Volver al capitalismo (II)

La mano invisible es la solución, pero no debe ser una mano de tahúr


















¿Por qué la columna, en vez de hablar de la pandemia, se empecina en repasar las desviaciones del sistema capitalista? Porque cuando se canse el virus y cese la repartija de subsidios, el mundo deberá levantar de urgencia la hipoteca del miedo. Se sabe que el estado es incapaz de generar riqueza, y es iluso soñar con un capitalismo bondadoso repartiendo alegrías, ya en eso fracasa el populismo. En cambio, es imprescindible contar con un mejor capitalismo que borre los excesos en que incurrió gracias a su propio éxito, que ayudó a taparlos o disculparlos. Más que nunca hace falta un funcionamiento fluido y sano de los mercados, como demostró el fracaso keynesiano de Roosevelt en la depresión de los años 30. 

Las Stock Options de la nota anterior – un altísimo bonus a los ejecutivos basado sólo en el aumento del precio de la acción - luce lógico a primera vista. Como al accionista recibe más por su tenencia, cabe premiar a los CEO’s si la acción sube, un elemental criterio capitalista. Falso de toda falsedad. El capitalismo, que como se dijo aquí es la extensión aplicada del liberalismo bajo una ética protestante, pone énfasis en la empresa. La unión del capital, el trabajo, la innovación y la capacidad de anticipación de las necesidades del mercado. No en el valor de la acción, que es apenas uno de los modos en que puede financiarse.

Benjamin Graham, icono de Wall Street, jefe entonces del hoy billonario Warren Buffet, sostenía en su libro El Inversor inteligente que sólo había que tener acciones de empresas que pagaran sistemáticamente dividendos. Su discípulo agregó el concepto de mantener fuertes posiciones en las empresas que tuvieran buenos managements, ideas innovadoras y gran potencial, sin importar si las acciones no se apreciaban por años. Preguntado sobre el secreto de su rutilante éxito, Warren respondió: “hace 40 años que vivo en la casa que compré cuando me casé”. 

Todo lo opuesto ocurrió con los bonus sobre el valor accionario. Los ejecutivos se dedicaron a hacer subir el precio de la acción por cualquier método, no ya por el éxito de la empresa. Los Mergers & Acquisitons populares en los 80 y que aún hoy ocupan los titulares han servido casi siempre sólo para aumentar el valor de la acción sin correlato con la performance de las empresas. Muchas de esas operaciones jamás se justificaron operativamente, ni en los dividendos. Sólo fueron negocio para un grupo de ejecutivos, sus abogados y sus bancos. 

Esa práctica generó ineficiencias graves en las corporaciones, y traspasó varias veces los límites de la moral. Lejos de la esencia del liberalismo y de la infalibilidad de los mercados, la ley de oferta y demanda o la teoría subjetiva del valor. No es capitalismo. Al contrario. Lo lastima. Transforma a los CEO’s en millonarios sin ningún correlato con el éxito empresario, que sería lo justo. Concentra la riqueza entre pocos, pero no engrandece a la empresa, no colabora con la creación de bienestar, empleo o desarrollo. Una riqueza inmerecida, muchas veces un delito. 

La compra de un competidor, a veces una concentración monopólica, hace la magia de duplicar la ganancia de una compañía de modo instantáneo, creando el espejismo de un éxito de gestión, aunque en realidad se aumenta dramáticamente el nivel de endeudamiento, y/o se licua el poder del accionista. Se podría aducir que en un sistema liberal todo esto está permitido. Tampoco es cierto. O no debería serlo. Pero Wall Street, y la SEC convalidaron esta práctica. Buffet es una excepción. 

Por la misma razón, y con iguales efectos, se recurrió a la recompra de acciones. Como es sabido, las empresas se financian de dos modos: con la colocación de acciones, o con préstamos directos de bancos o emisión de bonos. La combinación de esos modos de financiamiento es lo que se conoce como levarage. La empresa usa el mix de financiamiento que le conviene, según las condiciones del mercado. Hasta que los ejecutivos deciden recomprar las acciones de la compañía. Para eso, consiguen la ayuda de un banco-socio, que presta los fondos y emite los bonos si hace falta. (y los ayudan a comprar previamente acciones de la empresa)

Las acciones se recompran en el mercado, lo que eleva inmediatamente el precio, y el ejecutivo consigue un bonus fenomenal al apreciarse su Stock Option. De paso, al haber menos acciones, el ejecutivo y el banco, con las acciones propias que no rescatan, se aseguran el control de la corporación. Se supone que esto también está permitido dentro del sistema capitalista. No debería estarlo. Se contrapone a los principios económicos y éticos. Para peor, aumenta dramáticamente el nivel de deuda general, que después se traduce en crisis de endeudamiento que siempre son subsanadas con emisión monetaria, intervención directa del estado en la bolsa, baja de tasas de interés, compra de activos basura por la FED, un estatismo que difícilmente tenga algo que ver con el liberalismo o el capitalismo. 

