Nota para El Observador, no publicada aún


La devaluación de la Constitución es inaceptable

 

Relativizar el mandato y la garantía del compromiso constitucional lleva a la disolución de la sociedad y de la estructura de nación soberana. La evidencia está aquí cerca





 

La Constitución no es el reglamento interno de los políticos ni un sistema de dirimir sus diferencias; tampoco el de un edificio en propiedad horizontal, o de la AUF, ni una entelequia poética y abstracta. No está sujeta a la exégesis o a la prestidigitación de cada partido o cada gobernante, con absoluta prescindencia de quien fuera que gobernase o quien fuera oposición. Es una garantía que el Rey, el Estado en el mundo moderno, le extiende incondicionalmente al ciudadano de lo que hará y lo que no hará en ciertos aspectos fundamentales y hasta elementales. Del respeto de los derechos, de la transparencia que asegura, más allá de todo partidismo y de toda circunstancia. Muchas veces, aun desde la emblemática Carta Magna de Juan sin Tierra, las constituciones fueron el fruto de guerras internas terribles, o del efecto del filo de las espadas de los caballeros peligrosamente cerca del cogote del monarca renuente a otorgarlas. 

 

Tampoco tiene gradación de importancia. No se puede ni es inteligente pretender elegir los artículos trascendentes y los que son irrelevantes, sería una actitud arbitraria y al borde de lo dictatorial, porque cada ciudadano tiene la potestad de considerar que su derecho es el más importante, o al menos al mismo nivel que los demás. 

 

Justamente por eso es que, en muchas de las democracias modernas el único órgano de interpretación constitucional es la Suprema Corte, lo que implica que cualquier duda siga los caminos institucionales previstos hasta llegar a esa instancia jurídica definitiva. 

 

Debido a ello esta tribuna no intentará desbrozar si el planteo de Juicio Político a la Intendente de Montevideo es exagerado o no, procede o no, lo que vale para este caso o para cualquier otro. Justamente para no tomar el riesgo de asumir posiciones que, deliberadamente o no, pueden aparecer como parciales, o serlo, simplemente. 

 

Porque la Constitución no es tampoco optativa, ni admite relativizaciones. Por eso el concepto esgrimido de que el tema debe arreglarse dialogando, o sea el charlémoslo de café, no es esgrimible ni serio. Esa relativización ya está lamentablemente presente en la justicia penal, donde se empezó por hacer algunas excepciones basadas en la necesidad de supervivencia del ladrón, o la poca importancia de su robo, o la culpabilización de la sociedad, para terminar llegando al borde de la impunidad, la permisividad, la naturalización o el falso garantismo en casos mucho más graves, en todos los estamentos del orden público, abierta o solapadamente, con argumentos y sin argumentos, legal o espuriamente, y hay ejemplos peores acá al lado, que son sólo una evolución dramática del mismo concepto. 

 

Entonces, ante la acusación de inconstitucionalidad o incumplimiento constitucional, no valen los argumentos, invitación a charlarlo, relativizaciones o gritos airados de lawfare, a los que recurre con 

sospechada y artística simplificación Cristina Fernández, con el apoyo de Su Santidad, que será vox Dei, pero no necesariamente es vox populi en estos aspectos institucionales fundamentales. Todos los interesados deben seguir los procedimientos previstos por la propia Constitución y no bastardearla con argumentos políticos o de barricada ante la opinión pública o en cualquier foro, ni por la positiva, ni por la negativa. O, si se quiere ponerlo más claro, si se van suavizando, anulando o relativizando de a poco todos los artículos y garantías, se termina relativizando todo. O sea, quitándole toda importancia.  Y ¿cuál es el límite? ¿Quién y cómo decide qué cosa es importante y qué cosa no es tan grave? Y ¿qué garantía hay de que esa decisión circunstancial no responda a su propia inmediatez, a su propia conveniencia? 

 

En el caso tan especial de la obligación de comparencia real ante el Parlamento de un funcionario para responder cualquier clase de cuestionamiento, o para explicar sus políticas o sus decisiones, ni siquiera se puede alegar que se trata de una cuestión menor. Al contrario. Es un derecho tan importante como el del voto. La ciudadanía, por medio de sus representantes, tiene la potestad incuestionable y no limitable de exigir que sus mandatarios pongan la cara, expliquen, se expongan a las dudas y cuestionamientos de sus mandantes, con prescindencia de que se trate de una minoría o de la mayoría, o más aún si se trata de una minoría. Eso vale en todos los casos, en todas las jurisdicciones, cualquiera fuera el partido que gobernase, cualquiera fueran el o los partidos o representantes de la oposición. Calificar o despreciar ese derecho, es despreciar y depreciar la democracia de que tanto alarde se hace. 

 

Las sanciones que se propongan o pidan para esa actitud tampoco son calificables ni despreciables ni denigrables. Es el procedimiento constitucional y eventualmente judicial quien debe determinar la procedencia o no de la sanción. Por lo menos tal es el sistema conocido hasta hoy como democracia, a menos que algún colectivo de idioma político inclusivo la defina de otra manera. 

 

Las argumentaciones que intentan sostener que el incumplimiento o el desprecio de alguna cláusula es una excepción, o que el resto de las veces se acató lo que dice el mandato constitucional, carecen de valor jurídico. Como también carece de valor jurídico la calificación de exageración para cualquier acción que se solicitase contra un mandatario por ese incumplimiento. Simplemente hay un procedimiento legal que debe seguirse, como en cualquier otro caso similar, quienquiera fuera quien incumpliera. El riesgo de suavizar, disculpar previamente, hacerse el distraído o dar un orden de gravedad o importancia al texto constitucional, conlleva el riesgo cierto y probado de terminar en la banalización de la Constitución, con las consecuencias tan palpables que se sufren del otro lado del río.  

