor cuando se intenta, desde el sindicalismo, imponer o defender la política de un sector. En ese otro abuso incurren los gremios docentes y médicos cuando se sienten autorizados y capacitados para imponer modelos o políticas. La función gremial es la de velar por los intereses laborales de sus representados. Si toma posiciones que intentan cambiar el sistema en el que se desempeña lo hace como cualquier grupo de ciudadanos que opina o peticiona. Pero no puede, legítimamente, utilizar recursos gremiales para imponerlas. 

Se agrava cuando, como Fancap, usa sus paros para imponer cambios en las política generales del estado, que intenta modificar con una mezcla de acciones de fuerza y utilización del referéndum como sustituto del sistema electoral, un reemplazo del modelo republicano de tres poderes por la agorafilia, que haría imposible cualquier orden. El caos, el proyecto disolutorio de la izquierda global. 

Es el Parlamento el que debe determinar, por caso, si se desmonopoliza o no la actividad petrolera de Ancap. No el gremio, que no tiene ningún título para hacerlo.  De lo contrario, no debería hablarse de democracia, sino de un corporativismo oscuro ni siquiera socialista, más bien fascista. 

Porque es evidente la intención de mantener un monopolio estatal-sindical que le ha costado muy caro al consumidor y al contribuyente, no ya por la impunidad de la ineficiencia, que se paga con el precio, sino por la impunidad en sentido amplio que se paga con impuestos, sin responsables presos, eso sí. 

Otra posición incendiaria, literal, es la del Sunca, sindicato mimado del expresidente Vázquez. Partiendo de la premisa (falaz) de que la actividad no sufrió por el COVID-19, el gremio demanda que se continúe la política salarial que colaboró con la pérdida de actividad y empleo en los últimos 4 años, con o sin pandemia. Basta hablar con los trabajadores del gremio para no tomar en serio esas posturas, un intento de cerrar los ojos a la realidad. O algo peor. 

Muchos trabajadores de la construcción están en el seguro de pago o viven del subsidio temporario o de alguna changa misérrima, en negro, o de otra cosa. No es culpa exclusiva del gremio. Es cierto. Pero frente a la decisión gubernamental de impulsar la construcción y a la necesidad de completar las obras inconclusas, la pose irreductible es sólo una bandera de lucha y un sabotaje a sus afiliados. 

Tras su exitosa batalla para eliminar la inversión privada, el Sunca torpedea las obras de UPM-2 y las usa como rehén para presionar al gobierno. Otra vez el gremio contra el estado. El delegado Amaro explicó muy bien su estrategia para aumentar los empleos: “se realizan paros de tres horas por sectores en la obra; de esa forma se lastima más la producción que haciendo un paro de 24 horas”. 

Está claro que el sindicalismo no tiene por objeto mejorar las oportunidades de quienes quieren trabajar, sino obtener alguna ventajita para los que tienen trabajo (mientras dure) y justificar así sus cuotas, mientras consolida su poder. Con una constante: tratar de modificar con medidas de fuerza y presiones el resultado electoral y neutralizar las políticas elegidas por las urnas. 

Para quienes piensen que el término “incendiario” del comienzo es algo exagerado, recuérdese la promesa-amenaza del delegado de Durazno: “hasta que no se sienten a dialogar la cámaras empresariales, vamos a ser firmes, si tenemos que prender fuego la planta, la vamos a prender”. 

Los subsidios y pagos temporarios del estado atemperan el efecto del desempleo, que se atribuye al virus pero que se añeja hace un lustro, hoy agravado por la aceleración global de las tendencias. La necedad ideológica de ignorar los mecanismos de todo mercado laboral acentúa el peligro de que esa negación se vuelva una inmolación que destroce el empleo y con él las posibilidades de una recuperación rápida de la inversión y la economía. Una pauperización al estilo del peronismo cristinista, pese a la creencia de que “eso no pasa aquí”.

El ejemplo que ofrecen generosamente el Fancap y el Sunca es generalizable, y se opone por el vértice a la estrategia de crecimiento del gobierno, que intenta la salida veloz de la pandemia. No se trata de una propuesta alternativa. Simplemente es la repetición de latiguillos y eslóganes, expresiones de anhelo y reivindicaciones. A las que nadie se opone, salvo en la instantaneidad que excluye el esfuerzo previo y asumir las realidades. 

Un grupo de diletantes intelectuales y ricos, como Marx, aboga globalmente por un salario universal pagado con impuestos.  Los sindicatos bregan porque las ayudas temporarias pandémicas se conviertan en ese salario universal permanente, criterio que debería repugnar a un auténtico gremialismo, porque tanto por el lado de la demanda como por el de la oferta, conspira contra el empleo y la dignidad del trabajo. A menos que el sindicalismo esté defendiendo otra cosa.