Cuando Donald Trump bajó los impuestos a las empresas con activos en el exterior y permitió el reingreso de capitales, supuso que se aplicarían a la inversión y consecuentemente a generar empleos y mejores sueldos. Salvo algunos gestos simbólicos, la mayor parte de esos fondos se aplicó a la recompra de acciones. 

Estos vicios no son “travesuras” o simples consecuencias no queridas. Están torpedeando la filosofía liberal-capitalista en sus mismas bases e impidiendo el juego libre del mercado, a la vez que recurriendo al salvavidas del estado cuando hacen crisis, aumentando la burbuja de la emisión y la deuda. El capitalismo es el único sistema que puede sacar al mundo de esta crisis. Por eso no hay que cambiarlo, hay que aplicarlo bien. 

La columna, ensañada, promete una nota más para el debate.  










NOTA EN EL OBSERVADOR DE MONTEVIDEO




Un plan y un presupuesto nuevo, el mejor camino 
En vez de un campo arrasado, es mejor pensar que la pandemia dejará un campo arado donde el que siembre bien y a tiempo cosechará los frutos
















En algún momento recomenzará la vida, con o sin virus, y sería inteligente no esperar una bandera de largada o una señal del cielo para repensar cada país. Uruguay arrastra otra penosa cuarentena desde que se terminó el cuento de hadas de las materias primas. La economía viene desde entonces durando en vida latente, sostenida con alfileres por un manejo prudente, financiada con deuda moderada e inflación sistémica tolerables, aunque no proyectables, impuestos altos, pero no aún ruinosos, desempleo en ascenso, pobre o nulo crecimiento y marginalidad oculta u ocultada. Un país inmediato, en el borde. 

Los temas de fondo: inversión, déficit, desempleo estructural y por tecnología, crecimiento, competitividad fueron vistos como problemas que irían ocurriendo secuencialmente a lo largo de un tiempo. La hegemonía legislativa e ideológica del Frente lo llevó a no desmenuzar esos fenómenos o a imaginar soluciones simplistas basadas en la idea del estado garantizando el empleo y el salario, o en la aplicación de más impuestos supuestamente solidarios. 

Como otros analistas, la columna sostiene que la pandemia ha acelerado, precipitado las tendencias y las ha hecho ocurrir al mismo tiempo, no las ha provocado. Desempleo, déficit, endeudamiento, comercio internacional, crecimiento, bienestar, pobreza, no son contingencias novedosas, sólo que ahora se presentan todas juntas y descarnadamente. En el caso local, coincide con un cambio de paradigma, o con lo que debería serlo, tras el triunfo electoral de la coalición y la alternancia luego de 15 años de gobierno de la izquierda. 

El progresismo estatista universal y local, aviva ahora la llamada de un mundo nuevo de justicia y equidad que viene, otro sueño dialéctico que evita tener que pensar, tomar compromisos con la sociedad, enfrentarla a la realidad sin populismos ni demagogia. Como esa prédica atrasará más a los que se sienten a esperar el milagro, es saludable que el gobierno esté preparando su plan de cinco años. O cuatro, para ser realistas. 

Un plan creíble, cumplible, con metas y compromisos de los jerarcas, es una herramienta básica para aspirar a crédito a tasas razonables, a inversiones y radicaciones. Déficit, inflación, destino de los préstamos, emisión, deben estar visiblemente bajo control como condición sine qua non. Una regla fiscal simple y contundente fue la clave para el despegue de muchos países, algunos muy parecidos a Uruguay. Debería ser constitucional. 

El plan también hace falta para mostrar el destino del endeudamiento. Las deudas para pagar gastos corrientes siempre fueron presagios de defaults. No faltarán inversores en el mundo, y a tasas accesibles, pero requerirán un plan y un proyecto. Deudas para obras o para financiar la reducción del gasto estatal tendrán una buena respuesta. Difícilmente se hallen recursos para financiar la pandemia monetarista, el gasto corriente o el déficit crónico. 

La emisión a que se ha recurrido globalmente para subsidiar el sistema antivirus paranoico con su inflación subyacente tampoco será convalidada, de modo que sería iluso no planificar mecanismos de absorción y prudencia monetaria para el futuro, por las mismas razones. El pacto suicida oriental de indexar por la inflación pasada toda la economía garantiza el fracaso quienquiera fuere quien lo aplicase. Un buen plan debe incluir un mecanismo para asegurar un equilibrio en ese aspecto que no sea una hipoteca-ancla imposible de levantar. 

La ministra Arbeleche sostiene que un presupuesto base cero es un concepto demasiado ambicioso. Pero hará falta algo muy parecido, al menos en el modo de abordaje. Los presupuestos son un acumulado. De aciertos y errores. De modernidades y obsolescencias. De ineficiencias y de avances. De corrupción y favores. Máxime tras 15 años de un gobierno con mayoría propia, que fue desovando legislación, políticas, gastos y nombramientos que no deberían ser glorificados como inamovibles o santificados como conquistas sociales sin relación con la generación de riqueza ni con el contexto global. El gasto inelástico condena a poner impuestos sobre cualquier cosa, por ejemplo, sobre stocks, un criterio de corto plazo también castigado por inversores financieros o productivos. Eso también debe estar presente en un plan. 

