Publicado en El Observador de Montevideo 25/08/2015





Lavado de activos: con la misma vara



El GAFI ha emplazado a Uruguay para que mejore sus controles en las operaciones no financieras que puedan implicar lavado de activos, so pena de aplicarle multas en sus transacciones financieras que pasen por el mercado americano.


Este sistema drástico y casi inamistoso es el que tiene esta rara entidad supraestado para forzar a los países a resignar su jurisdicción financiera, usando el hecho de que Nueva York es la plaza obligatoria para todas las transacciones internacionales y que detrás del GAFI está la mano oculta de la objetable y objetada Patriot Act estadounidense. (No, no soy simpatizante del FA, sólo me urtican las prepotencias)


Uruguay ha pagado y seguirá pagando altos costos por cumplir rigurosamente las reglas antilavado,  y eso es correcto, ya que no puede basarse una industria o actividad en la protección de delitos, en cualquiera de sus formas.


Esa rigurosidad internacional, sin embargo debería tener ciertos límites y ciertos equilibrios. Por ejemplo, no es posible que cada año se agreguen nuevas normas, se tipifiquen nuevos delitos, se fuerce a aprobar leyes penales retroactivas claramente ilegales y a invertir la carga de la prueba, para demostrar que no se ha cometido un delito que no se sabe cuál es. Eso, además de kafkiano, es ruinoso para las instituciones, para la economía y para los principios de cualquier país serio.


Y no es posible disimular el hecho de que una entidad con jurisdicción espacial legisle todo el tiempo sobre cuestiones internas de los países, porque tal es exactamente el caso. Como tampoco es posible bajarse del mundo en señal de soberanía.


Peor aún, es si no hay reciprocidad o si no hay igualdad de exigencias para todos. Lo que en Uruguay sería un motivo para sancionar a un banco, o a un escribano, no siempre lo es en Estados  Unidos, por ejemplo.  Eso excede el espíritu de la cruzada antilavado y pone en desventaja a otros países.


No es distinto el caso del FATCA, donde los países tienen obligación de reportar a EEUU las cuentas de todos los ciudadanos americanos y sus ingresos anuales, pero la recíproca no se da.  Obviamente, el tratado se firma con la cimitarra de los recargos financieros  y las sanciones pendiendo sobre la cabeza de los países signatarios.


Es cierto que ha habido graves excesos en el pasado reciente. Pero los más espectaculares han ocurrido en bancos internacionales, a veces totalmente americanos. Para no hablar de otras estafas cometidas por esas entidades en perjuicio del sistema mundial.


Por antipático que resulte, (y a mí me lo resulta más) no se puede dejar pasar lo que ocurre en Argentina.  Desde julio de 2013, se recordará, cualquier contribuyente puede presentarse con dinero efectivo en cualquier especie en un banco y solicitar comprar un bono (Cedin) con lo que queda blanqueada su responsabilidad fiscal sin costo alguno.
Los efectos de la ley han sido prorrogados ocho veces, con lo cual parecería tratarse de una alternativa más de inversión. (La AFIP jura que el 30 de septiembre, a dos años de su sanción, dejará de regir)


La ley no supone eliminar los delitos tipificados en la ley antilavado de activos, sin embargo, ninguna denuncia ha sido presentada hasta ahora contra ninguno de los blanqueadores. Como se sospecha de que muchas de esas operaciones han sido realizadas por personas políticamente expuestas, el hecho llama, al menos, la atención.


Tampoco ha habido denuncia alguna en los casos de jerarcas que han presentado su declaración jurada mostrando gruesos incrementos de patrimonio sin ninguna inspección de la AFIP que los obligue a probar el origen legítimo de esos activos altamente sospechosos, ni desde lo fiscal ni desde la óptica del lavado.


Todo ello ocurre sin que el GAFI haya considerado oportuno sancionar o al menos observar esas prácticas, que han sido objeto de toda clase de críticas internas, sobre todo por la impunidad y descaro que implican en un país del G20 y además defaulteador serial y maverick de las reglas y la buena diplomacia.