 

Uruguay hace gala, con justicia, de su institucionalidad, su respeto por el diálogo y su seguridad jurídica, y de un estilo personal y de convivencia que caracterizan la discusión y aplicación de las diferentes concepciones políticas cuando están en el poder y cuando no. Esa virtud está basada, aunque no se note en el día a día, en la gran pieza ética que se llama Constitución Nacional, que marca las obligaciones de los gobiernos, un juramento solemne ante la sociedad toda, y las garantías que el Estado se compromete a respetar en cualquier caso. En un mundo que cada día avanza más a la intolerancia, la tiranía dialéctica y el ejercicio del poder tiende al absolutismo, apegarse a ese instrumento no solamente es vital para la libertad, sino que puede ser la piedra de toque de cualquier avance hacia el bienestar y el progreso. 


 

 

 






Publicado en El Observador, 04/10/22



Enorme y misterioso Brasil

 

El resultado del domingo deja un tendal de desilusionados y un gobierno de centro entre tanto populismo

 

Intentar predecir el resultado del segundo turno, o segunda vuelta, de las elecciones presidenciales de Brasil es exponerse a un fracaso, o a un papelón. Es mucho mejor dejar ese rol a las encuestadoras, que parecen haberse acostumbrado al yerro, u ofrecerlo como servicio, y que poseen una mucho mejor infraestructura, mayores costos y altos precios. También un listado de explicaciones. Sí está claro que se abre un período de frenéticas negociaciones que versan mucho más sobre política que sobre ideología. 

 

De estas negociaciones es muy probable que emerja en el nuevo Congreso un frente de centro capaz de poner en caja a cualquiera de los dos candidatos que alcanzaron el balotaje, suponiendo que ello hiciera falta. La realidad es que ni Lula, calificado de izquierdista, ni Bolsonaro, calificado de extremista de derecha (la dialéctica imperante hace que cualquier pensamiento de centroderecha en adelante sea considerado de extrema derecha) llevó ni llevará al gran vecino a los extremos. Ni le será permitido. No solamente por los controles legislativos, sino porque el aparato industrial-productivo no lo permitirá. Brasil sigue teniendo en sus genes -y toda su sociedad - un mandato imperial, una necesidad de ser potencia que parece exceder todo otro reclamo, aún la pobreza o la llorada desigualdad. 

 

Tiene también un avanzado estado de putrefacción en su sistema de favelas ampliado, un feudalismo narco paralelo sin subordinación al poder, al menos aparente. Una resignación-esclavitud como la de la población víctima de la mafia en Sicilia, o ahora en cualquier lado. Pero el objetivo central, por excelencia, es ser potencia, es ser grande, y los experimentos mundiales para zafar de esa pobreza con una ley o una bula o un plan de confiscaciones o redistribución de quien gobierne terminan rápidamente en fracaso, no en grandeza. Y no se es potencia repartiendo la riqueza ajena. Ni Lula ni Bolsonaro escapan del mandato imperialista. Lula se apega más al establishment local e internacional, satisface más a las bolsas y a la burocracia global. Bolsonaro es más loco: huye de la tiranía igualadora de los entes infectados trasnacionales, de los colegiados, del idioma inclusivo, de los reclamos de género, aunque lleven el sello americano. Y sabe que tiene que denostarlos, desafiarlos, burlarse de ellos para que no lo atrapen y aprisionen en sus dialécticas. Pero no desprecia los principios inamovibles de la economía. Es un conservador de las redes. 

 

Pero a la hora de las grandes decisiones, primero Brasil. Y ambos tienen claro que el progreso y el bienestar del país y de la sociedad está en el desarrollo, el crecimiento. Así lo han demostrado los dos en sus gestiones. Las corrupciones y abusos no suelen contar en las relaciones internacionales. Es posible que la diferencia lograda por Lula lo ponga al frente de la lucha en el balotaje, y que sea electo presidente. Es posible que la mejora de la economía permee aún más en este mes y Bolsonaro se beneficie adicionalmente de esa mejoría y de las alianzas, que hoy parecen en su favor. Pero ninguno de los dos cumplirá los sueños del Frente Amplio o del peronismo, ni será su aliado, ni plegará su país a los planes de la Doctrina Social, ni a la Patria Grande, ni al Foro de Sao Paulo, ni al gran reseteo, ni a la agenda 2030.  Salvo que con ello Brasil se consolidase como la potencia rectora, el amo de América Latina. Nada nuevo, desde Dom Pedro.  

 

Tanto la historia, como los resultados indisputables de la decisión del electorado brasileño, como el control del poder legislativo y de las fuerzas de producción, aseguran que el futuro será así. Lula fue un gran impulsor del capitalismo en nuestro gran país del norte regional. Bolsonaro, con su apego a la economía clásica, hace más por el bienestar del pueblo a mediano plazo que todas las declamaciones europeas o izquierdistas - o sea totalitarias - del planeta. El Mercosur seguirá siendo un ensayo general de imperio. Su paso previo, su garra potente. Argentina tiene largos ejemplos de lo que aquí se afirma. Uruguay también, aunque no en un idioma descarnado tan evidente. 

Cuando Dilma Rousseau, que intentó algún populismo exprés fue depuesta, no se alzaron demasiadas voces en el sistema político, de ninguna orientación, hasta casi pareció un acuerdo multipartidario su caída, que ella aceptó con subordinación y silencio, como corresponde a la militancia heredera de Marx y Trotsky.

 

Tanto Uruguay, como Argentina, como Paraguay, han debido someterse más de una vez a las decisiones brasileñas, y en algunos momentos liminares las sufrieron. Argentina, por caso, no puede soñar con que un gobierno de Lula aceptaría una “realización” de su economía, como sueña. La respuesta de finales del siglo XX que sostuvo tras devaluar y precipitar la caída de la convertibiliad aquello de “Brasil acompaña a Argentina sólo hasta la puerta del cementerio” vale para cualquier gobierno. Ni el frenteamplismo ni el peronismo ni el madurismo ni ningún otro miembro del pacto dictatorial de Sao Paulo puede soñar con que Lula llevará a su nación a semejante despropósito perdedor. 

 

Esto quiere decir, sencillamente, que Brasil hay uno solo. O Brasil brasileiro, como estigmatizara recientemente la BBC, o como inmortalizara Ary Barroso en su “Acuarela do Brasil” Es cuestión de elegir. 