Aceptar que la asignación y el nivel de gastos son intocables y sagrados y que lo único que queda por hacerles son retoques y luego financiarlos con cualquier recurso, sería como pensar que las políticas que se plasmaron en esos presupuestos son infalibles, diseñadas por Dios. Con lo que sería hasta innecesaria una elección. Bastaría con ajustar por inflación el presupuesto del año pasado, o el vigente, más un pequeño plus. Que, de paso, parece ser lo que quiere la oposición. 

Es cierto que tamañas decisión y cambio implican una dura batalla política y mucha capacidad de persuasión y perseverancia. Pero si tal batalla no se libra ahora, ¿cuándo? La pandemia no cambiará las reglas, ni creará riqueza, ni bajará el déficit, ni fundirse o empobrecerse junto con muchos otros es un consuelo. 

Dicen que el virus, o más precisamente la estrategia para evitarlo, dejará mundialmente un campo arrasado donde ninguno de los antiguos paradigmas sobrevivirá. Nunca ha sido así. Basta recordar el número de muertos de las dos grandes guerras modernas y la destrucción masiva de los aparatos productivos y de los individuos que los nutrían, y la posterior espectacular recuperación. 


Mejor sería pensar que lo que dejará el virus es un campo arado. El que siembre lo adecuado en el tiempo adecuado cosechará sus frutos. Los que no lo hagan terminarán pobres y resentidos, buscando un culpable de su pobreza y sus miserias. Nada cambia.  







Carta a Papá Covid

La pospandemia abre el listado de pedidos, expectativas y sueños ideológicos, como una carta a Papá Noel o a los Reyes Magos




















La decisión kafkiana, camusiana o cortazariana de encerrar a la humanidad para salvarla del coronavirus y tornar a las sociedades en mendigos del estado en cuestiones existenciales, de libertades y derechos, de salud y especialmente de la economía, ha reactivado las ensoñaciones más pueriles de varios sectores.   

El alarmismo y los reproches anticipados de la Organización Mundial de la Salud convirtieron a los gobernantes en culpables de todas las muertes por COVID-19 y así se creó una nueva corrección política inapelable. Detener los movimientos de traslación y rotación de la tierra tiene consecuencias serias, por lo que unánimemente los gobiernos debieron correr a compensar sus medidas con la única arma que les resta tras derogar la actividad económica: subsidios vía emisión. 

Esto hace creer a los progresocialistas, como a los europeos del quebrado estado de bienestar - que cuenta con algún aliado billonario americano - que han triunfado sus ideas redistributivas: un impuesto mundial a los patrimonios, un salario básico universal y el fin de la pobreza, administrados por un estado de burócratas infalibles. Como si se hubiese llegado a semejante aberración debido a la evidencia empírica probada, no por la desesperación improvisada como realmente ocurre.

Por eso se escucha hablar con tanta frecuencia del “mundo que no será el mismo”, y hasta de “un mundo mejor que se viene”, en la creencia simplista de que de las cenizas que queden resurgirá un individuo generoso, altruista y sin egoísmos y un sistema de reparto de felicidad y bienestar instantáneos. Huxley mejorado. 

Los economistas cultores de la llamada Teoría Monetaria Moderna, con ecuaciones mágicas y algunos premios Nobel embanderados, (y rentados a veces) también están en la gloria mientras los demás están en el infierno. La TMM es una línea que se enfrenta a la economía clásica, con ideas nunca demostradas ni exitosas, pero populares en algunos países, como Estados Unidos, porque convalida el exceso de gasto, el déficit y la emisión. La coyuntura moverá a aplicar sus remedios, tan ineficaces y peligrosos como la lavandina de Trump.  

Hablando de Trump, sus ideas representan una de las alternativas que se abrazarán cuando el virus se haya devaluado y no son sólo suyas, sino de sus votantes y del sector industrial menos competitivo y más obsoleto, y las de muchos burócratas americanos locales e internacionales enquistados, que adhieren a iguales conceptos. No son nuevas, ya están en vías de aplicación: el proteccionismo a dos puntas y por razones disímiles, tanto de las industrias obsoletas como de las nuevas tecnologías estratégicas. (El odio que se intenta incubar contra China es parte de ese juego) El efecto será el mismo que en la depresión de la década de 1930: desempleo, quiebras, estatismo, corridas bancarias, caídas espectaculares de la bolsa, desinversión. Tal vez no se produzca una deflación mundial porque la emisión es fenomenal. Pero eso no altera el resultado nocivo del experimento. El campo arrasado resultante luego de la “batalla” contra el virus, predispondrá a la población a comprar esta contradicción facilista. 

