Publicado en El
Observador de Montevideo, 19/09/2015
El TISA y el régimen
constitucional de gobierno
Con motivo del veto del Frente Amplio a la prosecución de las
negociaciones del TISA se han conocido varias apreciaciones que tienen que ver
con el esquema de interrelación de poderes en Uruguay. También esta columna las ha vertido.
La más sorprendente en términos institucionales es que se ha
sostenido como válida la figura tan peculiar de que un partido obligue con sus
decisiones al Parlamento y al Presidente de la Nación. Simplemente esa posibilidad
no figura ni está implícita en la Constitución Nacional. Afortunadamente.
Está claro en la Carta Magna que es el Parlamento quien deben aprobar
los tratados internacionales, al igual que casi todos los temas trascendentes
del país. En eso simplemente sigue la línea de otras constituciones, en las que
abrevó, que garantizan la independencia de poderes y los principios
republicanos en tantos países señeros en derecho político y democracia. No es una cuestión de presidencialismo,
entonces.
El concepto de democracia de partidos no es un principio republicano,
más bien todo lo contrario. Es la oposición y control entre los tres poderes lo
que permite el juego político que configura la esencia de la república. El criterio
de que ningún funcionario ni cuerpo tenga suficiente poder como para ser
omnímodo.
Que un partido sea el dueño
de los legisladores y del Presidente, y que pueda imponerles a los funcionarios
electos su voluntad como si fueran sus delegados políticos, rompe el equilibrio
de poderes, rompe el principio republicano y rompe el principio democrático de
elección popular. Y definitivamente, rompe las garantías constitucionales.
Los partidos, en todo el mundo democrático occidental, son tribuna de
doctrina e ideología a veces, formadores de políticos y funcionarios, centro de
debate y generación de ideas, máquinas electorales formidables, usinas de
corrupción en otros casos y en tristes oportunidades, incubadoras de fanatismo.
Pero no reemplazan ni supervisan ni auditan ni son capataces de los
funcionarios elegidos por el pueblo. Más aún, los grandes funcionarios suelen
ignorar en las horas cruciales las presiones ideológicas de sus partidos.
Es posible que haya sociedades más propensas en su legislación, y
sobre todo en su cultura, al presidencialismo. Pero en términos de sistemas de
gobierno, no hay en el mundo moderno sociedades regidas por el partidismo
democrático, o la democracia de partidos, si tales términos existiesen. Salvo
China, o alguna reminiscencia trasnochada de totalitarismo soviético
disfrazado.
Tampoco en Uruguay existe el concepto. Basta abrir la Constitución
Nacional. Es posible que ocurra que el Presidente, los legisladores, los
jueces, puedan llegar a tener un conflicto de lealtades entre lo que quieren
hacer y lo que quiere su partido que hagan. Pero eso no convierte al partido en
un poder del Gobierno, ni le da derecho a nada. Y en términos más prácticos,
transformar al Presidente en un eunuco político cuando lo que se necesita
imperiosamente es su liderazgo, parece hasta poco inteligente.
No hace falta cambiar ni una coma de la Constitución para que quede
claro que los partidos no son los dueños de nada. Por el contrario. si se
insiste en el concepto de que el partido es quien tiene el poder último por
encima de los legisladores elegidos por el pueblo, habría que cambiar un par de
palabras. Eso de republicana y eso de democrática.
Ya que nuestros países han sido víctimas de tantas ideologías, de
tantos experimentos, de tantos errores y de tantos contubernios partidistas, se
debería por lo menos dejar incólume el
derecho de la ciudadanía a elegir mediante el voto a quienes los gobiernen,
para bien o para mal.
Y los partidos deben aceptar que quienes ejercen el mandato popular
son los legisladores y el Presidente de la Nación y no pretender pasar por
encima de tal mandato ni condicionarlo. En última instancia, la lealtad al
partido es personal. Pero la lealtad a la Constitución es la República. Y la lealtad
al votante es la Democracia.
En su defecto gobernaría un Politburó.
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