 

El resultado del domingo es una terrible desilusión para lo que se llama izquierda, que usó todos los recursos comunicacionales posibles, hasta las encuestas. Tremenda oportunidad para la centroderecha – descalificada siempre como extrema derecha -  que regirá legislativamente los destinos de O quíntuple. Duro fracaso para los que veían a Brasil como una estrella refulgente de la Patria Grande. Y un palmo de narices para muchos países de la región que creen que lograrán el apoyo brasileño a cualquier locura que intenten. Lograrán palabras, probablemente, pero a la hora crucial de la acción, siempre primero Brasil, que no reemplazará su bandera ni su soberanía por el mandato de ningún ente supranacional, de ninguna inexorabilidad inventada. En ese sentido, sigue siendo una garantía, claro que a costa de someterse a él. 

 

Esta afirmación se dirige a sostener que Uruguay ha elegido el único camino que le queda disponible para su policía comercial global. Quienes declaman y reclaman el diálogo y la democracia, deberían considerar convertir esa línea en una política nacional, de estado. Eso es lo que hay que aprender de Brasil. 

 

 

 

 


Publicado en El Observador 27/09/2022



La eliminación de las PASO, ¿otra trampa peronista? 

 

El gobierno argentino sorprende ahora con otro cambio en el reglamento de juego en medio del partido: derogar la ley de elecciones internas, abiertas y obligatorias




 















En 2009 el gobierno de Cristina Kirchner sorprendió con la sanción de la Ley de lo que se llamó PASO, que forzaba a los partidos primero a realizar elecciones internas, y luego obligaba a toda la población a votar en ellas, tal como ocurre en el proceso electoral nacional. Esa legislación se fue imbricando luego normativa y prácticamente con todo el paquete de leyes electorales, de partidos políticos, de su financiamiento, aun de los códigos y leyes electorales. 

 

La medida fue largamente criticada porque en ese momento parecía favorecer al gobierno, pero también porque obligaba a una suerte de “previa” de las elecciones generales, con todas sus consecuencias. Mauricio Macri, más bien todo el país, fue víctima de esa situación cuando las PASO de 2019 señalaron el triunfo imparable del peronismo, y los mercados reaccionaron con pánico ante la amenaza. Acertadamente. 

 

Las críticas también se basaron en el límite del 1.5% que debían superar los candidatos nacionales en la pre-elección para poder participar, que luego en la práctica, unida a los límites de la ley de partidos políticos de Alfonsín en 1985 restrictivamente aplicados, consolidaron el oligopolio político que conforma el sistema argentino, que tiene mucho que ver con la corrupción multipartidaria. En rigor, todo ese sistema es una suma de parches, ventajas, oportunismos, negocios, coimas, financiamientos fantasma, complicidades, vallas y trucos que alejan el poder de las manos de la ciudadanía. De modo que no existe casi discusión sobre la necesidad de cambiarlo, PASO incluidas preferentemente. Y eso es un proceso largo, profundo, complejo, que requiere consensos, análisis, diálogo y discusiones que no se desarrollan en pocas semanas. 

 

Lo que se discute es la oportunidad. En general - y esto los orientales, mucho más pulidos en estos aspectos lo comprenderán – ningún país cambia sus reglas electorales dentro de los 12 meses previos a los comicios. Además, anular las PASO requiere llenar ese vacío legal, al estar interrelacionada la legislación de las internas y su aplicación en todo el sistema. A lo que debe agregarse que se trata ahora de una propuesta nacida de golpe y de la nada, sin ningún grado de motivación popular evidente, ni aún la partidaria, lejos de las preocupaciones centrales de los argentinos, que son otras, obvias, graves y dramáticas. 

 

Y aquí viene la parte de los intereses políticos. Que empieza por la duda de que el peronismo tenga la capacidad técnica y ética para derogar esta ley y hacer los retoques imprescindibles en el resto de las leyes correlacionadas. Y la imparcialidad para hacerlo. Por ejemplo, si se eliminan las PASO, cada partido tendrá que determinar el modo en que elegirá sus candidatos para cada cargo. Eso deberá hacerse a las apuradas, en un plazo exiguo, sin tiempo para hacer las compulsas internas. Tremenda desventaja frente al peronismo, que habrá que recordar que nunca eligió sus candidatos en base a las PASO porque siempre utilizó su sistema de lista única digitada por la conducción, en el mejor estilo del movimiento y las primarias sólo sirvieron para dar el amén a lo decidido por sus mandamases. 

 

También una derogación abrupta condenaría a los partidos opositores a definir casos tales como si la interna será cerrada a los afiliados o abierta a cualquiera que quiera votar, que tienen distintas y a veces complicadas implicaciones. Todo eso en dos o tres meses. Con lo que las campañas partidarias también sufrirían una demora importante. Y la elección de candidatos también. La llana derogación de la ley atenta en varios puntos contra la legitimidad de los candidatos, si las reglas de juego no son parejas.

 

Para resumir, el temor, basado en la historia de traiciones políticas del oficialismo, es que, así como en 2009 se impusieron las PASO porque resultaban convenientes al peronismo, ahora se deroguen por la misma causa. Todo cambio en las reglas políticas o electorales siempre favorece o perjudica a algunos partidos en la circunstancia de ese momento, por lo que siempre se evita hacerlo en las cercanías de las elecciones, para que el análisis sea menos interesado y apasionado y para evitar suspicacias, con o sin razón. Lo que no está ocurriendo ahora. 

 

Ya se ha dicho en este espacio que el gobierno atraviesa un estado de desesperación, que se advierte en sus medidas y planteos, desde el accionar pro-impunidad de su jefa a la necesidad de revertir de algún modo las mediciones de todas las encuestas, aún las más favorables, que arrojan un resultado desastroso para todos sus candidatos, inclusive la señora Fernández, que alguna vez se refirió a las elecciones como “obstáculo electoral”, si se repasa.

 

En el proceso de lanzamiento del globo de ensayo derogatorio, también se ha hablado de la suspensión, no de la derogación, de las PASO, lo que sería un concepto aún peor, al mostrar la provisionalidad de la medida, y al crear más incertidumbre en un punto nuclear que debería ser lo más prístino y confiable posible. 