Simultáneamente se encarecerán los bienes que produzcan los países que integraron cadenas de valor, como el propio EE.UU. Eso también les cae bien a los defensores de la TMM, al estatismo y a los continuadores de la estafa de 2008 y la autorecompra alevosa de acciones: una deflación tornaría instantáneamente impagables todas las deudas estatales y privadas. Una inflación supuestamente controlada sería la solución ideal. En esa línea es que Trump ha abogado simultáneamente por la tasa cero, por el aumento del gasto y de salarios y por una devaluación, despropósitos que ahora tendrán más adhesión que nunca, aunque no más razón. 

Los cultores de la supuesta teoría de la curva de Phillips, primos de los de la TMM, también están de parabienes. Phillips – basado en series no autovalidadas – sostenía que un desempleo alto entregaba una baja inflación, y un desempleo bajo producía mayor inflación. Algunos economistas invirtieron la relación causa/efecto: una “saludable” inflación produciría más empleo, algo nunca probado seriamente. Y más dudosamente: en situación de escasez de demanda laboral y recesión, la emisión no generaba inflación. Un delirio teórico, pero que ahora reverdecerá con el aplauso popular. 

Del lado del progresocialismo también hay una wishlist: salario básico universal, proteccionismo laboral, defensa de las conquistas obtenidas durante y por el auge capitalista, impuesto a cualquier stock de capital que aparezca, castigo a las grandes empresas, lucha contra la industria extranjera o privada y la importación, vivir con lo nuestro, trabas a la exportación, controles de cambio.

Ambas cartas a Papá Covid contienen pedidos de “regalos” que fracasaron siempre y empobrecieron a sociedades enteras, cuando no produjeron hambrunas y muerte. Se basa en el inmediatismo, el voluntarismo y en un desconocimiento no sólo de las reglas de la economía sino de la acción humana. Sin embargo, por la apetencia de votos, por ideología, por la presión, la destrucción o las pedreas de las masas, muchas se aplicarán. Y todas fracasarán. Como siempre. 

Los países que tendrán mejor destino son los que no escriban ninguna carta con deseos y confíen en la capacidad, el esfuerzo, el trabajo, el talento y la creatividad de su gente. Y, sobre todo, en la libertad en todos los órdenes, incluyendo la libertad de comercio. Los que renuncien al confinamiento mental a que empujó la pandemia. Los que crean en las propias fuerzas. Los que tengan la suerte de ser gobernados por estadistas. O por gente normal. 







Astori último modelo

Ningún nuevo impuesto es bueno para el crecimiento y la reactivación, en especial si apunta a gravar patrimonios













En lo que luce como un doble intento de recuperar protagonismo interno y de correr al gobierno por izquierda, el senador Astori anuncia que prepara un proyecto para gravar los depósitos de residentes uruguayos en el exterior. No es una novedad la idea, que también alienta Cristina Kirchner en Argentina, pista de pruebas de toda medida ruinosa. Pero por respeto a la figura del exvicepresidente -cuya gestión ponderó más de una vez esta columna, cabe analizar la propuesta en términos económicos. 

La filosofía del tributo propuesto encaja dentro del tan esgrimido criterio de que todo gasto estatal es correcto y justo y los privados deben sustentarlo ad infinitum y de que cualquier baja de ingresos del sector público debe ser cubierta con fondos extraídos del sector privado, no con una adecuación estatal a los ingresos que recibe. Cuando se habla del “aporte de los privados a la lucha contra el coronavirus” simplemente se está redundando. Los privados siempre aportan hasta cubrir el 100% del gasto del estado. Cuando se dice que el estado ya ha hecho su esfuerzo y que ahora corresponde un esfuerzo equivalente de los privados, no sólo se redunda, sino que se engaña. 

Los 12 años de gobierno frentista terminaron por dejar una endeble situación fiscal, que hace más difícil en la emergencia sostener la pretensión de que el gasto estatal es intocable. Y entonces se produce el manoteo desesperado con argumentos de igualdad, equidad y solidaridad, el robo a las naranjas del árbol del vecino en nombre del hambre. 

La afirmación de que el estado se apodera sólo de un modesto 2 o 3% del capital ajeno es algo jocosa. Se trata de la antigua teoría fiscalista de cortar una feta del salame diaria. Así, la política recaudatoria consiste en extraer todos los días un pequeño trozo del patrimonio, de modo que el afectado nunca esté tan disconforme como para rebelarse o incumplir. Peor es si se agrega la idea del preproyecto de que puede ser por un período de 2 ó 3 años, lo que significa que la exacción total puede llegar al 4 ó 6% o al 8 ó 9%, según el deseo del legislador. O puede ser para siempre y confiscar todo el patrimonio, en un mundo de tasa cero. Vamos viendo, sería el resumen. O “cortamos todas las naranjas del árbol del vecino que nos hagan falta para hacer el dulce”.