Debe haber una cierta equidad y equilibrio en estos mecanismos de control, que son llevados a cabo por una organización supranacional ad hoc, que también tiene un sistema de sanciones supranacionales. Obligar a los bancos a ser auditores de sus clientes y hasta rechazar sus depósitos y transacciones los convierte en jueces, y eso lesiona los derechos tanto de los bancos como del público, que tiene derecho a ser juzgado por el sistema de Justicia, no por el sistema financiero.


Los países han sido obligados a no respetar sus propias constituciones al tener que legislar para el pasado y destruir el principio de la presunción de inocencia y de la acusación específica de cada delito. Los custodios, ante tamaño poder, deben mostrar una imparcialidad, una equidad, una razonabilidad y una consistencia impecables.


De los contrario, nadie custodiaría a los custodios, como pedía Juvenal.


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Publicada en El Observador de Montevideo 18/08/2015




Inflación reciclada: una opinión autorizada



Cuando hace cuatro años tomé la inteligente decisión de radicarme en Uruguay, me sorprendió un hábito que, por deformación profesional, no pude dejar de notar: los sueldos de los empleados públicos y privados, las tarifas, las tasas, los servicios públicos y privados eran ajustados cada año en función de la inflación del año anterior, a veces con un plus.


En algunos casos, como en el gremio de la construcción, privilegiado por vaya a saber qué razones políticas misteriosas, el aumento de sueldos legal era bastante mayor, y también los ajustes consecuentes en todos los costos de vivienda y rubros anexos.


No necesité ningún tratado de economía para colegir que ese mecanismo era simplemente suicida. Irremediablemente se iba a producir una suerte de telaraña dinámica expansiva, por la que la inflación tendería a crecer y el costo de vida a aumentar cada vez más.


Cuando alerté a mis amigos del riesgo, y les comenté que ocurría como  en Argentina aunque con más educación y más lentamente, me respondieron que Uruguay no era Argentina, y que se trataba de un sistema bastante razonable para compensar los efectos inflacionarios. O sea, que no opinara.


Me pareció entonces demasiado soberbio criticar en voz alta las costumbres del país que generosamente me recibía, y decidí olvidar que la inflación era un fenómeno monetario, pero continué elucubrando en silencio.  Para controlar una inflación debería procederse exactamente al revés – concluí.  De lo contrario,  los costos internos podrían llegar de ese modo al infinito, como fue evidente en la construcción; y revertir el proceso podría llegar a ser muy complicado.


Indexar por inflación tiene un cuádruple efecto. En el sector público aumenta el gasto y obliga al estado a recurrir a uno de tres caminos para conseguir financiarlo: mayores impuestos, mayor endeudamiento o mayor emisión, que suele ser el método más usado por ser el aparentemente más fácil. (Y que es el que justamente produce más inflación)


En el sector privado, aumenta los costos de los productores y las empresas que ven así afectada su productividad, por el lado de los sueldos y por el lado de los impuestos adicionales.


En el sector exportador, encarece los precios y restringe los mercados y los volúmenes.


En el consumidor, reduce su consumo, nada menos.


Los años de bonanza agroexportadora coincidieron con un gobierno redistribucionista, presionado hasta el expolio por su rama interna menos racional. La mayor recaudación impositiva proveniente de esa bonanza y los cuasi impuestos inventados por la izquierda de la izquierda ayudaron a paliar el déficit creado por la telaraña dinámica inflacionaria. 


Los mayores costos impositivos y salariales fueron digeridos y tolerados por el sector productivo porque sus ingresos adicionales lo permitían, aún pese al retraso cambiario originado por el dutch disease. Lo mismo pasó con el consumidor.