 

También se ha usado como base argumental para la reforma el costo que implican estas elecciones previas, concepto que, comparado con tantos otros costos económicos del sistema político nacional, lleno de negocios y obstáculos de todo tipo, no merece comentarios que convaliden ese criterio, o que le den visos de seriedad. 

 

Sin comprenderlo, el gobierno agrega un robusto eslabón más a la cadena de inseguridad jurídica que viene engarzando desde 2015, cuando la presidente saliente se negó a entregar los simbólicos atributos al presidente electo legítima y legalmente, reforzada luego con todas las promesas, propuestas y decisiones fracasadas que llevaron a una situación insostenible que terminaron con el peronismo al borde de una catástrofe electoral y hasta existencial y con el país al borde de la quiebra, o al menos a la quiebra de la gran mayoría de sus ciudadanos. 

 

Todas las leyes electorales argentinas deben ser cambiadas, porque transforman a los partidos en sindicatos a los que los ciudadanos votantes son obligados a afiliarse. Las preguntas son dos: ¿por qué ese cambio debe ser impuesto, inducido o decidido por el peronismo? ¿Por qué ahora? 



 

 

 

 

 

 





Publicado en El Observador, 20/09/2022


El dilema oriental

 

Cuando todo el mundo está loco, ¿estar cuerdo es una locura o un acto de estadista?


 

 













El cuadro global es favorable a Uruguay, al menos en este breve momento del mundo. La invasión rusa a Ucrania, las sanciones inspiradas por Estados Unidos que usa como armamento bélico la economía de Europa y otros aliados, más una demanda que aún no cede, (toquen madera) más una lánguida producción argentina de cereales, oleaginosas y carnes que nadie puede entender ni justificar, han llevado los precios a niveles inesperados y altamente rentables, a lo que se suma la baja del petróleo que se logró a costa del perdón y la tolerancia norteamericana a regímenes que hasta cinco minutos antes de la contienda eran execrados, bloqueados y descalificados. 

 

Ni este gobierno, ni ningún otro, desperdiciaría esa circunstancia comercial tan positiva, mucho más inmediatamente después de la pandemia, que sirvió de excusa pueril para provocar una avalancha récord de gastos, emisión, inflación y desempleo consecuente, auspiciada por las abogadas del progresismo populista Janet Yellen, Christine Lagarde, Kristalina Georgieva, Úrsula von der Leyen, Nancy Pelosi, Kamala Harris y Alexandria Ocasio-Cortez, entre otras,  apoyadas eficientemente por la OMS, el FMI, la ONU, la UE y cuanta otra orga internacional y regional se pueda imaginar, que se tomaron el trabajo de explicar que “no era ése el momento para preocuparse por los presupuestos ni la seriedad económica” ante “la terrible amenaza que se cernía sobre la humanidad toda” (sic en ambos casos)

 

Las consecuencias no tardaron mucho en reflejarse en todos los países, como era fácil de inferir, y la disconformidad, ya suficientemente exacerbada por el discurso fácil de la inequidad y las desigualdades empujó a todas las dirigencias a repartir lo que no les pertenecía, y muchas veces lo que ni les pertenecía ni existía. Hoy Estados Unidos y Europa se debaten entre volver a la ortodoxia y la prudencia, o sea combatir la inflación con reducción del circulante y aumento de tasas, (que siempre pasa por la temida e inexorable recesión) o dejar que la inflación se reduzca por obra y gracia de algún milagro. Mientras tanto, muchos eligen compensar la pérdida de poder adquisitivo con aumentos de salarios, subsidios y bonus. O sea, aumentan el gasto del estado, con lo que generarán más inflación. 

 

Potencia mucho más la incertidumbre el proteccionismo generalizado, que parece consecuencia de la guerra y la pandemia, pero que muestra otra verdad grave: el miedo a competir que siempre existió en muchos sectores y países en el corazón del capitalismo, que se opone al concepto mismo de la libertad de comercio, hasta ahora el único modo conocido de aumentar el bienestar de los pueblos, si se cree en la evidencia empírica, en los datos estadísticos y en los casos concretos, no en la dialéctica, la posverdad, el relato o alguna de esas variantes. 

 

Todo indica que cualquier realidad de este instante es efímera, que faltan desarrollarse las tendencias que apenas se esbozan y también que los ciclos económicos se completen. Ahí se verá realmente la dimensión del problema, que no se agota en los síntomas actuales, y que tendrá serios efectos negativos, sobre todo en las economías pequeñas y en las agroexportadoras, por paradójico que suene. 

 

Tanto para ese diagnóstico-presunción, como para cualquier otro escenario, está claro que la sociedad uruguaya necesita producir y exportar algo más que las materias primas básicas agrícolas. Es innecesario explicar que ese tipo de actividad no alcanza para mantener a toda la sociedad. Tampoco para sostener los niveles de bienestar alcanzados. Eso hace que aun cuando se sostuvieran los valores de hoy, si no se exporta valor agregado se está condenado y condenando a gravámenes crecientes al sector productor para regalar de alguna manera al resto de la sociedad, lo que configura un sistema inviable, porque en poco tiempo se agota por falta de vocación de ser explotado y confiscado del sector que produce.  Este concepto vale para todo el gasto del estado, incluyendo el costo de los empleados públicos, a los efectos económicos un gasto más, una forma de subsidio más, aunque suene denigrante. Igual criterio es aplicable a la obra pública. 

 

De modo que es imperiosa la firma de tratados de libre comercio que permitan ese cambio que se necesita, y que hoy no existe. Esos tratados están más lejanos que nunca. Se acaba de comprobar que Europa, además de su pérdida de importancia mundial, no sólo económica, agrega que no tiene el menor interés ni la menor predisposición a firmar ningún acuerdo de ese tipo, empecinada en volver a la una y otra vez fracasada política de “vivir con lo nuestro”, a la que la ha llevado su incompetencia de conducción. Tampoco un tratado con Estados Unidos está disponible, por razones parecidas, aunque todavía no tan evidentes. En rigor, los intereses de los dos grandes núcleos occidentales están casi enfrentados con los del país, con lo que ni siquiera hace falta la oposición para que juegue ningún papel obstructivo como ha hecho en el pasado, y hasta el mismo jueves. 