El exjerarca afirma que se tratan de capitales improductivos, que sólo persiguen una renta financiera. Como tan bien lo explica Hayek en Camino de servidumbre, el socialismo piensa que es capaz de determinar mucho mejor que sus dueños cuándo un capital es productivo o no. Se siente capacitado para tomar una parte de su patrimonio, o todo, e invertirlo mejor que quien fue capaz de generarlo. El capital de los particulares no es propiedad de la sociedad. Este modo de pensar parece creer que sí. También ignora lo que cada uno planea hacer con su dinero. Decide que es improductivo para el estado. No le importa lo que piense el dueño. 

Luego la justificación avanza por caminos más dirigistas aún, propio de toda planificación central. Así, sostiene que hay que hacer que esos capitales vengan a invertirse a Uruguay, ante la amenaza del gravamen en caso de que no lo hicieran. Algo ligeramente inconstitucional, en principio. Falta que se explique en qué proyecto, en qué rubro, en qué actividad se invertirían esos fondos, que además de ser rentables no sufran el castigo de más impuestos, inflexibilidades laborales y sindicales y proteccionismos que impidan competir. Por supuesto que la frase, a primera vista, parece atractiva políticamente. Aunque ignora la realidad. Las únicas radicaciones que se logran hoy son del estilo UPM, o sea, eliminando impuestos. 

Este tipo de gravámenes, que apelan al resentimiento en su más profunda raíz, nunca recaudan lo que se espera. No sólo por la evasión o elusión, sino porque se basan en cifras sin analizar, como cuando Astori afirma que hay 6200 millones de dólares depositados en el exterior basado en vagos reportes, que no tienen en cuenta la naturaleza jurídica y económica de esos adivinados depósitos. Sobre estos supuestos ligeros se construyen los déficits. 

El exministro sostiene que, al tratarse de un impuesto sobre capitales improductivos, (para el estado) no desestimula la inversión ni el empleo, ni la reactivación productiva. Esta es otra visión lineal del socialismo, que se empeña en no comprender la acción humana. Nada desestimula más que un impuesto de este tipo. La inversión será instantáneamente cero cuando se perciba esta medida como un ataque a la propiedad y una discrecionalidad del estado. Nadie, ni uruguayo ni extranjero, invertiría en un país donde – como dice el mismo Astori – se grava al capital “porque estamos necesitando hacerlo”. La simple insinuación de la aplicación de este tributo, causa suficiente daño al alejar cualquier intento de radicación o inversión instantánea y fulminantemente. La intención de convertir al país en una cooperativa o una mutual no es apreciada por nadie que quiera tomar riesgos y poner su esfuerzo y su talento en una empresa a riesgo. 

El imprescindible ajuste del gasto del estado, antes y después del coronavirus, no se reemplaza con poner un impuesto sobre cualquier manifestación de capacidad contributiva que asome la cabeza. La evidencia empírica es vasta, de larga data e irrefutable. Aunque matemáticamente las cifras parezcan iguales, la realidad y los efectos no lo son. Los individuos no actúan como quieren los legisladores o los jerarcas, sino según su criterio, su confianza y su interés. Creer que aplicar este gravamen no tiene efectos porque no afecta la producción es desconocer la esencia del ser humano. 

El senador Astori, cuya tarea en bien del país ha sido encomiable, debería descartar este proyecto. 



Lo que no hay que hacer

Los caminos que no sirvieron antes tampoco servirán ahora para recuperar el bienestar

















Disclaimer: si el lector está entre las muchas personas que cree que Uruguay es diferente al resto del mundo y como tal no se le aplican las reglas de la economía ni de la lógica, tal vez debería ganar tiempo y pasar ya mismo a las tantas notas interesantes y atractivas que tiene este diario. Porque la columna sostiene inclaudicablemente el principio de von Mises, que resumía toda la economía como las consecuencias y resultados de la acción humana, que son los mismos globalmente, a veces con diferencias en los tiempos, nunca en el efecto final. 

Sin excepción, todos los países han entendido que al haberse paralizado con un frenazo brusco la actividad económica global es imperativo que el estado se ocupe de subsidiar a toda la sociedad, sin discusión posible. La única manera de lograr ese objetivo en un estado de coma inducido es con emisión monetaria brutal. Es decir, que el estado espera que haya confianza en la moneda que imprime, o sea, que se crea que en el futuro se ocupará de que esa emisión no redunde en hiperinflación. Lo que varía es el modo en que el dinero se reparte: usando el seguro de desempleo, subsidios específicos a quienes pierden el empleo por las cuarentenas, a los cuentapropistas, aún a los marginales, que no trabajan ahora ni trabajaban antes. Por supuesto que ese mecanismo siempre es injusto en algún sentido. 

Estados Unidos y Europa están otorgando los subsidios primordialmente a empresas, con el objeto de que por un lado sigan pagando sueldos, y por otro no quiebren y puedan retomar rápidamente la producción tan pronto ceda la pandemia, y para mantener vivo el sistema de pagos. Eso incluye sacarlas del problema de su endeudamiento. Método también siempre injusto en algún sentido. El mecanismo hace que en muchos casos los efectos del parate mundial no se perciban tan duramente y hasta es relativamente cómodo para quienes de ese modo no sufren los efectos de sus acciones previas, tanto empresas como particulares, y se sienten amparados por la acción estatal. 