Como sabemos, todo eso ha cambiado. La producción se vende a valores mucho menores que en los años recientes y como los costos siguen aumentando según la inflación previa, el sector productivo sufre. El gasto estatal resulta más difícil de financiar cada vez, porque esa inflación reciclada hace estragos en las cuentas, y eso impacta sobre el déficit. La competitividad exportadora se reduce al aumentar los precios de los bienes industrializados.


El gobierno, sensatamente, deja flotar el tipo de cambio para no perder más competitividad, controla el déficit para no agravar la ecuación y trata de cumplir su plataforma programática de acotar la inflación.


Y ahí se produce el choque: pasar de un sistema exponencial inflacionario a tratar de controlar la inflación. Como la izquierda de la izquierda no cree en los principios económicos, sigue pensando que tiene un derecho divino al aumento continuo de salarios, para compensar una inflación que esos mismos salarios originan.  Salarios improductivos, por otra parte. Ese derecho divino la pone a salvo de cualquier cambio en los mercados, y le da autorización a apoderarse del ingreso fruto del trabajo de otros.


Los trabajadores del sector privado, con igual filosofía del sindicalismo de la izquierda de la izquierda, también se creen con ese derecho divino, con el agravante que la inflación reciclada afectará el consumo y la exportación. La idea de parar la inflación con controles o acuerdos de precios, luego de decenas de siglos intentándolo vanamente, raya en la tontera.


Si hubiera alguna dosis de racionalidad, los salarios se medirían según su poder adquisitivo, no por su valor nominal ni por su valor en dólares, otra muestra de voluntarismo irracional.  Eso permitiría entender y resolver buena parte del problema. Pero la dialéctica marxista suele confundir a los mismos que la esgrimen,  aunque dañe a toda la sociedad, incluyéndolos.


Si la inflación, el gasto y el déficit no se reducen, la caída del empleo es inevitable, le guste o no le guste al sindicalismo marxista y a los políticos de la izquierda de la izquierda.  Al tratar de cortar el círculo vicioso, el gobierno está haciendo mucho más que esos sectores para tratar de mantener las fuentes de trabajo y el bienestar.


La pérdida de puestos de trabajo es lo peor que le puede pasar a Uruguay, y por eso he decidido no silenciar mi opinión aún a riesgo de que se me acuse de soberbio, o de no entender la idiosincrasia uruguaya, que parece incluir fórmulas originalísimas en materia económica.


Al fin y al cabo, como argentino, tengo en este tema la tremenda autoridad del fracaso.


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Publicado en El Cronista, septiembre de 1993



Pingüino, maestro


         Alfredo Serra es un periodista de rica trayectoria y gran clase. Respetado por sus colegas, es un maestro para muchos, no sólo por la tarea docente que desarrolla, sino también por sus calidades profesionales.

         Quienes el lunes vieron Hadad & Longobardi, por América 2, lo escucharon hacer un alegato en pro de la dignidad periodística. Es que la imagen de Luis Patti acosado (o atropellado) por movileros, muchos de los cuales simplemente querían insultarlo, descalificarlo u ofenderlo, debe constituir un serio llamado de atención para todos los profesionales y los medios de prensa.

         Visitantes internacionales de diversas actividades y orígenes, han mostrado varias veces su disgusto por esta confusión entre agudeza y falta de respeto, entre ser incisivo y ser maleducado, entre insistencia y grosería, entre valentía y prepotencia, que corre el riesgo de transformarse en una especie de estándar nacional. Se puede defender cualquier idea, se puede discrepar con quien fuese, se puede demoler a un entrevistado con preguntas, se puede desnudar cualquier verdad. Pero para ello no hace falta perder el estilo, la educación y el buen gusto.



         La indignación de Serra - El Pingüino para sus muchos amigos - no debe ser tomada como una crítica o un ataque a la profesión que ama. Al contrario, es una lección para que los jóvenes periodistas recuerden que hay otro modo de conseguir rating, audiencia, lectores, prestigio y fama, y que felizmente existen muchos ejemplos en la Argentina que se pueden emular. Claro, es un poco más difícil. Pero vale la pena.



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