 

Queda, una vez más, el tratado con China como única esperanza, que obliga a una cuidadosa y permanente vigilancia para que la soberanía no entre dentro de los productos negociados, y que no solamente deberá superar los típicos tira y afloja de un pacto de esta naturaleza, sino la oposición y hasta el sabotaje del FA-PIT-CNT, que estará dispuesto a tomar la calle a cualquier costo para impedir todo intento de competir, con el estandarte de la defensa del trabajo y del trabajador, argumento que también cede ante la evidencia empírica, que obviamente es negada dialécticamente y por principio, contra toda la prueba acumulada. Porque el proteccionismo no es sólo empresarial, también se oculta en la creencia de la central obrera ilegal que cree que los trabajadores uruguayos tienen el derecho sagrado de no tener que competir. Cosa que no le está garantizada al resto de los mortales. 

 

Y ahí viene el tema de fondo. Si se usa esta bonanza de hoy para financiar el aumento del gasto, para mostrar reducción del déficit y la inflación y para complacer gentiles pedidos del distribucionismo en algunos de sus envases, se dependerá de que los precios de las materias primas se mantengan ya que, de volver a los valores históricos o similares, el déficit resultante y la confiscación impositiva serían intolerables, porque los gastos no retroceden, aunque retrocedan los precios. Se iría directamente a una situación en que una parte menor de la población tendría que mantener al resto enorme a su costa. Agravado por el perverso sistema de indexar los costos laborales y de todo tipo por la inflación pasada, un modo de perpetuarla que parece justo, pero que es el más re-inflacionario y ruinoso que se pueda concebir.  Basta mirar a la orilla de enfrente para saber lo que todo ello implica. 

 

Pero, aunque esa bonanza se mantuviese y el viento de cola soplase indefinidamente, el peso se apreciaría de tal manera que el costo de vida en dólares oriental, ya hoy uno de los más caros del mundo, una suerte de maxiimpuesto por el simple hecho de habitar, subiría hasta lo inviable, al igual que los sueldos y los costos de producción en dólares.  Esa figura, como se ha explicado aquí se simplifica con el nombre de Dutch Disease, (¿ahora enfermedad neerlandesa?) situación en que los costos en dólares de una nación suben de tal manera que hace imposible la exportación de cualquier bien de valor agregado, lo que a su vez paraliza la creación de trabajo auténtico, es decir el trabajo privado. En ese caso, se volvería a la misma situación que en el supuesto anterior, en que una parte menor de la sociedad sería obligada a mantener a una parte mayoritaria con impuestos y otros mecanismos de exacción peores. 

 

Como cualquier control del tipo de cambio es explosivo en cualquier economía, el único camino posible es la apertura veloz de la exportación, que hoy sigue con mecanismos proteccionistas y de prebendas y restricciones, lo que además de equilibrar el valor del peso y permitir la competitividad, conduciría a una mayor demanda de trabajo y a una baja significativa en el costo de vida, mal que les pese a quienes lucran con el lema de “vivir con lo nuestro”, que también ha llevado a la ruina reiterada a los vecinos de la otra orilla. 

 

Para eso, de nuevo, el único camino factible son los tratados de libre comercio, que tanto molestan a ciertos sectores monopólicos y prebendarios, como ocurre desde siempre. Pero en su contra, excusándose en la generación de trabajo que supuestamente el proteccionismo acarrea - siempre relativa y siempre mentirosa – se unen tanto los sectores empresarios como la conducción sindical abrazados en la misma causa, otra vez ignorando tanto las ventajas probadas de la apertura comercial como los fracasos proteccionistas en todos sus formatos. 

 

Los gobernantes de todos los países y de todas las tendencias tienen la virtud de hacerle creer a la humanidad que la inflación, el desempleo, la pobreza, el atraso, la deseducación, la miseria y la depresión económica son consecuencias exógenas, culpa de algún meteoro o de la ira de los dioses. En realidad, en todo lo que es económico, la incompetencia, el facilismo, el populismo y complacer gentiles pedidos como si no tuvieran costos, puede ser un buen modo de recoger votos o frutos, tanto políticos como sindicales, pero tiene un ineludible precio en el mediano plazo. Esa deliberada omisión, esa ignorancia planificada, es lo que se conoce como populismo. 

 

Esperar tranquilos, colgados de la hoy fácil cosecha de las commodities agrícola-ganaderas y del proteccionismo comercial y laboral en todo lo demás, aunque lo hicieran las grandes naciones y aún todo el resto del mundo, tendría pésimos efectos sobre la economía y la sociedad oriental - seguir a la manada es la forma más eficaz de convertirse en oveja.  Y ello ocurriría aunque se diluyesen las culpas políticas en  terribles pandemias, guerras, sanciones, emergencias, recomendaciones de entes infalibles supranacionales y en algún plato volador que trajo el desempleo, la desinversión, la confiscación y la pobreza. 

 

 

 

 

 



Publicado en El Observador, 13/ 09/2022



Garantía de fracaso

 

El primer mandamiento de un oriental es no creer en nada de lo que dice, hace o promete el gobierno argentino




 














Desde sus comienzos, en 2015, esta columna tiene un único propósito, un solo objetivo, una misión: tratar de evitar que Uruguay cometa los errores que han llevado a Argentina al triste lugar que ahora ostenta casi con orgullo. En esa tarea, no tiene más remedio que repetir una y otra vez algunos conceptos cuando se vuelven a proponer o esgrimir como válidos o ciertos los mismos argumentos que han llevado al vecino país a la miseria generalizada y al fracaso económico, lo ha transformado en un paria y le ha dejado la herencia de la grieta. 

 

Uruguay comete, o es inducido a cometer, un error de fondo. Creer que lo que le pasa a Argentina es culpa y obra exclusiva de Cristina Fernández, cuando en realidad tiene que ver con una mezcla entre el populismo en la economía y la corrupción política generalizada, desvergonzada y descarada de la que el peronismo es regente y gerente,  que hace no sólo que se multiplique la creación de organismos inútiles e innecesarios, saturados de parientes, amigos, cómplices y amantes, combinado con un deliberado proceso de deseducación, indoctrinación y masificación que ha sido usado en el mundo por todas las ideologías totalitarias, como consecuencia, pero también como sistema. 