Ese accionar inevitable y necesariamente temporario del estado en todos los países, hace que haya quienes sostengan que se está ante un cambio de paradigma, una suerte de keynesianismo de izquierda que regirá tras la pandemia, un nuevo orden económico mundial a tono con la idea del salario universal que preconizan los europeos y un par de potentados americanos seudobuenos. Una especie de cómodo populismo universal. El portaestandarte de ese sueño es el neomarxismo, que busca siempre otra oportunidad para intentar reintentar su alocado experimento que ha fracasó todas las veces que se aplicó y sigue fracasando, siempre con el tendal de muertes y ataque a la libertad que le son inherentes. 

Como la emisión no produce riqueza y el estado sólo sabe apoderarse de la riqueza ajena, tal solución es temporaria aún para las grandes economías, y sólo puede ejercerse por muy breve tiempo en las economías emergentes o fronterizas. Con lo que mejor que soñar imposibles es empezar a pensar en los caminos viables para recomenzar el día después. Pero primero habría que concentrarse en lo que no se debe hacer, para evitar la pérdida de tiempo y de oportunidades. 

En el universo residual de desempleo, depresión y hasta deflación, (veneno para los endeudados) la primera tentación es recurrir al proteccionismo. Idea populista y simplista que cuenta con innumerables adeptos, empezando por Donald Trump, el gran precario. O Argentina que acaba de lesionar al Mercosur una vez más al negarse a negociar en conjunto los futuros tratados comerciales. Idea estúpida, coherente con su decisión de bajarse del mundo siguiendo a Cristina. En Uruguay tiene entre otros, el apoyo del FA y del PIT-CNT, pioneros del ensueño del nuevo orden económico socialista. 


















La depresión de 1930 tardó una década en superarse, gracias al proteccionismo de Roosevelt, imitado por el resto del mundo. Esa es una conclusión generalizada en todas las escuelas económicas.  Obviamente que los políticos tenderán a abrazarlo, pero será a sabiendas del daño que hace ese tipo de populismo. De modo que la primera práctica desaconsejada es el proteccionismo, que profundizaría aún más la baja del PIB, y obligaría a más déficit infinanciable.

La siguiente política desaconsejable es la rigidez laboral en todos los aspectos. En un marco de baja de precio de las materias primas agrícolas, como ocurrirá, empujará a un mayor desempleo, y creará un círculo vicioso al desestimular la producción y exportación y consecuentemente la importación. Hasta la corporativa y antiempleo CGT argentina lo ha entendido. 

Las dos políticas erróneas anteriores, de aplicarse, llevarían a otros tres errores fatales: mantener o aumentar el nivel del gasto público, de la emisión-inflación y/o aumentar los impuestos de cualquier tipo. Además de que todos esos conceptos tienen un efímero resultado, llevan a una destrucción del crecimiento y la confianza, lo opuesto a lo que se debe perseguir si se intenta recuperar o mejorar el estándar de vida que se perdió en los últimos años, lo que se venía maquillando con alfileres, y el que se perderá con el aislamiento universal. Por eso el ataque fiscal a los patrimonios, más ideológico que efectivo, es un sabotaje a cualquier recuperación. 

No cabe duda de que muchos países harán exactamente lo que aquí se puntualiza como nocivo. Y obtendrán también los penosos resultados que aquí se pronostican. La instantaneidad, igualmente valorada por el socialismo y por los demagogos, sólo reemplaza por un instante el resultado del esfuerzo, la innovación y el arduo libre comercio. Luego se vuelve miseria. Quienes eviten el facilismo y no cometan estos errores, tendrán una oportunidad. Los demás, seguirán el camino de Venezuela, o Argentina, tarde o temprano. 










En el nombre del virus, de la poliarquía, de la democracia, amén

La consigna opositora parece ser la de impedir que se aplique lo que votó la ciudadanía




















El virus tiene efectos multipropósito. Uno de ellos es permitir que se deslegitime o demore la LUC, por la supuesta imposibilidad de librar un amplio debate sobre sus contenidos. Desde lo institucional, evidentemente quienes sostienen tal tesitura no consideran suficiente el debate parlamentario, ni el resultado de las recientes elecciones, a las que parecen darle el carácter de una simple encuesta. Y a la Constitución el de un tutorial. Omiten que la ley es una parte del programa electoral ampliamente difundido por la coalición, que además se espera que cumpla. Con lo que sería difícil considerar un abuso de poder o un exceso la elevación del proyecto.

Ampliar el debate o la difusión a todos los sectores de la ciudadanía es importante, como lo es en cualquier tema. Lo que no parece razonable es seguir creyendo nostálgicamente en las viejas formas de discusión como si fueran las únicas disponibles y las más efectivas. Las asambleas sindicales o partidistas, las reuniones en las plazas, fueron los limitados mecanismos posibles de una era con escasa comunicación, que, si bien fueron útiles, llevaron a muchas arbitrariedades y al manejo de masas. Hitler, Mussolini o Perón fueron ejemplos extremos de ese manejo. A otro nivel, cualquier gremialista o intendente es hoy experto en manipular esas reuniones.

En un mundo de medios online, de redes que influyen más que los gobiernos y los expertos, de cadenas de whatsapp, de influencers, de voces de todos los estamentos y todos los intereses, donde cada celular es una urna donde el ciudadano vota a cada segundo, donde cualquiera recibe y emite miles de opiniones a diario, no parece demasiado necesario el agolpamiento sudoroso y gritón de las seudomultitudes, a menos que se intente la manipulación de voluntades mediante esas reuniones cuerpo a cuerpo. Y esto vale tanto para las posiciones de los legos como de los expertos. Lo saben muy bien los políticos, que cada vez recurren más a la comunicación on line positiva y negativa. 

En cuanto a los contenidos de la Ley, han sido debatidos permanentemente por la sociedad en los últimos años, aunque no tuvieron eco en los gobiernos del Frente Amplio. La nociva intervención del sindicalismo trotskista en la educación fue denunciada sin efecto alguno durante los últimos 15 años, como la negación a las pruebas PISA o la dilución de contenidos. La necesidad y el reclamo de que el gremio se dedique a defender los intereses de sus afiliados y no a pergeñar la política o los currículos educativos no han sido atendidas. La excelencia educativa ha desaparecido en una sociedad que necesita desesperada y urgentemente recrear oportunidades a los sectores más pobres, en especial. ¿Realmente hace falta mucho más debate? ¿Entre quiénes? 






Los cambios en la seguridad y la justicia penal, sobre la que también se legisla en la LUC, aunque no con la profundidad que debiera, han tenido un apoyo de media sociedad en el reciente referéndum, sin que haya surgido una refutación popular trascendente, salvo el relato. Tampoco los cambios que se propugnan son dramáticos ni eternos. Por supuesto que se deben tomar en consideración las opiniones de los penalistas y expertos en seguridad. Pero no se puede negar la urgencia que siente la ciudadanía ante la amenaza diaria, que deberían haber meritado profundos debates en los últimos años, sobre todo con algún resultado. ¿Se quiere recuperar ahora el tiempo y las vidas perdidas? 


La LUC también toca aspectos laborales, que simplemente replican las recomendaciones de la OIT, con la que el país está en vergonzosa infracción. Evidentemente, eso no justificó ningún debate en 15 años, y si lo hubo, no fue tomado en cuenta. Por el contrario, poco a poco se fueron introduciendo solapadamente cambios en la legislación laboral que hacen perpetuos y rígidos tanto el costo laboral como el gasto del estado y la ideología. Sin debate como el que se exige ahora en nombre de la convivencia.  

Este clamor por largos debates dentro de cada corporación o élite de intereses es una sobreactuación de la teórica poliarquía corporativa, superadas o subsumidas por las constituciones contemporáneas, sobreactuación que fue funcional al Frente cuando reemplazó el debate parlamentario por el debate multipartidario ideológico interno y que quiere aplicar a todo el sistema cuando no tiene mayoría parlamentaria, como un mago que saca conejos de la galera eternamente. 

En esa línea, el FA aprovecha, por ahora mediante sus intelectuales afines, la melancólica concepción de la discusión política entre amigos que obliga a hacer como que se escucha al otro, para reclamar un debate eterno, cuando en realidad está tratando de que no se cambie la ideología que plantó a veces subrepticiamente en la legislación y que convirtió en derechos adquiridos y en gasto peligroso, sin el debate que ahora reclama y que debió priorizar en sus 15 años de gestión. 

Subyacentemente, lo que la oposición pretende es que el gobierno continúe con las mismas políticas, planes e ideología que el Frente Amplio aplicó en sus mandatos. Y como aspiración de mínima, demorar todo cambio. Cualquier desvío de esos lineamientos será considerado una afrenta al sistema, a la democracia, a la tradición y convivencia políticas, a la solidaridad, a la sensibilidad a la igualdad, a las conquistas sociales o a algún tratado supranacional que defienda alguna causa más o menos sacrosanta. 

Con total respeto por la ley, las prácticas legislativas, el diálogo y la Constitución, el gobierno debe avanzar con su programa y su plan. Cuando el virus se haya ido, el tiempo que se pierda ahora, además de las consecuencias en los intereses de cada fuerza política, tendrá duros efectos sobre la sociedad. 