 

Como bien decía Hayek, los regímenes que intentan dirigir el destino económico - o de cualquier tipo - de las sociedades desembocan siempre en la dictadura, tanto de izquierda como de derecha. Sea porque fracasan y al no poder cumplir su promesa recurren a la prepotencia, sea porque quieren adaptar a la sociedad entera a su modelo, a su ecuación o a su ensoñación, más allá de la razón o el éxito de su propuesta.  El concepto de destrucción de la educación primero fue un mecanismo para adoctrinar a la niñez; Stalin, el predecesor, creía que el comunismo no prosperaba en la mente del pueblo porque las viejas generaciones influían sobre sus hijos, de ahí que separara a las familias y quitara a los niños a sus padres, los mantuviera alejados en colonias hasta forzar con el discurso del odio a la traición o al entreguismo familiar. Así se llega a pensar como un dictador. Así se llega a destruir la democracia, a desvirtuarla después de usarla como arma dialéctica.  

 

A esas prácticas se agregó el método goebbeliano de la mentira, que se basaba en las ideas que Engels y Marx plasmaran en el Materialismo Dialéctico que fue la base del socialismo, un antecesor del relato de hoy, que niega la existencia misma del opositor, o del otro, sus verdades y argumentos, sin importar el grado de razón, certeza o evidencia que ellos tengan, e insisten en esa práctica contra toda lógica y razón. Lo que hoy se denomina La Posverdad, como si se tratase de una teoría seria, cuando en rigor es un mecanismo malvado de poder maquiaveliano, o maquiavélico. Esas metodologías, tras el fracaso rutilante del socialismo en la URSS, y en el mundo, fueron luego transformadas en el manual de procedimiento deliberado de todos los totalitarismos de cualquier signo. 

 

Con el tiempo, como dice Borges en La Lotería, se fue dejando de lado la ideología y se trató de un mero mecanismo para obtener y conservar el poder. El poder por el poder mismo, base de la esclavitud de los pueblos, de la corrupción, del fin de la justicia y de la seguridad jurídica, de la destrucción de la producción, el bienestar y el empleo digno. La deseducación es un plan ya mundial. El sabotaje a la producción es un sistema que tarde o temprano se impone en nombre de la eliminación de la pobreza, de pandemias inventadas por terroristas a cargo, de la equidad, del fin del mundo por calentamiento, que se reemplaza por el fin del mundo por cambio climático o por un meteorito, no importa. En Argentina hace más de diez años que no se crea empleo privado, ni aumenta. ¿No es un sabotaje a la producción el cepo al dólar que han generado los industriales mussolinianos de Perón, que hoy reinan?  Se ha llegado a que seis o siete millones de personas mantengan con su trabajo, su descapitalización, su frustración y su esfuerzo a cuarenta y cinco millones (dicen, porque el censo fue otro ensayo corrupto y mal hecho) y justamente ese quince por ciento de la sociedad es escarnecido, insultado, culpado de todos los males, despojado, ordeñado y pauperizado. Cristina Fernández es la exageración precaria del modelo, que siempre termina en manos de algún subeducado estilo Stalin, Maduro, Boric, para no nombrar a otros peores. Pero no es la inventora. 

 

Nada de lo que pasa en Argentina es muy distinto de lo que pasa en muchos países de América Latina, bautizada latinoamérica por los foros y pactos regionales que han escamoteado la soberanía de los pueblos, y si se observa adecuadamente, también del formato de burocracia incapaz y arrogante de Bruselas, que aniquiló a Europa en nombre del estado de bienestar. Como mágica y sospechosa coincidencia, hay una interacción, un apoyo incondicional y mutuo en ese proceso, que ahora se llama Agenda 2030, gran reseteo, o del modo que convenga, pero cuyo destino final es uno solo: la más absoluta servidumbre, la vuelta al estado pre-colonial, la estupidización de las sociedades. La dictadura.

 

Lo que ocurre ahora en Argentina es también ejemplo de ese modelo de sumisión y negación. De un día para otro el peronismo gobernante ha pasado de los insultos a declararse víctima del odio, a proponer leyes en contra de la libertad de opinión, a inventar misas herejes a la que asisten personajes que canónicamente no pueden ni entrar a una iglesia. Pero eso no es lo peor. Lo peor es ver como también se da otra constante del socialismo resiliente que usa la nueva clase política mundial de cualquier tendencia: el periodismo militante, que no son sólo los ensobrados, sino también los medios, que se compran y se venden (textualmente) como si fueran una mercadería por amigos, entenados o testaferros,  y que son ya órganos de difusión de las diferentes líneas de negocio (perdón, de las diferentes líneas políticas) que ahora intentan demostrar que el repudiable y fallido atentado de un delirante puede convertir a la jefa peronista en buena y popular, cosa que no es cierta. Y que tampoco está teniendo éxito como se ve en las primeras encuestas y en la calle. Quien tuviere alguna duda acerca del comentario sobre los medios, puede repasar la confesión reciente de la viuda de Kirchner sobre el negociado de su esposo con el grupo Clarín, que fue el comienzo del monopolio mediático y de comunicaciones y telecomunicaciones más grande y nefasto de la historia argentina. 

 

Como es sabido, el gobierno peronista viene tratando de usar a algunos colaboracionistas de la oposición, o de la UCR, para hacerlos compartir su fracaso, o apañarse en ellos: Lousteau, Rodríguez Larreta, Morales, Vidal, Manes, Moreau y familia antes, y otros ganapanes. Actúa como lo hicieron los Mapuches chilenos que hace dos siglos robaron y usurparon la identidad de los Tehuelches, violando y sodomizando a su gente. Mapuches políticos. En ese raro intento de resurrección paga, el accionar de Massa, el más generoso pautador peronista, y el más veleta de todos, intenta simplemente transferir al nuevo gobierno, que no será del mismo signo del actual, el costo de un ajuste-parche mucho más duro, desprolijo e injusto que el que el propio peronismo le imputaba al FMI. Siempre relato. Siempre posverdad. Siempre negocios con los empresarios amigos. 

 

Por supuesto que en Uruguay no ocurren esas cosas. Ahora, quizás. Pero el sistema legal y consuetudinario heredado de las gestiones del Frente Amplio y la posibilidad de un regreso de esa alianza ahora atendida por nuevos dueños, hacen temer, con bastante razones y certezas, un camino similar al argentino. Sin Cristina, pero con iguales torpezas y metas discursivas. La siembra de ignorancia educativa y fáctica, vía la deseducación, la desinformación, la posverdad, la promesa barata de un bienestar forzado, a las apuradas, sin esfuerzo ni riesgo previo, sólo basada en la dialéctica y en la falsa defensa de las conquistas sociales - sea lo que fuere que eso signifique – están a la vuelta de la esquina. La promesa de equidad debe hacer sentir como dioses a los políticos, pero es otra mentira incumplible que no figura en los libros de la Creación. La teoría del salame, es decir cortar una feta por día de derechos, de libertad, de protección contra la confiscación impositiva, de desprecio y odio al capital y al trabajo genuino, de escamoteo de la Constitución, son, por eso, un peligro inminente de acostumbramiento al despojo que sólo llevará a más pobreza. Y muchos de quienes votarán y decidirán ya tienen la impronta de deseducación y promesas que inaugurara el neomarxismo y que ahora se ha universalizado y se llama, según convenga, Foro de Sao Paulo, OMS, ONU, FMI, comisión de DDHH o Doctrina Social. 

 

El canto de sirena del diálogo, la convivencia democrática, la unidad para un acuerdo nacional que nadie sabe de qué se trata y en medio del fracaso rotundo de las ideas o no-ideas de la jefa y mártir del peronismo son otra mentira. Ha sido así siempre. Cada llamamiento a la unidad, cada trampa que se tendió a la oposición en cada ley de avasallamiento del derecho. Todo el gobierno es y ha sido una vulgar mentira, diría Lynch.  Y es una mentira toda la construcción antiodio que se ha inventado en 48 horas, que cambia drásticamente lo que sostenía con palabras y con hechos el gobierno argentino hasta hace muy poco, cuando se acabó la platita para regalar y poner en los bolsillos de la gente. Tanta mentira como la de la vicepresidente, que juega el rol de pretender ser inocente de los desaguisados de este gobierno, que respondieron estricta y puntillosamente a sus órdenes y caprichos. Cristina ha tenido, eso sí, la virtud de unir al movimiento justicialista. Ya no hay peronismo malo y peronismo bueno, como quisieron hacer creer hasta hace un mes, apenas. Ahora está claro que hay uno sólo y se encolumna detrás de la primera viuda, resucitada en las palabras, las misas y los intereses creados, no en las cifras. 

 

Cuando el movimiento reseteador y repartidor de felicidad universal clama por democracia, en rigor habla de voto de las masas a mano alzada, como en las asambleas sindicales. Sin control de poderes ni sistema de justicia. Como ocurre en Chile, y ahora en Argentina, blanden la democracia como obligación de diálogo y como mandato forzado el negociar, promediar y en definitiva neutralizar cuando pierden. Cuando ganan, en cambio, se olvidan de la democracia y hacen lo que les place en nombre del mandato del pueblo por sobre todo derecho y por sobre todo diálogo o justicia. (“A mí me juzgará la historia y el pueblo”, no olvidar esa confesión)

 

Claro, nada de eso ocurre en Uruguay. No hay grieta posible ni comprensible. Hasta que poco a poco, cualquier gobierno decida, con el apoyo de supuestas mayorías, en nombre del pueblo, que un 20% de la población tiene que mantener con su sacrificio, su esfuerzo, su trabajo y sus ahorros al otro 80%. O que hay que cambiar una Constitución escrita por los equivalentes a Videla o Galtieri, qué importa si es verdad o no, si es sólo relato. En nombre de lo que fuere. La grieta entonces no sólo es insalvable, sino que es inteligente. 

 

Nada garantiza el éxito futuro. A nadie. Pero hay algo que puede garantizar el fracaso: copiar las conductas, los estilos, las acciones y las medidas que toma el gobierno peronista. Mucho más las de hace un mes a esta parte. 

 

 

 

 



Publicada en El Observador  06/09/2022, con el sub título suprimdio



La mártir antiodio

 

Argentina es un eterno sainete, una telenovela de Migré donde la verdad no tiene ninguna importancia, valor ni interés

 















El juicio al agresor de Cristina Fernández se diluirá hasta llegar a la nada. Como tantos otros temas que se instalaron en su país. En este caso, desde la detención amateur y cordial del sujeto que la encañonó por militantes y no por las fuerzas de seguridad, la inaudita e inepta no evacuación de la amenazada, la pistola recogida del suelo, que no tiene huellas digitales ni balas en la recámara, la discrepancias entre el arma que aparece en los videos y la que ha sido informada por la Policía Federal como encontrada en el suelo, el mágico reseteo a los valores de fábrica de su celular, que primero pasó por esa fuerza y luego por la Policía Aeroportuaria (pomposo nombre que se da a los empleados estatales que controlan los aeropuertos argentinos, cuyo precario entrenamiento es de seis meses) las declaraciones del ministro del interior Aníbal Fernández sobre que el teléfono fue enviado al juzgado en una bolsa de Faraday sin tocar, que se contradicen con lo informado originalmente de que se habían extraído del mismo el chip y el sim, que se habían mandado pegados fuera del celular, permiten presagiar con facilidad y exactitud no sólo que nunca se sabrán los móviles, ni los eventuales conspiradores, si los hubiera, sino que el sospechoso recibirá una sanción menor conmutable por una penitencia escolar al ser acusado de un delito también menor. Tampoco debe prescindirse de que casualmente, a pedido de la vicepresidente, la Policía Federal se hacía cargo justamente ese día de la seguridad de su domicilio, excluyendo a la Policía de la Ciudad y a sus vallas. 