El desempleo también mata

La tarea de recrear el trabajo debe comenzar ahora mismo y empieza por sacarle el peso de los impuestos y los obstáculos al sector privado 




La economía está llegando al borde de la destrucción en lo que alguna vez se llamó el mundo occidental. Cuando se habla de economía en este momento - o siempre -  hay quienes conectan el término con materialismo, deshumanización y explotación y lo consideran un factor secundario y despreciable frente a las muertes que produce y producirá la pandemia.
Ese simplismo se sostiene por el momento porque todos los países han arrojado toneladas de dinero sobre el mercado para garantizar subsidios a los desempleados con motivo del aislamiento masivo y ayuda y préstamos a las empresas para que paguen los salarios y las deudas y hasta a los sectores informales y marginales, y porque hay algunos factores, como el caso del agro y otras materias primas que aún siguen haciendo su aporte fundamental para proveer de ingresos a los sistemas.
Tal mecanismo tiene límites en el tiempo, los montos, la generalización, la financiación y las consecuencias. Y esos límites ya se han sobrepasado. Partiendo del simple hecho de que no hay manera de que se recaude impuestos al ritmo previo, mucho menos al nivel actual de gasto estatal, tanto porque la menor actividad genera menor recaudación impositiva, como porque los privados tampoco pueden pagarlos, con lo que se llegará a una rebelión fiscal inducida, tarde o temprano.
Este es sólo el efecto sobre el financiamiento del gasto estatal en la coyuntura. Pero el costo social es pavoroso cuando se analiza desde el punto de vista del empleo, finalmente la resultante más importante de la actividad económica, y acaso el mayor logro del capitalismo como aporte al bienestar universal. Estados Unidos, tras un mes de una relativa cuarentena parcial e imperfecta, roza ya los 20 millones de desempleados, todo el empleo que se ganó desde la crisis de 2008 a hoy, y continúa perdiendo a razón de 5 ó 6 millones de empleos por semana.



La disyuntiva no es entonces entre economía o lucha contra el covid-19, sino entre muertes por desempleo o muertes por el coronavirus. En esta terrible frase se condensa la importancia de la economía, que no es nada más que la consecuencia de la acción humana, como ha explicado la columna, siguiendo a von Mises. Como se vio en la depresión de los años 30, el delito, los suicidios, la enfermedad, la depresión anímica, el hambre, la violencia, generan más muertes que cualquier virus y mayor drama social, si tiene sentido comparar.
Lo que lleva al paso inexorable que viene: moderar la cuarentena para que la actividad económica resucite lo más rápidamente posible. Y en esa línea, los gobiernos, además de buscar soluciones, están buscando palabras para tratar de explicar el trade off inevitable entre uno y otro drama humano. De modo que pronto, mañana mismo, la humanidad se estará enfrentando al “mundo que no volverá a ser como lo conocimos”, frase a la que cada uno le da el sentido que más le gusta o le conviene.

Y aquí se testeará una vez más la opción del estatismo versus la acción privada y la libertad de comercio y de empresa.  El socialismo contra el capitalismo, para decirlo con claridad y llaneza. El estado no genera empleo, apenas genera puestos cuyos salarios son casi siempre gasto. No produce, o cuando se mete a hacerlo lo hace mal. Y como se ve claramente ahora, no puede funcionar si no tiene un sector privado al que extraerle los impuestos que necesita para subsistir, hasta que no quede sector privado.
La idea de hacer obra pública para salir de la recesión, por caso, no funcionó nunca, tampoco durante las presidencias de Roosevelt. El mundo que se viene tampoco será un mundo de salario universal pagado por el estado, porque no habrá suficientes impuestos para financiarlos. Esa idea europea de bienestar infinito es para soñar en momentos florecientes, no en una depresión como la que viene. Tampoco servirá un mundo proteccionista, como se aprendió en esa década del 30, porque prolongaría la depresión indefinidamente.  De modo que Trump deberá revisar su fobia tarifaria y hasta su fobia migratoria. Con lo que la nueva idea de demonizar a China para aislarla en el comercio mundial no debería comprarse tan rápido, por lo menos si se trata del bienestar de la sociedad.
El empleo será recuperado – y aún a un ritmo no tan acelerado como se querría – sólo con la acción privada, con la empresa, con los emprendedores, con los inversores, con las Pyme de todo el mundo, con la innovación y la toma de riesgo. Todo lo que ahuyente o complique ese accionar, impuestos, restricciones o recargos a la importación y a la inmigración, al comercio internacional, a la libertad de comercio e industria, a la libertad en todas sus formas, o que dañe o restrinja el derecho a la propiedad o el simple derecho, demorará ese proceso o fracasará.

Dentro de lo dramático del futuro que se visualiza, nunca hubo una oportunidad tan clara de confirmar lo que ya ha demostrado largamente la evidencia empírica: el estado no produce, no crea empleo, no crea riqueza. Sólo puedo destruir o deteriorar todo eso si se empeña.

Por supuesto que se pueden intentar el estatismo, el proteccionismo y el populismo, sobre todo con la democracia demagógica que impera casi globalmente en grados diversos. Claro que simplemente volverán a obtenerse los mismos resultados de siempre. Por eso lograrán ventajas aquellos países que apuesten de entrada al sector privado y lo estimulen para que genere una explosión de empleo.
Para meditar, un ejemplo: al ritmo actual, Argentina tendrá al fin de año 6 millones de trabajadores privados formales manteniendo a 25 millones de personas que viven del estado.
El mundo que se viene será distinto al que se conocía hasta ayer, siempre lo es. Pero no será socialista.