 

Por supuesto que el atentado seguirá siendo agitado por muchos años como ocurrió con el caso Maldonado, que, pese a lo determinado por la Justicia, sigue enarbolado como un secuestro y desaparición de persona por el peronismo. 

 

Tampoco ayudan a la hipótesis de un sanguinario matador contratado por la derecha – un vago término inasible – los videos del hecho ni el uso posterior de la excusa del odio por parte del gobierno para justificar diversos proyectos de censura previa a la prensa y a las redes sociales. (Demasiado parecidos al accionar venezolano que ya intentó varias veces el peronismo gobernante) Y tampoco es muy seguro que el kirchnerismo acepte cualquier fallo de la Justicia que no le convenga o le guste, como ha demostrado hasta el aburrimiento. De modo que de una u otra manera el suceso tenderá a no esclarecerse jamás. 

 

Es relevante recordar que se trata del mismo gobierno mentiroso que ha sido condenado en juicios en New York y el CIADI por haber mentido en sus cifras de inflación a fin de no pagar los bonos ajustados por ese concepto, a la vez que está siendo demandado por mentir en las cifras de su PIB, con igual propósito, amaño publicado en su momento por varios diarios argentinos que ahora parecen olvidarlo.  Que ha expropiado falsamente empresas para evitar que saltara la participación estatal en maniobras sospechosas y confusas, en el mejor de los casos. También un gobierno que no merece crédito alguno, famoso por defaultear su deuda, cuyo riesgo país está orgullosamente por encima del de Ucrania y es el segundo más alto del mundo. El mismo gobierno que incursionó en negociados incalificables y mintió alevosamente con las vacunas anticovid en colaboración con sus testaferros y socios privados. 

 

Y también repugna el uso del condenable intento para promover – con la excusa de que fue provocado por el odio inculcado – una legislación represora y amordazante de la opinión popular, al que de una u otra forma favorecen tantos periodistas, y tantas organizaciones alineadas en el Foro de Sao Paulo, la Iglesia católica entre ellas. 

 

Otro punto que merece ser descartado de plano es que de haberse consumado el propósito del atentado habría implicado algún tipo de amenaza o consecuencia para la ya endeble, utilizada y torpedeada burocracia argentina. Ningún partido de la oposición, ninguna organización trascendente política, económica o gremial quiere semejante cosa. Y en términos descarnados y maquiavélicos, a la oposición le conviene más una Cristina viva que una muerta, con perdón del exabrupto.  Los artículos que se leen exagerando los posibles efectos de un magnicidio no tienen ningún asidero, salvo el de la dialéctica. La supuesta amenaza de una guerra civil en tal supuesto es una construcción como la del caso Maldonado. Nadie habría salido a matarse con nadie sobre las calles de la república. Acaso el propio peronismo habría tenido alguna interna sangrienta, como acostumbra, al ver aumentadas las apetencias electorales de algunos. La democracia argentina, como viene sosteniendo esta columna, está en peligro sólo si se niega, burla o desconoce al Poder Judicial y los fallos de la justicia, o sea el sistema republicano del control entre poderes, como viene haciendo y lo seguirá haciendo la víctima del no-susto vicepresidencial. El gobierno, hasta un minuto antes del intento, perdía por paliza las elecciones de 2023. Un minuto después, también, coherente con el desastroso manejo de la economía y la flagrante corrupción del sistema. 

 

No se debe dejar de lado, por ninguna razón, la cantidad de juicios por corrupción a los que debe responder todavía la jefa del peronismo, algo que no ha variado ni variará, aún luego de este atentado del que más del 60% de la población, según las encuestas, considera armado, con algunos antecedentes que avalan esa posición. Ello pese a que la de Argentina, como buen país latino, es una sociedad que privilegia a los mártires, no a los héroes. Desde Martín Fierro a Santos Vega, desde Perón a Eva. Mártires y santos. Que se opine tal cosa, más allá de su veracidad o no, es un síntoma del deterioro nacional. Y no se puede obviar ni perdonar cualquier parecido con el asesinato del fiscal Nisman y las irresponsabilidades, omisiones y desprolijidades de los diversos actuantes. 

 

Un capítulo aparte merece lo que se pudo observar en los videos, que no colabora a sustentar la veracidad ni la seriedad del hecho, tanto en la sorprendente y coreográfica interrelación entre víctima y victimario, la ineptitud de la custodia oficial, el raro episodio del disparo, el ruido del gatillo, la impasividad de la atacada y todos los elementos que se observan. El zar de la televisión argentina, Alejandro Romay, contaba la anécdota de los años cuarenta, cuando su hermano estaba trasmitiendo un partido de fútbol dese Bolivia con Don Alejandro en los estudios de la radio. De pronto, se cortó la conexión. Grave porque los auspiciantes no pagarían. Entonces se le ocurrió una idea: cortada toda comunicación con el estadio, gritó “¡Grave agresión de la tribuna boliviana al equipo argentino!” – y desarrolló un largo monólogo sobre la supuesta salvaje actitud boliviana contra los jugadores blanquicelestes. Siguió así hasta el cierre. Al día siguiente, los diarios argentinos, que no habían mandado corresponsales, titulaban: “¡Grave agresión en el partido con Bolivia!”. No había pasado nada. La televisión de hoy no habría permitido semejante cosa. Los videos son suficientemente ridículos y hasta ofensivos a la inteligencia de quién los ve. También contundentes. 

 

Así mismo, es ofensivo el coordinado accionar del gobierno para generar movimientos de concientización sobre el súbito odio que estarían desparramando sobre la sociedad los “medios hegemónicos” (A los que tanto ayudó a serlo). No hay ningún otro caso en la historia nacional de un presidente que haya prometido colgar comerciantes u opositores y repartir alambre de fardo, ni haya incentivado con dar leña a la oposición, como Perón. A menos que se tomen en cuenta los discursos de la viuda de Kirchner, que han abundado en resentimiento y bronca contra tantos. El odio del que habla el kirchnerismo es su miedo al voto. 

 

Cristina sigue perdiendo en las urnas. Y tiene pendiente una larga conversación con la justicia.